28 feb 2013

Cordero asado

Roald Dahl



La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.

Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo. 

De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.

Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura. 

Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara. 

—¡Hola, querido! —dijo ella. 

—¡Hola! —contestó él. 

Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco. 

—¿Cansado, querido? 

—Sí —respondió él—, estoy cansado. 

Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar. 

Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso. 

—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose. 

—Siéntate —dijo él secamente. 

Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino. 

—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky. 

—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella. 

El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal. 

—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves. 

—No —dijo él. 

—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla. 

Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto. 

—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas. 

—No quiero —dijo él. 

Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos. 

—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera. 

—No me apetece —dijo él. 

—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece. 

Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara. 

—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada. 

—Vamos —dijo él—, siéntate. 

Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos. 

—Tengo algo que decirte. 

—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa? 

El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad. 

—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado. 

Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra. 

—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera. 

Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido. 

—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada. 

Esta vez él no contestó. 

Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo. 

Era una pierna de cordero. 

Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella. 

Se detuvo. 

—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.

En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra. 

La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento. 

Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle. 

«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.» 

Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían? 

Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse. 

Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar. 

—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también. 

—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes. 

Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín. 

Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles. 

—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador. 

—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está? 

—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes. 

El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes. 

—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa. 

—¿Quiere carne, señora Maloney? 

—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero. 

—¡Oh! 

—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien? 

—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho? 

—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas. 

—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego? 

—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam? 

El hombre echó una mirada a la tienda. 

—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick. 

—Magnífico —dijo ella—, le encanta. 

Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo: 

—Gracias, Sam. Buenas noches. 

Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido. 

«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.» 

Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo. 

—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella. 

Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir. 

Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó: 

—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto! 

—¿Quién habla? 

—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney. 

—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto? 

—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto. 

—Iremos en seguida —dijo el hombre. 

El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil. 

—¿Está muerto? —preguntó ella. 

—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido? 

Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono. 

Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad. 

Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo. 

—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives. 
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.

«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...» 

Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría. 

—No— dijo ella.

No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida. 

—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco?— preguntó Jack Nooan. 

—No —dijo ella. 

Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.

La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte. 

—Es la vieja historia— dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal. 

Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado. 

—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal? 

—No tenemos jarrones de metal— dijo ella. 

—¿Y un atizador? 

—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje. 

La búsqueda continuó. 

Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados. 

—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida? 

—Sí, claro. ¿Quiere whisky? 

—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor—. Le tendió el vaso. 

—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo. 

—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando. 

Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras. 

El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo: 

—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro? 

—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad! 

—¿Quiere que vaya a apagarlo? 

—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias. 

Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos. 

—Jack Nooan —dijo. 

—¿Sí? 

—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros? 

—Si está en nuestras manos, señora Maloney... 

—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado. 

—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan. 

—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.

Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida. 

—¿Quieres más, Charlie? 

—No, será mejor que no lo acabemos. 

—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor. 

—Bueno, dame un poco más. 

—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick—decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas. 

—Por eso debería ser fácil de encontrar. 

—Eso es lo que a mí me parece. 

—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario—. Uno de ellos eructó: 

—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa. 

—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?

En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.

22 feb 2013

El huésped

Amparo Dávila



Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.

Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.

No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.

Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues...” No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.

No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.

Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habita­ción. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.

Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.

La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las buganvilias.

En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.

Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día dur­miendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuando estaba preparando la comida, veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí... yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado.

Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.

Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está ya, Guadalupe!”, gritaba desesperada.

Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él...

Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.

Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían...

Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera... Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante... Salté de la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento... Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa. 

Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.

Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo... Gua­dalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.

Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.

Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. “Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así... te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.”

Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él... Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.

Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.

—Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.

—Tendremos que hacer algo y pronto —me contestó.

—¿Pero qué podemos hacer las dos solas? 

—Solas, es verdad, pero con un odio... 

Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.

La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.

No sé si él se enteró de que mi marido se había mar­chado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño dur­mieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.

Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia...

Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.

Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.

Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió mu­chos días sin aire, sin luz, sin alimento... Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba deses­perado, arañaba... Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos...! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así...! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas...

Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento... Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.

Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.

15 feb 2013

La perla

Yukio Mishima



El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.

Estas señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras edades en secreto" y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.

Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.

Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.

Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.

El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.

Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.

Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.

La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas de cumpleaños.

En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.

Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría que correspondía, comieron sus porciones.

Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado con anticipación en una confitería de bastante renombre y todas coincidieron en que su gusto era excelente.

La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, y con un dejo de ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la advirtieron.

-No es nada... Un segundo, por favor... -repuso a las cariñosas preguntas de sus amigas.

Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.

La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación era francamente deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de crear una situación tan desagradable por el extravío de una perla.

La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo:

-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte perdón.

Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la comió.

-Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!

En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre bromas y, en medio de la risa general, quedó totalmente olvidado.

Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto deportivo, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo:

-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.

Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más amistosa que fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo ningún concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la comida. Bastaba con que apareciera un cabello en su plato, para que, inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.

-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz débil mientras estudiaba el rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber hecho algo semejante!

-No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de color y ello fue suficiente para mí.

La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.

Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su inocencia, la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era, desde luego, poco probable que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio de la confusión general causada por la charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos esa posibilidad.

Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo recordar ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus labios. Después de todo, si había sido un acto subconsciente, sería difícil recordarlo.

