29 sept 2012

Tito nunca más


Mempo Giardinelli
Para Pierpaolo Marchetti



1/
El mundo se le vino abajo el día que le cortaron la pierna. Solo tenía dieciocho años y era un centrodelantero natural, uno de los mejores número nueve surgido jamás de las divisiones inferiores de Chaco For Ever. Acababa de ser vendido a Boca Juniors, donde iba a debutar semanas después, cuando recibió la citación para ir a la Guerra. Aquel verano del ’82 el General Galtieri ordenó atacar las Islas Malvinas y Tito Di Tullio fue convocado al término de la primera semana. Ahí empezó su calvario.

Le tocó estar en la batalla de Bahía de los Gansos, en la que los cañones ingleses convirtieron las praderas en infierno, los Harriers atacaban como palomas malignas y los gurkas se movían como alacranes. Un granadazo hizo volar por los aires la trinchera que habían cavado por la mañana y una esquirla en la pierna derecha le quebró el fémur y lo dejó tendido, boca arriba, mirando un punto fijo en el cielo como pidiéndole una explicación. Enseguida reaccionó y, en medio de la balacera, se hizo un torniquete para detener la pérdida de sangre. La herida no hubiera sido demasiado grave si lo hubiesen atendido a tiempo, pero la incompetencia militar argentina y la furia británica lo obligaron a permanecer allí por muchas horas, durante las que fue sintiendo cómo la gangrena o como se llamase esa mierda que lo paralizaba le tomaba toda la pierna. El bombardeo y la metralla, ruidosamente unánimes, impedían todo movimiento, y Tito, que parecía un muerto más en el campo de batalla, solo pudo llorar amargamente, inmóvil y aterrado por el dolor y por el miedo, dándose cuenta, además, de que nunca más volvería a jugar al fútbol.

Lo encontraron desvanecido y alguno dijo después que los ingleses lo habían dado por muerto. Unos soldados enfermeros del 7º de Artillería que marchaban en retirada, al día siguiente, lo reconocieron. Chaqueños todos ellos, uno dijo ché éste se parece al Tito Di Tullio, el nueve de For Ever, y otro dijo no parece, boludo, es el Tito y está vivo.

Lo colocaron en una camilla improvisada y lo llevaron hasta el comando del regimiento, que por esas horas empezaba a rendirse. La desmoralización era general y nadie sabía quién mandaba. Todos los oficiales estaban desconcertados y de hecho habían abandonado a sus tropas. Batallones enteros estaban a cargo de sargentos, o simples cabos, y cuando llegó la camilla en la que agonizaba ese soldado que había perdido muchísima sangre, alguien, seguramente un oficial británico, dispuso que fuese operado de urgencia en uno de los hospitales de campaña que los ingleses instalaron en Puerto Argentino, nuevamente llamado por ellos Port Stanley.

Allí le cortaron la pierna. Nadie supo ni sabría jamás si fue lo mejor que se podía hacer en aquel momento, pero fue lo que hicieron. Así terminó la guerra para Tito Di Tullio, y también se terminaron su carrera futbolística y sus ganas de vivir.


2/
Cuando regresó al Chaco, cuatro meses después, apenas sostenía su cuerpo magro y encorvado apoyándose en un par de muletas. Pero lo que más impresionaba era la expresión de tristeza infinita que se le había estampado en la cara como un tatuaje virtual.

Esa misma, primera semana, las autoridades de Chaco For Ever le hicieron un homenaje en la cancha de la Avenida 9 de Julio. Con las tribunas repletas, minutos antes de un partido de liga todo el estadio lo aplaudió de pie, como a un héroe. Pero todos vimos, también, que Tito no se emocionaba ni sonreía; era apenas un cuerpo irregular coronado por esa tristeza imbatible. Era una mueca mezcla de horror, angustia y rabia, y todos vimos cómo sus ojos velados miraban la gramilla con resentimiento y más allá a unos chicos que jugaban con una pelota a la que Tito, me pareció, hubiese querido patear para siempre.

Desde entonces, muchas veces me pregunté cómo se hará para soportar semejante frustración. Los que estamos completos, y somos jóvenes, no podemos siquiera redondear la dimensión de nuestra piedad. Incapaces de imaginar la crueldad de la tragedia, nos la figuramos como un fantasma que jamás nos alcanzará, ocupado como está -suponemos- en hacer estragos con las vidas de los otros.


3/
Como dos o tres años después, recuperada la democracia, un día yo salía del Cine Sep llevando del brazo a la que era mi novia, Lilita Martínez, y de pronto lo vi y me quedé paralizado. En pleno centro de la ciudad y a las nueve de la noche, apoyado sobre dos muletas deslucidas, de maderas cascadas por el uso y con un par de calcetines abullonados en las puntas a manera de absurdos zapatos silenciosos, Tito Di Tullio extendía una lata esperando que alguien depositara allí unas monedas.