La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la llevó hacia otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de uno, no cabe duda de que -quizás un poco disminuido su brillo por los jugos gástricos- en uno o dos días es fácil recuperarla.

Y junto a este pensamiento, las intenciones de la señora Azuma se volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azuma había vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y, por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que cargaba con la culpa del asunto para proteger a una amiga.

Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la misma dirección, retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el coche, la señora Matsumura abrió la cartera para retocar su maquillaje, recordando que no lo había hecho durante toda la reunión.

Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.

La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuencias tan poco agradables para ella.

Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no pareció darse cuenta del súbito sobresalto de su acompañante.

Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla -o sea, un objeto que no era ni demasiado barato ni demasiado caro- contribuía a hacer su posición más ambigua.

Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se enterara del imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en especial cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la señora Azuma.

La señora Matsumura decidió que le era imposible permanecer ni un minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a un familiar, pidió al conductor que se detuviera en medio de un tranquilo suburbio residencial.

Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se sorprendió un poco por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.

En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había sido la primera en recibir su parte de torta. Había agregado a su plato una bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era una perla. En el mismo momento de descubrirlo, concibió un plan malicioso.

Mientras las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la perla dentro del bolso que aquella hipócrita e insufrible señora Matsumura había dejado sobre la silla vecina.

Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó a oscuras reflexiones acerca de su posición.

En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente necesario para descargo de su conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo todo de nuevo cuando las demás habían llegado a tales extremos para arreglar las cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor si, con tal proceder, hiciera recaer injustas sospechas sobre ella misma.

No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una insinuación acerca de esta posibilidad.

Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió el plan magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.

Aceleró el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor llevarla a un conocido negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una algo más grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta la casa de la señora Sasaki.

El plan de la señora Matsumura era entregar la perla recién comprada a la señora Sasaki, diciéndole que la había encontrado en el bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, después, intentaría hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de distinto tamaño no coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcertada, intentaría devolverla, cosa que no pensaba aceptar la señora Matsumura.

La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así para proteger a otra persona: "Sin duda la señora Matsumura ha visto robar la perla por una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo estar segura de que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?"

Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía escapar para siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera -mediante un pequeño desembolso- de los remordimientos de una conciencia intranquila.

Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora Kasuga seguía sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma. Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para probar realmente que no había comido la perla, era, pues, necesario que la perla apareciera de alguna manera.

En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la señora Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica quedaría firmemente demostrada.

Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para mostrar la perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e innombrable sospecha.

La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó apresuradamente su domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el coraje que confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos del mismo tamaño que las bolitas plateadas de la torta.

Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su casa, había descubierto entre los pliegues del moño de su faja la perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para acompañarla lo más pronto posible?

Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia era poco verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena amiga, accedió a él.

La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la señora Matsumura y, asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó, agradecida, exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que pensara.

Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra perla.

La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita anterior, pero se contuvo a último momento y aceptó la segunda perla tan tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y, tan pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla en el anillo.

Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la señora Sasaki enmudeció.

En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron frente a la imposibilidad de saber lo que pensaba la otra, y aunque sus encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un largo silencio.

La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto, sabía a cienciacierta que no se había tragado la perla.

Había sido simplemente para eludir una situación embarazosa para todas que, en la fiesta, se había declarado culpable. En especial, la había guiado el deseo de aclarar la situación de una amiga que, por su inquietud, había transmitido cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla, presentía algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando una cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.

Por su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba sospechas de que la señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que su confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría imperdonable de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez había contribuido a la sensación de pánico que la había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No era entonces una maldad de parte de la señora Azuma, después de todo ello, negarse a confesar que había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como el más ridículo de los actores de segundo orden.

Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de casa de la señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la perla, la señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar, detalle por detalle, los acontecimientos del incidente.

Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de torta, de haber dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había empleado servilletas de papel, con lo que se descartaba la necesidad de abrir el bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haber abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, que la perla se hubiera introducido en un bolso cerrado?

En aquel momento comprendió la tontería de no haber tenido en cuenta ese simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar la perla. Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito pensamiento la dejó atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con absoluta premeditación, a fin de comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión, la única que podía haberlo hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.

Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la casa de la señora Yamamoto.

Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo inmediatamente lo que la había llevado hasta allí y preparó su defensa.

Desde el primer instante, el interrogatorio de la señora Matsumura fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no aceptaría evasivas.

-Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa -comenzó la señora Matsumura.

-¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme esto en cara, es porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es cierto? -la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.

La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al echarse las culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no tenía las agallas necesarias para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola incógnita: la señora Yamamoto.

Ésta guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a ella, la perla traída por la señora Matsumura brillaba suavemente. El té de Ceilán que había preparado tan cuidadosamente comenzaba a enfriarse.

-No pensaba que me odiaras tanto -la señora Yamamoto se enjugó las comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.

-Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir -continuó la señora Yamamoto-. No voy a mencionar nombres, pero una de las invitadas...

-¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la señora Azuma?

-Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una de las invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto! Aun cuando me hubiera sentidocapaz de prevenirte, no habría siquiera tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más palpitaciones. Y en el viaje en el taxi... ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto...

-Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás echando hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?

-¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos? Sólo quería evitar el herir a alguien...

-Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías haber mencionado todo esto en el taxi.

-Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido la franqueza de mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera. Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!

Por primera vez la señora Matsumura no supo qué contestar.