Creo que él no me vio, y yo, cobardemente, no me atreví a acercarme. Di un rodeo arrastrando a Lilita del brazo, y luego me pasé la noche, en rueda de amigos, criticando estúpidamente al sistema político que permitía que nuestros pocos héroes de guerra fuesen humillados. Se suponía que los veteranos recibían algún subsidio del Estado, pero evidentemente eso no impedía que acabaran pordioseros. No había programas de trabajo para ellos, y además la sociedad los despreciaba: por duro que fuese reconocerlo, nadie quería ver en los ex combatientes su propia estupidez. Por eso, automarginados por el resentimiento infinito que los vencía, los supuestos héroes se habían convertido en un problema incómodo e irresoluble. Eran glorias de una guerra que ya no importaba a nadie y no valían más que un discurso por año en boca de algún cretino con poltrona en el poder.


4/
Durante un largo tiempo dejé de verlo, y nunca supe si fue por pura casualidad o porque Tito desapareció de las calles de la ciudad. Ya nadie hablaba de esa guerra y todo el país se alarmaba con otras crisis más visibles y cercanas.

La democracia era una ardua tarea a finales de los ochenta. La crisis económica empezaba a hacer estragos, y, como si la decadencia de muchas instituciones fuese una de sus consecuencias inevitables, también For Ever se vino abajo. El club entró en una pendiente de la que todavía no termina de recuperarse: desafiliado de todas las ligas durante años, solo después de una amnistía se le permitió volver a jugar en los campeonatos promocionales del interior del país. Y esa reactivación futbolera demostró que la vieja pasión de los chaqueños por el único equipo que llegó a jugar en primera en varios torneos nacionales se mantenía intacta, y todos volvimos al viejo estadio de la 9 de Julio con las mismas antiguas banderas, bombos y entusiasmos.

Ahí reencontré a Tito, afuera del estadio, junto a las puertas de acceso a las tribunas populares. Los días de partido llegaba temprano, abría una mesita de tijera y colocaba sobre ella un canasto con golosinas y banderines, cigarrillos y cosas de poco valor, casi insignificantes, y se quedaba distraídamente apoyado en su único pie y con la muleta en el sobaco.

La primera vez me acerqué a saludarlo y él se dejó abrazar, mansamente, como un hombre resignado a su desdicha. Me pareció que no le disgustaba que la gente lo viese y saludase como a un viejo héroe, de la Guerra y de los listones blanquinegros de la casaca forevista. Pero enseguida me di cuenta de que, aunque devolvía todos los saludos, conservaba ese gesto mínimo, esa leve mueca de resentimiento que los viejos amigos, al menos, podíamos advertir.

Yo pensé que no aceptaba convertirse a sí mismo en recuerdo y que esa era su tragedia, porque seguía siendo un símbolo del For Ever campeón de los años de la Dictadura. El reconocimiento de la gente no era más que eso: un saludo momentáneo. Y aunque todos le brindaban su afecto, y más de uno le compraba cosas que no necesitaba, era obvio que en el fondo todo eso lo enfurecía secretamente. Por eso no entraba jamás a la cancha.

Lo observé durante varios fines de semana: desinteresado de lo que pasaba adentro, siempre de espaldas al estadio, su patético desprecio solo conseguía subrayar cuánto odiaba asumirse como mito, como estatua viviente del gran centrodelantero que la Guerra había malogrado.

Y en el exacto minuto en que comenzaba cada partido, Tito se iba. Casi en simultáneo, podía escucharse el pitazo dentro del campo y verlo desarmar la mesita. Velozmente plegaba la bandeja, la reconvertía en maletín, se la cargaba a la espalda y se marchaba a toda la velocidad que le permitía su andar irregular y roto.


5/
Una tarde me quedé afuera, y antes de que huyera me le acerqué. Yo había pensado varias veces, antes, en ayudarlo de algún modo. Una vez lo propuse para un trabajo en la universidad; otra convencí a los japoneses del Zan-En para que lo admitieran en la panadería. Pero él ni siquiera se presentó para hacerse cargo. Tampoco me agradeció las gestiones ni pareció apreciar mi comedimiento. De modo que dejé de insistir y aquella tarde, a las puertas de la cancha, simplemente quise invitarlo a ver juntos el partido desde la platea. For Ever jugaba contra Racing de Córdoba por las semifinales del Promocional, era un sábado soleado, la cancha estaba llena y yo había conseguido un par de buenos lugares.

Pero apenas formulé la invitación Tito me dijo que no con la cabeza, que movió frenéticamente. Nervioso, pero sobre todo enojado por mi insolencia, golpeó el piso con la muleta y me dijo “No jodás, andate de acá”. Y me miró fijo y sin pronunciar otras palabras me rogó con los ojos, que parecían de fuego, que me alejara de allí.

Me aparté, por supuesto, y entré a la cancha justo en el momento, apenas comenzado el partido, en que For Ever marcó un gol. A juzgar por el estallido jubiloso en las tribunas, la gritería y el rumor de los tablones repletos, había sido un golazo de esos que vuelven loca a la hinchada porque se producen en los primeros segundos del partido, cuando el equipo rival está apenas ordenándose en el campo. Me di vuelta para decirle dale Tito, vení, no te pierdas esta alegría, pero él ya se iba y cuando lo llamé no se dio vuelta, ni siquiera vaciló.


6/
Nunca más vi a Tito Di Tullio. Nunca más volvió al estadio, no lo vi más en la ciudad y aunque hice algunas preguntas, meses después, nadie supo darme razón. Muchas veces pensé que se habría suicidado, como tantos ex combatientes de Malvinas. Imaginé que lo encontraban colgado de una viga, o que se tiraba al Paraná desde lo más alto del puente que lleva a Corrientes. Y más de una mañana me descubrí, vergonzantemente, buscando una nota luctuosa en los diarios locales.

Pero nunca más lo vi y creo que fue lo mejor que pudo pasar. Tito perdió por goleada con la vida y acaso su único triunfo fue saber evaporarse.

Suelo pensar que esa es la clase de resultados que arrojan las guerras idiotas: nunca hay un final, un verdadero final para sus protagonistas anónimos. Solo ellos, cada uno de ellos y absolutamente nadie más, han de saber lo insoportable que es vivir con el resentimiento quemándote el alma.

Por eso, me dije, mejor olvidar a Tito, no buscarlo nunca más. En todo caso, capaz que un día de estos escribo un cuento y lo hago literatura.

24 sept 2012

Decir: Hacer, de Octavio Paz.

A Roman Jakobson


1

Entre lo que veo y digo,
Entre lo que digo y callo,
Entre lo que callo y sueño,
Entre lo que sueño y olvido,
la poesía.
                               Se desliza 
entre el sí y el no:
                                   dice
lo que callo,
                           calla
lo que digo,
                            sueña
lo que olvido.
                                              No es un decir:
es un hacer.
                                      Es un hacer
que es un decir.
                                         La poesía
se dice y se oye:
                                    es real.
Y apenas digo
                                  es real,
se disipa.
                                          ¿Así es más real?

2

Idea palpable,
                                  palabra
impalpable:
                                la poesía
va y viene
                                       entre lo que es
y lo que no es.
                                           Teje reflejos
y los desteje.
                                    La poesía
siembra ojos en las páginas
siembra palabras en los ojos.
Los ojos hablan,
                                                        las palabras miran,
las miradas piensan.
                                     Oír
los pensamientos,
                                 ver
lo que decimos,
                                 tocar
el cuerpo de la idea.
                                             Los ojos
se cierran,
                                                  las palabras se abren.



23 sept 2012

Los portadores de sueños


Gioconda Belli



En todas las profecías está escrita la destrucción del mundo.

Todas las profecías cuentan que el hombre creará su propia destrucción.

Pero los siglos y la vida que siempre se renueva engendraron también una generación de amadores y soñadores.

Hombres y mujeres que no soñaron con la destrucción del mundo, sino con la construcción del mundo de las mariposas y los ruiseñores.

Desde pequeños venían marcados por el amor, detrás de su apariencia cotidiana guardaban la ternura del sol de medianoche.

Las madres los encontraban llorando por un pájaro muerto y más tarde también los encontraron a muchos muertos como pájaros.

Estos seres cohabitaron con mujeres traslúcidas y las dejaron preñadas de miel y de hijos verdecidos por un invierno de caricias.

Así fue como proliferaron en el mundo los portadores de sueños.

Fueron atacados ferozmente por los portadores de profecías habladoras de catástrofes.

Los llamaron ilusos, románticos, pensadores de utopías dijeron que sus palabras eran viejas y, en efecto, lo eran porque la memoria del paraíso es antigua en el corazón del hombre.

Los acumuladores de riquezas les temían y lanzaban sus ejércitos contra ellos, pero los portadores de sueños todas las noches hacían el amor y seguía brotando su semilla que no solo portaba sueños sino que los multiplicaban y los hacían correr y hablar.

De esta forma el mundo engendró de nuevo su vida como también había engendrado a los que inventaron la manera de apagar el sol.

Los portadores de sueños sobrevivieron a los climas helados.

“Son peligrosos”, imprimían las grandes rotativas.

“Son peligrosos”, decían los presidentes en sus discursos

“Son peligrosos”, murmuraban los artífices de la guerra.

“Hay que destruirlos”, imprimían las grandes rotativas

“Hay que destruirlos”, decían los presidentes en sus discursos

“Hay que destruirlos”, murmuraban los artífices de guerra.

Los portadores de sueños conocían su poder, por eso no se extrañaban.

También sabían que la vida los había engendrado para protegerse de la muerte que anuncian las profecías.

Y por eso defendían su vida, aún con la muerte.

Por eso cultivaban jardines de sueños y los exportaban con grandes lazos de colores.

Los profetas de la oscuridad se pasaban las noches y días enteros vigilando los pasajes y los caminos buscando estos peligrosos cargamentos que nunca lograban atrapar porque el que no tiene ojos para soñar no ve los sueños ni de día ni de noche.