-¿Comprendes, entonces, lo que quise hacer? Lo importante era no herir a nadie.

La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa ira.

-Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mi presencia.

Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.

-Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a nadie fracasarán... -sollozó.

Para la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y, aunque se repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que, al no probarse nada concreto, quizás podría haber algo de verdad en las afirmaciones de la señora Yamamoto.

Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora Yamamoto como cierto, el rehusarse a revelar el nombre de la culpable traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma manera, tampoco se podía asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida señora Kasuga no pudiera sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo modo, el indudable rechazo existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se miraran las cosas, ser considerado como un atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.

-Tenemos naturalezas diferentes -continuó la señora Yamamoto entre lágrimas- y no puedo negar que hay en ti ciertas cosas que no me gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que puedas sospechar que necesito valerme de una artimaña tan baja contra ti... No obstante, pensándolo mejor, el someterme a tus acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que he sentido hasta ahora en todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y nadie más se sentirá herido.

Una vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.

Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a reflexionar sobre lo impulsivo de su propio comportamiento. Al dejarse cegar por su antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la serenidad indispensable para manejar su castigo.

Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora Yamamoto alzó la cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su rostro se hizo visible aun para su visitante.

Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa contra el respaldo de la silla.

-Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando desaparezca, todo permanecerá como antes.

Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió su hermosa cabellera y clavó una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba frente a ella y, con gran determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el meñique elegantemente estirado, se tragó la perla con un sorbo de té de Ceilán frío.

La señora Matsumura la observaba con espantada fascinación. Todo había sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera vez que veía a alguien tragarse una perla. Además, en la conducta de la señora Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede embargar a quienes ingieren un veneno.

Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un incidente conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como a una santa.

Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de lágrimas y tomó la mano de la señora Yamamoto.

-Te ruego que me perdones -dijo-, me he equivocado.

Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y juraron ser, desde aquel momento, las mejores amigas.

Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y se limitó a pensar que todo era posible en este mundo.

Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la señora Sasaki pidió a un joyero que remodelara su anillo en un formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas, una grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores incidentes.

Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel cumpleaños, y cuando alguien se interesaba por su edad, contestaba con las eternas mentiras de siempre.

7 feb 2013

El embriagado

Shirley Jackson



Estaba lo bastane alegre y conocía la casa lo suficiente como para dirigirse a la cocina por sí solo, aparentemente para buscar hielo pero, en realidad, para despejarse un poco, pues no era tan íntimo de la familia como para perder el conocimiento en el sofá del salón. Dejó atrás la fiesta sin lamentarse de ello, mientras el grupo en torno del piano entonaba Stardust y la anfitriona charlaba animadamente con un joven de gafas finas y pulcras y expresión hosca. Atravesó con cautela el salón donde un grupito de cuatro o cinco personas sentadas en las sillas rígidas discutía concienzudamente sobre algún tema. Las puertas de la cocina batieron con brusquedad al empujarlas y el hombre tomó asiento junto a una mesa blanca esmaltada, limpia y fría al contacto de su mano. Dejó el vaso en un buen lugar del dibujo verde y, al alzar la vista, descubrió a una jovencita que le observaba especulativamente desde el otro lado de la mesa.

-Hola -dijo-. ¿Tú eres la hija?

-Soy Eileen -respondió ella-. Sí.

La muchacha le pareció fofa y mal formada; son las ropas que llevan hoy las jóvenes, se dijo nebulosamente. Llevaba el cabello en dos trenzas que le caían a ambos lados del rostro, tenía un aspecto joven y fresco y no estaba vestida de fiesta. Llevaba un suéter púrpura y su cabello era oscuro.

-Tu voz suena agradable y sobria -comentó, dándose cuenta de que era algo que no debía decirse a una chiquilla.

-Estaba tomando una taza de café -dijo ella-. ¿Le apetece una?

El hombre estuvo a punto de echarse a reír, pues advirtió que la joven esperaba estar actuando con inteligencia y habilidad ante un grosero borracho.

-Creo que sí, gracias -respondió. Hizo un esfuerzo por fijar la vista; el café estaba caliente y, cuando ella le puso delante una taza, diciendo: «Supongo que lo querrá solo», él colocó la cara sobre el vapor y dejó que éste le entrara en los ojos con la esperanza de que le ayudara a aclarar la cabeza.

-Parece una fiesta estupenda -dijo la muchacha sin añoranza-. Por lo que se oye, todo el mundo debe de estar pasándolo en grande.

-Es una fiesta estupenda. -Empezó a tomar el café, hirviente, con deseos de decirle a la joven que le había ayudado. Fijó la vista en ella y sonrió.- Me siento mejor -declaró-, gracias a ti.

-En la otra sala debe de hacer mucho calor -respondió ella en tono sedante.

Esta vez, el hombre se rió abiertamente y ella frunció el ceño, pero él advirtió que la muchacha le disculpaba y añadía:

-Arriba hacía tanto calor que se me ha ocurrido bajar a sentarme un rato.

-¿Estabas durmiendo? ¿Te hemos despertado?

-Estaba haciendo los deberes -respondió ella.

El volvió a mirarla, imaginándola sobre un fondo de redacciones y cuidadas caligrafías, de libros de texto deteriorados y risas entre los pupitres.

-¿Vas al instituto?

-Estoy en el último de primaria. -Pareció esperar que él dijera algo y luego añadió:- Perdí un curso cuando tuve la pulmonía.