Y en el mundo se ha desatado un gran tráfico de sueños que no pueden detener los traficantes de la muerte; por todas partes hay patentes con grandes lazos que sólo esta nueva raza de hombres puede ver la semilla de estos sueños no se puede detectar porque va envuelta en rojos corazones en amplios vestidos de maternidad donde piececitos soñadores alborotan los vientres que los albergan.

Dicen que la tierra después de parirlos desencadenó un cielo de arco iris y sopló de fecundidad las raíces de los árboles.

Nosotros sólo sabemos que los hemos visto, sabemos que la vida los engendró para protegerse de la muerte que anuncian las profecías.

16 sept 2012

Poema: Alta Traición (José Emilio Pacheco)



No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.





Versión musical
(Con Oscar Chávez)


15 sept 2012

El Amigo del Agua

Adolfo Bioy Casares


El señor Algaroti vivía solo. Pasaba sus días entre pianos en venta, que por lo visto nadie compraba, en un local de la calle Bartolomé Mitre. A la una de la tarde y a las nueve de la noche, en una cocinita empotrada en la pared, preparaba el almuerzo y la cena que a su debido tiempo comía con desgano. A las once de la noche, en un cuarto sin ventanas, en el fondo del local, se acostaba en un catre en el que dormía, o no, hasta las siete. A esa hora desayunaba con mate amargo y poco después limpiaba el local, se bañaba, se rasuraba, levantaba la cortina metálica de la vidriera y sentado en un sillón, cuyo filoso respaldo dolorosamente se hendía en su columna vertebral, pasaba otro día a la espera de improbables clientes.

Acaso hubiera una ventaja en esa vida desocupada; acaso le diera tiempo al señor Algaroti para fijar la atención en cosas que para otros pasan inadvertidas. Por ejemplo, en los murmullos del agua que cae de la canilla al lavatorio. La idea de que el agua estuviera formulando palabras le parecía, desde luego, absurda. No por ello dejó de prestar atención y descubrió entonces que el agua le decía: “Gracias por escucharme”. Sin poder creer lo que estaba oyendo, aún oyó estas palabras: “Quiero decirle algo que le será útil”. A cada rato, apoyado en el lavatorio, abría la canilla. Aconsejado por el agua llevó, como por un sueño, una vida triunfal. Se cumplían sus deseos más descabellados, ganó dinero en cantidades enormes, fue un hombre mimado por la suerte. Una noche, en una fiesta, una muchacha locamente enamorada lo abrazó y cubrió de besos. El agua le previno: “Soy celosa. Tendrás que elegir entre esa mujer y yo”. Se casó con la muchacha. El agua no volvió a hablarle.

Por una serie de equivocadas decisiones, perdió todo lo que había ganado, se hundió en la miseria, la mujer lo abandonó. Aunque por aquel tiempo ya se había cansado de ella, el señor Algaroti estuvo muy abatido. Se acordó entonces de su amiga y protectora, el agua, y repetidas veces la escuchó en vano mientras caía de la canilla al lavatorio. Por fin llegó un día en que, esperanzado, creyó que el agua le hablaba. No se equivocó. Pudo oír que el agua le decía: “No te perdono lo que pasó con aquella mujer. Yo te previne que soy celosa. Esta es la última vez que te hablo”.

Como estaba arruinado, quiso vender el local de la calle Bartolomé Mitre. No lo consiguió. Retomó, pues, la vida de antes. Pasó los días esperando clientes que no llegaban, sentado entre pianos, en el sillón cuyo filoso respaldo se hendía en su columna vertebral. No niego que de vez en cuando se levantara para ir hasta el lavatorio y escuchar, inútilmente, el agua que soltaba la canilla abierta.

13 sept 2012

El Perseguidor, leído por Julio Cortázar.



De jazz y de cronopios



Hay quienes dicen que para entender mejor a Julio Cortázar es necesario leerlo con música de jazz como fondo. Y es que dicha teoría tiene su explicación en el particular gusto que el escritor tenía por tal genero musical, llegando al punto de crear la palabra "Cronopio" para referirse a algunos de sus músicos más admirados.

Para poner en practica dicha teoría aquí un video en el que el mismo Cortázar lee un fragmento de "El perseguidor" con un fondo musical de Charlie Parker:





Como habrán notado Cortazar menciona una pieza musical llamada "Amorous", pues bien, ese no es mas que un guiño para referirse a "Lover Man", la cual se escucha al fondo del video anterior.
Pero, si lo que quieren es hacer ustedes mismos el experimento, abajo encontraran otro video, sólo con la música, y en otra parte de este mismo blog el mismo fragmento de El perseguidor.








P.D. Para mayor información acerca de los cronopios consultar la obra "Historias de cronopios y de famas" de Julio Cortazar.

12 sept 2012

El cuervo, la versión amarilla.



La ciencia y el arte en: Los Simpsons



No hace mucho, el famoso físico, cosmólogo y divulgador inglés, Stephen Hawking se declaró fan de Los Simpsons y dijo de la serie que era el mejor programa emitido en la televisión norteamericana. 