Al hombre le costó encontrar algo que decir (¿preguntarle por los chicos?, ¿hablar de baloncesto?), de modo que fingió prestar atención a los ruidos lejanos procedentes de la parte delantera de la casa.

-Es una fiesta estupenda -repitió vagamente.

-Supongo que le gustan las fiestas -apuntó ella.

Sin habla, él se quedó mirando su taza de café vacía. Sí, suponía que le gustaban las fiestas; el tono de voz de la muchacha había sido de leve sorpresa, como si después de aquello sólo esperara de él que se declarara partidario del circo romano con gladiadores enfrentados a fieras salvajes, o comprensivo con el solitario baile en círculo de un loco en un jardín. "Casi te doblo la edad", se dijo el hombre, "pero no hace tanto tiempo que yo también hacía mis deberes en casa".

-¿Juegas al baloncesto? -inquirió.

-No -fue la respuesta.

El hombre recordó con irritación que ella estaba en la cocina antes de que él entrara, que vivía en la casa y que él estaba obligado a darle conversación.

-¿Qué deberes estabas haciendo? -preguntó.

-Una redacción sobre el futuro del mundo -dijo ella, y sonrió-. Suena estúpido, ¿verdad? A mí me parece una estupidez.

-La gente de la fiesta hablaba de eso mismo. Esa es una de las razones de que me haya refugiado aquí.

Advirtió que ella pensaba que no era en absoluto ya una de las razones de que se hubiera refugiado allí y se apresuró a añadir:- ¿Y qué escribes sobre el futuro del mundo?

-En realidad no creo que tenga mucho futuro -dijo ella-. Al menos, tal como están las cosas hoy día.

-Es una época interesante de vivir -replicó él, como si todavía estuviera en la fiesta.

-Bien, al fin y al cabo, no es como si no lo supiéramos por adelantado.

Él la miró un momento. La muchacha se miraba con aire ausente la puntera de su bota de cuero y movía el pie con suavidad adelante y atrás, siguiéndolo con la vista.

-Realmente, es una época espantosa si una chica de dieciséis años tiene que pensar en cosas así.

En mi época, pensó en añadir irónicamente, las chicas no pensaban en otra cosa que en cócteles y besuqueos.

-Tengo diecisiete años. -La muchacha alzó la vista y le sonrió otra vez.- Hay una diferencia terrible.

-En mi época -dijo él con exagerado énfasis-, las chicas no pensaban en otra cosa que en cócteles y besuqueos.

-Ahí está en parte el problema -respondió ella con seriedad-. Si la gente se hubiera asustado de verdad, sinceramente, cuando ustedes eran jóvenes, hoy no estarían tan mal las cosas.

Su tono de voz resultó más punzante de lo que pretendía («¡En mi época!») y le dio parcialmente la espalda a la muchacha, como para indicar el escaso interés de un adulto que se muestra condescendiente con un niño:

-Supongo que creíamos estar asustados. Supongo que todos los chicos y chicas de dieciséis... de diecisiete años creen que están asustados. Forma parte de una época que es preciso pasar, como la de volverse loca por los chicos.

-Siempre me pregunto cómo será. -la chica habló con voz muy clara, muy suave, mirando a un punto de la pared detrás de él.- No sé por qué, creo que las iglesias caerán primero, antes incluso que el Empire State Building. Y luego todas las grandes casas de apartamentos junto al río, deslizándose lentamente hacia el agua con sus inquilinos en el interior. Y las escuelas, tal vez en mitad de la clase de latín, mientras estemos leyendo a César. -bajó los ojos hasta el rostro del hombre, contemplándole con aturdida excitación.- Cada vez que empezamos un capítulo de César, me pregunto si será ése el que nunca llegaremos a terminar. Puede que nosotros, en nuestra clase de latín, seamos la última gente del mundo en leer a César.

-Eso sería estupendo -intervino él con aire pícaro-. Yo odiaba a César.

-Supongo que todo el mundo, cuando es joven, odia a César -replicó la muchacha con frialdad.

El hombre aguardó un minuto antes de decir:

-Creo que es un poco tonto por tu parte llenarte la cabeza con toda esa basura morbosa. Cómprate una revista de cine y cálmate.

-Podré conseguir todas las revistas de cine que quiera -insistió ella-. Los vagones del metro se saldrán de las vías, ¿sabe?, y todos los quioscos de revistas quedarán aplastados. Se podrá coger todas las barras de caramelo que una quiera, y las revistas, y los lápices de labios y las flores artificiales del almacén, y los vestidos de todas las grandes tiendas, arrojados en plena calle. Y los abrigos de pieles.

-Espero que queden abiertas de par en par las tiendas de licores -dijo él, empezando a impacientarse con la joven-. Si sucede lo que dices, entraré en una y me agenciaré una caja de coñac y nunca volveré a preocuparme de nada.

-Los edificios de oficinas serán simples montones de ladrillos rotos -continué ella, con sus ojos enérgicos fijos aún en él-. Si hubiera un modo de saber con exactitud en qué momento sucederá...

-Entiendo -dijo él-. Estoy de acuerdo con el resto. Entiendo.

-Después, las cosas serán distintas -continuó ella-. Todo lo que hace que el mundo sea como es ahora desaparecerá. Tendremos nuevas normas y nuevos modos de vida. Tal vez exista una ley para que no vivamos en casas, de modo que nadie pueda esconderse de los demás, ¿sabe?