No es difícil descubrir el porqué, pues a lo largo de más de sus 23 temporadas, Los Simpsons, se han caracterizado por introducir un sinnúmero de guiños referentes a la ciencia y el arte, mismos que, además de ser muy ingeniosos, están muy bien fundamentados. 

En lo que se refiere al aspecto artístico: la música, pintura, escultura y la literatura han ocupado un apartado muy especial. Muestra de ello fue primer especial de noche de brujas, La Casita del Terror (segunda temporada), en el cual presentan su versión del legendario cuento El cuervo, homenaje al genial escritor de estadounidense Edgar Allan Poe, aquí presentado: 











*Si les interesa ver las apariciones de Stephen Hawking en la serie aquí los títulos: Salvaron el cerebro de Lisa (They Saved Lisa's Brain, temporada X); Ray el contratista (Don't Fear the Roofer, temporada XVI); ¡Para, o mi perro dispara! (Stop, or My Dog Will Shoot!, temporada XVIII).

11 sept 2012

Relatos del subcomandante Marcos



El león mata mirando
Los otros cuentos





Una nota desde el sureste mexicano…
La Sabiduría popular emplea la "conversa" para explicar las situaciones que preocupan a la "gente sencilla", la del color de la tierra.

10 sept 2012

La casa de las palabras



Eduardo Galeano
Tomado del libro: El libro de los abrazos.





A la casa de las palabras, soñó Helena Villagra, acudían los poetas. Las palabras, guardadas en viejos frascos de cristal, esperaban a los poetas y se les ofrecían, locas de ganas de ser elegidas: ellas rogaban a los poetas que las miraran, que las olieran, que las tocaran, que las lamieran. Los poetas abrían los frascos, probaban palabras con el dedo y entonces se relamían o fruncían la nariz. Los poetas andaban en busca de palabras que no conocían, y también buscaban palabras que conocían y habían perdido.

En la casa de las palabras había una mesa de los colores. En las grandes fuentes se ofrecían los colores y cada poeta se servía del color que le hacía falta: amarillo limón o amarillo sol, azul de mar o de humo, rojo lacre, rojo sangre, rojo vino...

6 sept 2012


Angeles Mastretta
Tomado del libro: Mujeres de ojos grandes



La tía Daniela se enamoró como se enamoran siempre las mujeres inteligentes: como una idiota. Lo Había visto llegar una mañana, caminando con los hombros erguidos sobre un paso sereno y había pensado: "Este hombre se cree Dios". Pero al rato de oírlo decir historias sobre mundos desconocidos y pasiones extrañas, se enamoró de él y de sus brazos como si desde niña no hablara latín, no supiera lógica, ni hubiera sorprendido a media ciudad copiando los juegos de Góngora y Sor Juana como quien responde a una canción en el recreo.

Era tan sabia que ningún hombre quería meterse con ella, por más que tuviera los ojos de miel y una boca brillante, por más que su cuerpo acariciara la imaginación despertando las ganas de mirarlo desnudo, por más que fuera hermosa como la virgen del Rosario. Daba temor quererla porque algo había en su inteligencia que sugería siempre un desprecio por el sexo opuesto y sus confusiones.

Pero aquel hombre que no sabía nada de ella y sus libros, se le acercó como a cualquiera. Entonces la tía Daniela lo dotó de una inteligencia deslumbrante, una virtud de ángel y un talento de artista. Su cabeza lo miró de tantos modos que en doce días creyó conocer a cien hombres.

Lo quiso convencida de que Dios puede andar entre mortales, entregada hasta las uñas a los deseos y las ocurrencias de un tipo que nunca llegó para quedarse y jamás entendió uno solo de todos los poemas que Daniela quiso leerle para explicar su amor.

Un día, así como había llegado, se fue sin despedir siquiera. Y no hubo entonces en la redonda inteligencia de la tía Daniela un solo atisbo de entender qué había pasado.

Hipnotizada por un dolor sin nombre ni destino se volvió la más tonta de las tontas. Perderlo fue una larga pena como el insomnio, una vejez de siglos, el infierno.

Por unos días de luz, por un indicio, por los ojos de hierro y súplica que le prestó una noche, la tía Daniela enterró las ganas de estar viva y fue perdiendo el brillo de la piel, la fuerza de las piernas, la intensidad de la frente y las entrañas.

Se quedó casi ciega en tres meses, una joroba le creció en la espalda, y algo le sucedió a su termostato que a pesar de andar hasta en el rayo del sol con abrigo y calcetines, tiritaba de frío como si viviera en el centro mismo del invierno. La sacaban al aire como a un canario. Cerca le ponían fruta y galletas para que picoteara, pero su madre se llevaba las cosas intactas mientras ella seguía muda a pesar de los esfuerzos que todo el mundo hacía por distraerla.