-Tal vez exista una ley para evitar que todas las escolares de diecisiete años aprendan a tener sentido común -replicó el hombre, poniéndose en pie.

-No habrá escuelas -afirmó ella de plano-. Nadie aprenderá nada. Para evitar volver al punto en que estamos ahora.

-Vaya -dijo él con una risita-, haces que suene muy interesante. Lástima que no esté allí para verlo. -Se detuvo, con el hombro apoyado en la puerta batiente que daba al comedor. Sentía terribles deseos de decir algo adulto y mordaz pero, al mismo tiempo, tenía miedo de demostrar a la joven que le había prestado atención, que cuando era joven la gente no decía aquellas cosas.- Si tienes problemas con el latín -dijo por último-, te echaré una mano con gusto.

Ella lanzó una sonrisa que le desconcertó.

-Aún hago mis deberes para la escuela cada noche -declaró.

De vuelta en el salón, los invitados deambularon achispados a su alrededor. El grupo junto al piano cantaba ahora Home on the Range y la anfitriona charlaba animadamente con un hombre alto y elegante, vestido con un traje azul.

Encontró al padre de la muchacha y le dijo:

-Acabo de mantener una conversación muy interesante con su hija.

La mirada del anfitrión recorrió rápidamente la estancia.

-¿Con Eileen? ¿Dónde está?

-En la cocina. Está con su latín.

-«Gallia est omnia divisa in partes tres...» -citó el anfitrión, sin entonación-. Ya sé.

-Una chica realmente extraordinaria.

El anfitrión movió la cabeza, apenado.

-Los jóvenes de hoy... -murmuró.

2 feb 2013

Horas penosas

Thomas Mann



Se levantó del escritorio, un mueble pequeño y frágil; se levantó como un desesperado y se dirigió con la cabeza colgante al ángulo opuesto de la habitación, donde estaba la estufa, alta y alargada como una columna. Puso las manos en los azulejos, pero se habían enfriado casi del todo, pues era ya muy pasada la medianoche, por lo que se arrimó de espaldas a la estufa, buscando un bienestar que no encontró; recogió los faldones de su bata, de cuyas solapas sobresalía colgando una descolorida pechera de encaje, y resopló con todas sus fuerzas por la nariz, para proporcionarse un poco de aire, pues, como de costumbre, estaba acatarrado.

Era un catarro realmente singular y fatídico, que casi nunca lo abandonaba totalmente. Tenía los párpados inflamados y los bordes de las narices completamente escocidos, y en su cabeza y en todo su cuerpo este catarro le producía el efecto de una borrachera pesada y dolorosa. ¿O era que la culpa de toda esta laxitud y pesadez la tenía la enojosa permanencia en la habitación que el médico había vuelto a imponerle, hacía unas semanas? Sólo Dios sabe si hizo bien en mandárselo. El catarro crónico y los calambres de pecho y abdomen podían tal vez hacerlo necesario. Además, en Jena reinaba un tiempo muy malo desde hacía varias semanas -sí, esto era cierto-, un tiempo miserable y abominable, que atacaba los nervios, un tiempo cruel, caliginoso y frío; y el viento de diciembre bramaba por el tubo de la estufa resonando como un eco del desierto nocturno en la tormenta, extravío y aflicción desesperada del alma. Sí, todo esto era cierto. Pero no era bueno este angosto cautiverio; no era bueno para las ideas ni para el ritmo de la sangre, del que manaban las ideas...

Aquella habitación hexagonal, desnuda, sobria e incómoda, con su techo blanqueado, bajo el que flotaba el humo del tabaco, con sus paredes empapeladas de cuadriláteros en diagonal, de las que colgaban siluetas encuadradas en marcos ovalados, y sus cuatro o cinco muebles de patas delgadas, estaba iluminada por la luz de dos velas, que ardían en el escritorio, a la cabecera del manuscrito. Cortinas rojas colgaban por encima del bastidor superior de la ventana; no eran más que trapos, retazos de indiana aprovechados y combinados simétricamente; pero eran rojos, de un rojo cálido y sonoro, y a él le gustaban y quería conservarlas siempre, porque aportaban un poco de lujuria y voluptuosidad en medio de la pobreza y austeridad absurdas de su habitación... Estaba junto a la estufa y miraba, con un parpadeo acelerado y dolorosamente forzado, hacia el otro lado de la habitación, la obra de la que había huido: este peso, este agobio, este tormento de la conciencia, este mar que había que apurar, esta misión terrible, que era su orgullo y su miseria, su cielo y su condenación. Esta obra se arrastraba, se paraba, se atascaba... ¡una y otra vez! El tiempo tenía la culpa, y su catarro y su fatiga. ¿O quizás era la obra la culpable? ¿O acaso el trabajo en sí, era una concepción desgraciada y destinada a la desesperación?

Se había levantado para poner un poco de distancia entre la obra y él, pues a menudo la lejanía física del manuscrito hacía que uno se formara una idea de conjunto, una nueva visión del asunto, y pudiera tomar nuevas providencias. Sí, había casos en que, si uno se apartaba del lugar de la lucha, el sentimiento de desahogo producía un efecto entusiasmador. Y era éste un entusiasmo más inocente que el que provocaba el licor o el café negro y cargado... La jícara estaba sobre la mesita. ¿Y si ella le ayudara a salvar este obstáculo? ¡No, no, nunca más! No era únicamente el médico; hubo otra persona, un hombre de prestigio, que le había disuadido también de la bebida por prudencia: era el otro, el de allí, de Weimar, al que él quería con una amistad nostálgica. Éste era sabio. Sabía vivir y crear; no se maltrataba a sí mismo; tenía mucha consideración con su propia persona...