Al principio la invitaban a la calle para ver si mirando las palomas o viendo ir y venir a la gente, algo de ella volvía a dar muestras de apego a la vida. Trataron todo. Su madre se la llevó de viaje a España y la hizo entrar y salir de todos los tablados sevillanos sin obtener de ella más que una lágrima la noche que el cantador estuvo alegre. A la mañana siguiente le puso un telegrama a su marido diciendo: "Empieza a mejorar, ha llorado un segundo". Se había vuelto un árbol seco, iba para donde la llevaran y en cuanto podía se dejaba caer en la cama como si hubiera trabajado veinticuatro horas recogiendo algodón. Por fin las fuerzas no le alcanzaron más que para echarse en una silla y decirle a su madre: "Te lo ruego, vámonos a casa".

Cuando volvieron, la tía Daniela apenas podía caminar y desde entonces no quiso levantarse. Tampoco quería bañarse, ni peinarse, ni hacer pipí. Una mañana no pudo siquiera abrir los ojos.

-¡Está muerta! - oyó decir a su alrededor y no encontró las fuerzas para negarlo.

Alguien le sugirió a su madre que ese comportamiento era un chantaje, un modo de vengarse en los otros, una pose de niña consentida que si de repente perdiera la tranquilidad de la casa y la comida segura, se las arreglaría para mejorar de un día para el otro. Su madre hizo el esfuerzo de abandonarla en el quicio de la puerta de la Catedral.

La dejaron ahí una noche con la esperanza de verla regresar al día siguiente, hambrienta y furiosa, como había sido alguna vez. A la tercera noche la recogieron de la puerta de la Catedral con pulmonía y la llevaron al hospital entre lágrimas de toda la familia.

Ahí fue a visitarla su amiga Elidé, una joven de piel brillante que hablaba sin tregua y que decía saber las curas del mal de amores. Pidió que la dejaran hacerse cargo del alma y del estómago de aquella náufraga. Era una creatura alegre y ávida. La oyeron opinar. Según ella el error en el tratamiento de su inteligente amiga estaba en los consejos de que olvidara. Olvidar era un asunto imposible. Lo que había que hacer era encauzarle los recuerdos, para que no la mataran, para que la obligaran a seguir viva.

Los padres oyeron hablar a la muchacha con la misma indiferencia que ya les provocaba cualquier intento de curar a su hija. Daban por hecho que no serviría de nada y sin embargo lo autorizaban como si no hubieran perdido la esperanza que ya habían perdido.

Las pusieron a dormir en el mismo cuarto. Siempre que alguien pasaba frente a la puerta oía a la incansable voz de Elidé hablando del asunto con la misma obstinación con que un médico vigila a un moribundo. No se callaba. No le daba tregua. Un día y otro, una semana y otra.

-¿Cómo dices que eran sus manos? - preguntaba. Si la tía Daniela no le contestaba, Elidé volvía por otro lado.

-¿Tenía los ojos verdes? ¿Cafés? ¿Grandes?

-Chicos - le contestó la tía Daniela hablando por primera vez en treinta días.

-¿Chicos y turbios?- preguntó la tía Elidé.

- Chicos y fieros - contestó la tía Daniela y volvió a callarse otro mes.

- Seguro que era Leo. Así son los de Leo - decía su amiga sacando un libro de horóscopos para leerle. Decía todos los horrores que pueden caber en un Leo. - De remate, son mentirosos. Pero no tienes que dejarte, tú eres de Tauro. Son fuertes las mujeres de Tauro.

- Mentiras sí que dijo - le contestó Daniela una tarde.

-¿Cuáles? No se te vayan a olvidar. Porque el mundo no es tan grande como para que no demos con él, y entonces le vas a recordar sus palabras. Una por una, las que oíste y las que te hizo decir.

-No quiero humillarme.

-El humillado va a ser él. Si no todo es tan fácil como sembrar palabras y largarse.

-Me iluminaron -defendió la tía Daniela.

- Se te nota iluminada - decía su amiga cuando llegaban a puntos así.

Al tercer mes de hablar y hablar la hizo comer como Dios manda. Ni siquiera se dio cuenta cómo fue. La llevó a una caminata por el jardín. Cargaba una cesta con fruta, queso, pan, mantequilla y té. Extendió un mantel sobre el pasto, sacó las cosas y siguió hablando mientras empezaba a comer sin ofrecerle.

- Le gustaban las uvas - dijo la enferma.

- Entiendo que lo extrañes.

- Sí - dijo la enferma acercándose un racimo de uvas -. Besaba regio. Y tenía suave la piel de los hombros y la cintura.

-¿Cómo tenía? Ya sabes - dijo la amiga como si supiera siempre lo que la torturaba.

- No te lo voy a decir - contestó riéndose por primera vez en meses. Luego comió queso y té, pan y mantequilla.

- ¿Rico? - le preguntó Elidé.

- Sí - le contestó la enferma empezando a ser ella.

Una noche bajaron a cenar. La tía Daniela con un vestido nuevo y el pelo brillante y limpio, libre por fin de la trenza polvorosa que no se había peinado en mucho tiempo.