En la casa reinaba el silencio. Sólo se oía al viento roncar allá abajo, en las callejuelas de la ciudadela, y la lluvia al repicar en las ventanas, impulsada por el viento. Todos dormían: el hostelero y los suyos, Lotte y los niños. Sólo él velaba junto a la estufa fría, mirando con angustiosos parpadeos la obra en que su insaciabilidad enfermiza no le permitía creer... Su cuello blanco sobresalía larguirucho de la camisa, y por entre el faldón de su bata aparecían sus piernas, torcidas hacia dentro. Su pelo rojizo estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente alta y delicada -formaba sobre las sienes dos entradas, cruzadas por venas incoloras- y cubría las orejas de delgados rizos. Junto al arranque de la nariz, gruesa y aguileña, que terminaba bruscamente en una punta blanquecina, se reunían unas cejas recias, más oscuras que el pelo de la cabeza, lo cual confería a la mirada de sus ojos hundidos e irritados una expresión trágica. Obligado a respirar por la boca, abría sus delgados labios, y sus mejillas, pecosas y descoloridas por el aire enrarecido, enflaquecían y se hundían...

¡No, era un fracaso, y todo era inútil! ¡El ejército! ¡El ejército hubiera tenido que ser expuesto en su obra! ¡El ejército era la base de todo! Puesto que no podía tenerlo a la vista, ¿se podía concebir un arte tan fantástico que lo impusiera a la imaginación? Y el héroe no era héroe, ¡era innoble y frío! La inspiración era falsa, la lengua era falsa, y no era más que un curso de historia árido, sin entusiasmo, prolijo y sobrio y perdido para el teatro.

Bien, se acabó. Una derrota. Una empresa malograda. Bancarrota. Quería explicárselo a Korner, al bueno de Korner, que creía en él, que tenía una confianza casi infantil en su genio. Se mofaría, suplicaría, pondría el grito en el cielo... su amigo le recordaría al Don Carlos, que había surgido también de dudas, fatigas y transformaciones, y que, al fin, tras toda clase de tormentos, como algo insigne a partir de entonces, demostró ser una obra gloriosa. Pero aquello fue distinto. Entonces era todavía el hombre capaz de agarrar una cosa con mano venturosa y forjarse la victoria. ¿Escrúpulos o luchas? ¡Oh, sí! Y había estado enfermo, mucho más enfermo que ahora, hambriento, prófugo. Desmembrado del mundo, oprimido y pobrísimo en lo humano. ¡Pero joven todavía, muy joven! Cada vez que se hallaba desfallecido, su espíritu se había sentido impulsado ágilmente hacia lo alto, y tras las horas de pesadumbre habían venido las de la fe y el triunfo interior. Pero éstas ya no habían vuelto, apenas si habían aparecido una vez más. Una noche de espíritu inflamado, en que uno se sentía envuelto de repente en una luz y llegaba a ser genialmente apasionado; cualquiera que fuese la noche, en que a uno le era dado disfrutar siempre de tal merced, una sola de estas noches tenía que ser pagada con una semana de tinieblas y entumecimiento. Era un hombre fatigado; aún no tenía treinta y siete años y ya estaba acabado. Ya no tenía aquella fe en el futuro, que había sido su estrella en la miseria. Así era, ésta era la verdad desesperada: los años de estrechez y nulidad, que él había tenido por años de sufrimiento y prueba, en realidad habían sido ricos y fructuosos; y ahora que gozaba de un poco de felicidad, que había salido de la piratería del espíritu y entrado en una justa legalidad y en la sociedad civil (tenía un cargo y una reputación, mujer e hijos) ahora estaba exhausto y acabado. Fracaso y descorazonamiento: era todo lo que le quedaba.

Gimió, apretó las manos ante los ojos y echó a andar por la habitación como un animal acosado. Lo que pensó en aquellos precisos instantes era tan terrible, que no pudo permanecer en el lugar donde le vino aquel pensamiento. Se sentó en una silla junto a la pared, dejó caer sus manos juntas entre las rodillas y miró tristemente los maderos del suelo.

La conciencia... ¡Qué gritos tan agudos profería su conciencia! Había faltado, había pecado contra sí mismo durante todos aquellos años, contra el delicado instrumento de su cuerpo. Los excesos de su ardor juvenil, las noches pasadas en vela, los días entre el aire viciado por el humo del tabaco, excesivamente preocupado del espíritu y despreocupado del cuerpo, las borracheras con las que se estimulaba para trabajar..., todo, todo esto tomaba ahora su desquite. Y puesto que todo se vengaba, quería él porfiar con los dioses, que inculpaban e infligían luego el castigo. Había vivido como había podido, no había tenido tiempo de ser juicioso, no había tenido tiempo de ser prudente. Aquí, en este lugar del pecho, cuando respiraba, tosía, bostezaba, este dolor siempre en el mismo punto, este pequeño aviso diabólico, punzante, perforador, que no enmudecía desde que, cinco años atrás, en Erfurt, cogió aquella fiebre catarral, aquella tuberculosis pulmonar abrasadora..., ¿qué quería decir? En realidad, sabía muy bien lo que significaba... indiferente a lo que el médico pudiese o quisiese decir. No había tenido tiempo para tratarse con prudencia y miramiento, para economizar moralidad e indulgencia. Lo que quería hacer, debía hacerlo inmediatamente, hoy mismo, con rapidez... ¿Moralidad? Pero, ¿cómo fue que precisamente el pecado, la entrega a lo nocivo y consuntivo le pareciera, en último término, más moral que cualquier sabiduría y fría continencia? ¡No, no era eso lo moral: el cultivo despreciable de la buena conciencia, sino la lucha y la necesidad, la pasión y el dolor!

Dolor... ¡Cómo ensanchaba su pecho esta palabra! Se desperezó, cruzó los brazos, y su mirada, bajo las cejas rojizas, muy juntas una de la otra, se animó con una hermosa lamentación. No se era todavía desdichado, no se era totalmente desdichado en tanto existía la posibilidad de dar un nombre orgulloso y noble a su desdicha. Una cosa faltaba: ¡el valor necesario para dar a su vida un nombre grande y hermoso! ¡No reducir la aflicción a aire viciado y a estreñimiento! ¡Ser lo suficiente sano como para ser patético..., para poder sobreponerse a lo corporal y no sentirlo! ¡Ser ingenuo sólo en eso, y sabio en todo lo demás! Creer, poder creer en el dolor... Pero él creía realmente en el dolor, tan intensamente, tan entrañablemente, que nada de lo que sucedía entre dolores podía ser, a consecuencia de esta fe, ni inútil ni malo... Su mirada vaciló por encima del manuscrito, y sus brazos se estrecharon con más fuerza sobre el pecho... El talento mismo, ¿no era dolor? Y si el talento que estaba allí, aquella obra fatal, le hacía sufrir, ¿no era, pues, que estaba en regla?, ¿no era ya casi una buena señal? El talento nunca había brotado todavía a borbotones, y hasta que no lo hiciera, no surgiría realmente su recelo. Sólo brotaba en ignorantes y aficionados, en los contentadizos e indoctos, que no vivían bajo el apremio y la continencia del talento. Pues el talento, señoras y señores que se sientan allá abajo en las plateas, el talento no es una cosa fácil, juguetona, no es un poder sin más ni más. En sus raíces es necesidad, un conocimiento crítico del ideal, una insaciabilidad, que no se labra su poder y no se acrecienta sin pasar por el martirio. Y para los más grandes, para los más insaciables, el talento es la disciplina más rigurosa. ¡Nada de lamentaciones! ¡Nada de vanaglorias! ¡Pensar humildemente, pacientemente, en todo lo que hay que sufrir! Y si ni un solo día de la semana, ni una sola hora del día estaba libre de sufrimiento.... ¿qué había que hacer? Menospreciar, desdeñar los agobios y los trabajos, las exigencias, las molestias, las fatigas... ¡esto era lo que hacía grande!

Se levantó, abrió la cajita y tomó rapé ávidamente; cruzó las manos a la espalda y se puso a andar por la habitación con unos pasos tan impetuosos, que las llamas de las velas oscilaron con la corriente de aire que levantó... ¡Grandeza! ¡Conquista secular e inmortalidad del nombre! ¡Qué vale toda la felicidad de lo eternamente desconocidos frente a este destino? ¡Ser conocido..., conocido y amado por todos los pueblos de la tierra! ¡Charlen de egoísmo, los que no saben de la dulzura de este sueño y de esta premura! Egoísta es todo lo extraordinario en tanto sufre. ¡Tal vez ustedes mismos lo ven, ustedes que no tienen ninguna misión, que les es tan fácil estar en el mundo! Y la ambición habla: ¿ha de existir en vano el sufrimiento? ¡Él debe hacerme grande...!

Las aletas de su nariz estaban distendidas, su mirada era amenazadora y vaga. Su diestra había caído violenta y pesadamente en el revés de la bata, mientras que la izquierda colgaba cerrada. En sus enjutas mejillas había aparecido un rubor pasajero, una llamarada, emergida de la brasa de su egoísmo de artista, de aquella pasión por su propio Yo, que ardía inextinguiblemente en las profundidades de su ser. Conocía bien la embriaguez secreta de esta pasión. A veces necesitaba sólo contemplar su mano para llenarse de una dulzura exaltada por su propia persona, a cuyo servicio resolviera poner todas las armas del talento y del arte que le habían sido dadas. Tenía derecho a ello, nada era innoble. Pues, más profundo que este egoísmo anidaba en la conciencia el saber que estaba consumiéndose e inmolándose enteramente, a pesar de todo, al servicio de algo sublime, sin beneficio, ¡qué duda cabe!, pero obligado por una necesidad. Y en esto radicaba su ansia de emulación: en que nadie llegara a ser más grande que él, en que nadie sufriera más intensamente que él por este ideal.