Veinte días después ella y su amiga habían repasado los recuerdos de arriba para abajo hasta convertirlos en trivia. Todo lo que había tratado de olvidar la tía Daniela forzándose a no pensarlo, se le volvió indigno de recuerdo después de repetirlo muchas veces. Castigó su buen juicio oyéndose contar una tras otra las ciento veinte mil tonterías que la había hecho feliz y desgraciada.

- Ya no quiero ni vengarme - le dijo una mañana a Elidé -. Estoy aburridísima del tema.


- ¿Cómo? No te pongas inteligente - dijo Elidé-. Éste ha sido todo el tiempo un asunto de razón menguada. ¿Lo vas convertir en algo lúcido? No lo eches a perder. Nos falta lo mejor. Nos falta buscar al hombre en Europa y África, en Sudamérica y la India, nos falta encontrarlo y hacer un escándalo que justifique nuestros viajes. Nos falta conocer la galería Pitti, ver Florencia, enamorarnos en Venecia, echar una moneda en la fuente de Trevi. ¿Nos vamos a perseguir a ese hombre que te enamoró como a una imbécil y luego se fue?

Habían planeado viajar por el mundo en busca del culpable y eso de que la venganza ya no fuera trascendente en la cura de su amiga tenía devastada a Elidé. Iban a perderse la India y Marruecos, Bolivia y el Congo, Viena y sobre todo Italia. Nunca pensó que podría convertirla en un ser racional después de haberla visto paralizada y casi loca hacía cuatro meses.

- Tenemos que ir a buscarlo. No te vuelvas inteligente antes de tiempo - le decía.

- Llegó ayer - le contestó la tía Daniela un mediodía.

- ¿Cómo sabes?

- Lo vi. Tocó en el balcón como antes.

- ¿Y qué sentiste?

- Nada.

-¿Y qué te dijo?

- Todo.

- ¿Y qué le contestaste?

- Cerré.

-¿Y ahora? - preguntó la terapista.

- Ahora sí nos vamos a Italia: los ausentes siempre se equivocan.

Y se fueron a Italia por la voz del Dante: "Piovverà dentro a l'alta fantasía."

2 sept 2012

El pueblo de los gatos


Haruki Murakami



El joven viajaba solo, a su gusto, con una única maleta como equipaje. No tenía un destino. Se subía al tren, viajaba y, cuando encontraba un lugar que le atraía, se apeaba. Buscaba alojamiento, visitaba el pueblo y permanecía allí cuanto quería. Si se hartaba, volvía a subirse al tren. Así era como pasaba siempre sus vacaciones.

Desde la ventana del tren se veía un hermoso río serpenteante, a lo largo del cual se extendían elegantes colinas verdes. En la falda de aquellas colinas había un pueblecillo en el que se respiraba un ambiente de calma. Tenía un viejo puente de piedra. Aquel paisaje lo cautivó. Allí quizá podría probar deliciosos platos de trucha de arroyo. Cuando el tren se detuvo en la estación, el joven se apeó con su maleta. Ningún otro pasajero se bajó allí. El tren partió inmediatamente después de que se hubiera bajado.

En la estación no había empleados. Debía ser una estación poco transitada. El joven atravesó el puente de piedra y caminó hasta el pueblo. Estaba completamente en silencio. No se veía a nadie. Todos los comercios tenían las persianas bajadas y en el ayuntamiento no había ni un alma. En la recepción del único hotel del pueblo tampoco había nadie. Llamó al timbre, pero nadie acudió. Parecía un pueblo deshabitado. A lo mejor todos estaban echando la siesta. Pero todavía eran las diez y media de la mañana. Demasiado temprano para echar una siesta. O quizá, por algún motivo, la gente había abandonado el pueblo y se había marchado. En cualquier caso, hasta la mañana siguiente no llegaría el próximo tren, así que no le quedaba más remedio que pasar allí la noche. Para matar el tiempo, se paseó por el pueblo sin rumbo fijo.

Pero en realidad aquél era el pueblo de los gatos. Cuando el sol se ponía, numerosos gatos atravesaban el puente de piedra y acudían a la ciudad. Gatos de diferentes tamaños y diferentes especies. Aunque más grandes que un gato normal, seguían siendo gatos. Sorprendido al ver aquello, el joven subió deprisa al campanario que había en medio del pueblo y se escondió. Como si fuera algo rutinario, los gatos abrieron las persianas de las tiendas, o se sentaron delante de los escritorios del ayuntamiento, y cada uno empezó su trabajo. Al cabo de un rato, un grupo aún más numeroso de gatos atravesó el puente y fue a la ciudad. Unos entraban en los comercios y hacían la compra, iban al ayuntamiento y despachaban papeleo burocrático o comían en el restaurante del hotel. Otros bebían cerveza en las tabernas y cantaban alegres canciones gatunas. Unos tocaban el acordeón y otros bailaban al compás. Al poseer visión nocturna, apenas necesitaban luz, pero gracias a que aquella noche la luna llena iluminaba hasta el último rincón del pueblo, el joven pudo observarlo todo desde lo alto del campanario. Cerca del amanecer, los gatos cerraron las tiendas, ultimaron sus respectivos trabajos y ocupaciones y fueron regresando a su lugar de origen atravesando el puente.