¡Nadie...! Seguía de pie, con la mano sobre los ojos y el cuerpo vuelto un poco hacia un lado, evasivo, huidizo. Pero en su corazón sentía ya el aguijón de este pensamiento inevitable, de este pensamiento hacia el otro, el luminoso, el beatífico, el sensual, el divinamente inconsciente, aquel de Weimar, al que quería con una amistad nostálgica... Y ahora de nuevo, como siempre, en profundo desasosiego, con premura y porfía, sentía nacer en sí la labor que seguía a estos pensamientos: afirmar y delimitar el propio ser y el propio arte frente a los del otro... ¿Era, entonces, él el más grande? ¿En qué? ¿Por qué? ¿Habría un sangriento "a pesar de todo" si él vencía? ¿Sería incluso su rendición una tragedia? Un dios, tal vez lo era..., un héroe, no. ¡Pero era más fácil ser un dios que un héroe...! Más fácil... ¡Para el otro era más fácil! Separar con mano sabia y afortunada el conocer y el crear: esto quería hacerlo serenamente, sin congoja, de modo pletóricamente fructuoso. Pero, si el crear era de dioses, el conocer era de héroes, ¡y era ambas cosas, dios y héroe, aquel que creaba conociendo!

La voluntad de lo difícil... ¿Podía tan sólo sospecharse cuánta continencia, cuánto vencimiento de sí mismo le costaba una sola frase, un simple pensamiento? Pues, en resumidas cuentas, era ignorante y poco ilustrado, un soñador abúlico y delirante. Era más difícil escribir una carta de Julio que componer la mejor de las escenas..., ¿y no era, también por esto, casi lo más sublime...? Desde el primer impulso rítmico de arte interior hacia sustancia, materia, posibilidad de efusión, hasta el pensamiento, la imagen, la palabra, la línea..., ¡qué lucha!, ¡qué calvario! Milagros de anhelo eran sus obras: anhelo de forma, figura, límite, corporeidad, anhelo de llegar más allá, al mundo diáfano del otro, que, directamente y con boca divina, llamaba por su nombre a las cosas, inundadas de sol.

Sin embargo, y a despecho de aquél, ¿dónde había un artista, un poeta igual que él? ¿Quién creaba, como él, de la nada, de su propio seno? ¿O había nacido en su alma una poesía que era como música, como arquetipo puro del ser, mucho antes de que tomara prestados del mundo de las apariencias el parecido y el ropaje? Historia, filosofía, pasión: medios y pretextos -nada más que eso- para algo que poco tenía que ver con ellos, que tenía su patria en profundidades arcanas. Palabras, ideas: sólo eran teclas que su arte creaba para hacer vibrar una melodía secreta... ¿Se sabía esto? La gente buena lo aplaudía por la fuerza de expresión con que él pulsaba esta o aquella cuerda. Y su palabra predilecta, su énfasis postrero, la gran campana con la que llamaba al alma a las fiestas más sublimes, seducía a muchos de ellos... Libertad... Probablemente, él entendía por libertad ni más ni menos lo mismo que ellos, cuando ellos se alborozaban. Libertad... ¿Qué significaba? ¿No sería un poco de dignidad como ciudadanos ante los tronos de los príncipes? ¿Pueden imaginarse todo lo que un espíritu se expone a decir con esta palabra? ¿Libertad de qué? ¿Libertad de qué, en último término? Tal vez, incluso de la felicidad, de la felicidad humana, esta cadena de seda, esta carga suave y dulce...

Felicidad... Sus labios temblaban. Era como si su mirada se volviera hacia dentro; y su rostro se hundió lentamente en las manos... Estaba en el dormitorio. De la lámpara manaba una luz azulina, y la cortina floreada ocultaba la ventana con sus quietos pliegues. Estaba de pie junto a la cama, se inclinó sobre la dulce cabeza que se reclinaba en la almohada... Un rizo negro se ensortijó en la mejilla, que brillaba con la palidez de las perlas, y aquellos labios infantiles se abrieron en un sueño ligero... ¡Mi mujer! ¡Querida! ¿Seguiste mi deseo y viniste a mí para ser mi felicidad? Eres tú, ¡calla! ¡Y duerme! ¡No abras ahora estas pestañas dulces, de sombras alargadas, para contemplarme tan grande y oscuro cual fui otras veces, cuando preguntabas y me buscabas! ¡Dios mío, Dios mío, cuánto te amo! Sólo a veces no puedo hallar mis sentimientos, porque a menudo estoy muy fatigado por el sufrimiento y la lucha con la tarea que mi propio Yo me impone. Y no puedo ser demasiado tuyo, no puedo ser enteramente feliz en ti, a causa de mi misión...

La besó, se separó del calor agradable de su somnolencia, miró en torno a sí y se alejó. La campana le anunció cuán entrada era ya la noche, pero era como si, a la vez, anunciara benévolamente el fin de una hora penosa. Respiró, sus labios se cerraron con firmeza; echó a andar y empuñó la pluma... ¡Nada de cavilaciones! ¡Era demasiado profundo para tener que andar con cavilaciones! ¡No bajar al caos, o por lo menos no detenerse en él! Antes bien, sacar del caos, que es la plenitud, a la luz del día todo lo que está dispuesto y maduro para adquirir forma. No cavilar: ¡trabajar! Separar, suprimir, configurar, acabar...

Y aquella obra de dolor se acabó. Tal vez no era buena, pero se acabó. Y cuando estuvo acabada, he aquí que entonces también fue buena. Y de su alma, cuajada de música y de idea, forcejearon por salir nuevas obras, creaciones sonoras y rutilantes cuya forma divina permitía vislumbrar la patria eterna, del mismo modo que en la concha marina silba el mar del que ha sido extraída.

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