Al amanecer los gatos ya se habían ido y el pueblo se había quedado desierto de nuevo, entonces el joven bajó, se metió en una cama del hotel y durmió todo cuanto quiso. Cuando le entró el hambre, se comió el pan y el pescado que habían sobrado en la cocina del hotel. Luego, cuando a su alrededor todo empezó a oscurecer, volvió a esconderse en lo alto del campanario y observó hasta el albor el comportamiento de los gatos. El tren paraba en la estación antes del mediodía y antes del atardecer. Si se subía en el de la mañana, podría continuar su viaje, y si se subía en el de la tarde, podría regresar al lugar del que procedía. Ningún pasajero se apeaba ni nadie cogía el tren en aquella estación. Y sin embargo el ferrocarril siempre se detenía cumplidamente y partía un minuto después. Por lo tanto, si así lo deseara, podría subirse al tren y abandonar el pueblo de los gatos en cualquier momento. Pero no quiso. Era joven, sentía una profunda curiosidad y estaba lleno de ambición y de ganas de vivir aventuras. Deseaba seguir observando aquel enigmático pueblo de los gatos. Quería saber, si era posible, desde cuándo habían ocupado los gatos aquel pueblo, cómo funcionaba el pueblo y qué demonios hacían ahí aquellos animales. Nadie más, aparte de él, debía haber sido testigo de aquel misterioso espectáculo.

A la tercera noche, se armó cierto revuelo en la plaza que había bajo el campanario. «¿Qué es eso ¿No os huele a humano?», soltó uno de los gatos. «Pues ahora que lo dices, últimamente tengo la impresión de que huele raro», asintió olfateando uno de ellos. «La verdad es que yo también lo he notado», añadió otro. «¡Qué raro! Porque no creo que haya venido ningún ser humano», comentó otro de los gatos. «Si, tienes razón. No es posible que un ser humano haya entrado en el pueblo de los gatos». «Pero no cabe duda de que huele a uno de ellos.»

Los gatos formaron varios grupos e inspeccionaron hasta el último rincón del pueblo, como una patrulla vecinal. Cuando se lo toman en serio, los gatos tienen un olfato excelente. No tardaron mucho en darse cuenta de que el olor procedía de lo alto del campanario. El joven oía cómo sus blandas patas subían ágilmente por las escaleras del campanario. «¡Esto es el fin!», pensó. Los gatos parecían muy excitados y enfadados por el olor a humano. Tenían las uñas grandes y aguzadas y los dientes blancos y afilados. Además, aquel era un pueblo en el que los seres humanos no debían adentrarse. No sabía qué suerte le esperaría cuando lo encontraran, pero no creía que fueran a permitirle irse de allí habiendo descubierto el secreto.

Tres de los gatos subieron hasta el campanario y se pusieron a olfatear. «¡Qué extraño!», dijo uno sacudiendo sus largos bigotes. «Aunque huele a humano, no hay nadie». «¡Sí que es raro», comentó otro. «En todo caso, aquí no hay nadie. Busquemos en otra parte».«¡Esto es de locos!». Movieron extrañados la cabeza y se fueron. Los gatos bajaron las escaleras sin hacer ruido y se esfumaron en medio de la oscuridad nocturna. El joven soltó un suspiro de alivio; a él también le parecía de locos. Los gatos y él habían estado literalmente a un palmo de distancia en un lugar angosto. No habría podido escapárseles. Y sin embargo, parecían no haberlo visto. El joven examinó sus manos. «Las estoy viendo. No me he vuelto invisible. ¡Qué raro! En cualquier caso, por la mañana iré hasta la estación y me marcharé de este pueblo en el primer tren. Quedarme aquí es demasiado peligroso. La suerte no puede durar siempre».

Pero al día siguiente, el tren de la mañana no se detuvo en la estación. Pasó delante de sus ojos sin disminuir siquiera la velocidad. Lo mismo ocurrió con el tren de la tarde. Se veía al conductor en su asiento y los rostros de los pasajeros al lado de las ventanillas. Pero el tren no dio señales de que fuera a pararse. Era como si la silueta del joven que esperaba el tren no se reflejara en los ojos de la gente. O como si fuera la estación la que no se reflejara. Cuando el tren de la tarde desapareció a lo lejos, a su alrededor se hizo un silencio absoluto, como nunca antes había sentido. Entonces, el sol empezó a ponerse. «Va siendo hora de que los gatos aparezcan.» El joven supo que se había perdido. «Este no es el pueblo de los gatos», se dio cuenta al fin. Aquel era el lugar en el que debía perderse. Un lugar ajeno a este mundo que habían dispuesto para él. Y el tren jamás volvería a detenerse en aquella estación para llevarlo a su mundo de origen.

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