24 mar 2013

La tortuga

Patricia Highsmith



Víctor oyó la puerta del ascensor, los rápidos pasos de su madre en el pasillo y cerró el libro de un golpe. Lo escondió debajo del almohadón del sofá y maldijo por lo bajo cuando oyó que el libro se resbalaba entre el sofá y la pared y caía al piso con un ruido sordo. La llave ya giraba en la cerradura.

-¡Vííííctor! -gritó su madre, agitando un brazo en el aire. Con el otro sostenía una bolsa grande de papel madera y de su mano colgaban una o dos bolsitas-. Fui adonde mi editor y al mercado y a la pescadería -le dijo-. ¿Por qué no estás jugando? ¡Es un día lindísimo!

-Salí -dijo él- un ratito. Me dio frío.

-¡Uf! -la madre descargó la bolsa del almacén en la pequeña cocina detrás del vestíbulo-. Debes de estar enfermito. ¡Tener frío en el mes de octubre! He visto a todos los niños jugando en la vereda. Hasta ese nene que te gusta, creo, ¿cómo se llama?

-No lo sé -dijo Víctor. De todos modos, su madre no estaba prestándole verdadera atención. Metió las manos en el bolsillo de sus pantalones cortos, que ya le ajustaban, y empezó a caminar sin rumbo por la sala, mirándose los zapatones gastados. Su madre podría haberle comprado zapatos que le quedaran bien por lo menos. A ella le gustaban ésos porque tenían las suelas más gruesas que jamás hubiera visto y la punta cuadrada, un poquito levantada, como botas de alpinista. Víctor se detuvo frente a la ventana y miró el edificio de enfrente, de color tostado. Vivía con su madre en el piso dieciocho, cerca de la azotea. El edificio al otro lado de la calle era aún más alto que el de ellos. A Víctor le gustaba más el departamento donde habían vivido en Riverside Drive. También le gustaba más la escuela de ahí. En la nueva se reían de la ropa que usaba. En la otra se había cansado de reírse de él.

-¿No quieres salir? -preguntó su madre, entrando en la sala mientras se secaba las manos con energía con una bolsa de papel. Se olió las manos-. ¡Puaj! ¡Qué olor horrible!

-No, mamá -dijo Víctor con paciencia.

-Hoy es sábado.

-Ya lo sé.

-¿Ya sabes los días de la semana?

-Por supuesto.

-¿A ver?

-No quiero decirlos. Los sé -los ojos se le pusieron vidriosos-. Hace años que los sé. Hasta nenes de cinco años saben los días de la semana.

Pero su madre no estaba escuchando. Estaba inclinada sobre el tablero de dibujo en un rincón de la habitación. Había estado trabajando hasta tarde la noche anterior. Víctor estuvo en su sofá cama en el rincón opuesto de la habitación sin poder dormirse hasta las 2, cuando ella fue a acostarse en el sofá cama.

-Ven acá, Víííctor. ¿Ves esto?

Víctor se acercó arrastrando los pies, con las manos aún en los bolsillos. No, ni siquiera había echado un vistazo al tablero esa mañana; no había querido.

-Este es Pedro, el burrito. Lo inventé anoche. ¿Qué te parece? Y éste es Miguel, el nene mexicano que lo monta. Andan y andan por todo México y Miguel piensa que están perdidos, pero Pedro sabe cómo volver a casa todo el tiempo y...

Víctor no escuchaba. Deliberadamente pensaba en otra cosa, acto que había aprendido al cabo de muchos años de práctica. Pero el aburrimiento y la frustración -sabía lo que quería decir la palabra frustración; había leído todo al respecto- le pesaban como una piedra sobre los hombros, sentía el odio y las lágrimas amontonadas en sus ojos, como un volcán a punto de estallar en su interior. Había tenido la esperanza de que su madre captara la alusión cuando le dijo que tenía frío en sus estúpidos pantaloncitos cortos. Había tenido la esperanza de que su madre recordara lo que le había contado días antes, que el chico que había querido jugar, que parecía tener su misma edad, once años, se había reído de sus pantalones cortos el lunes por la tarde. "¿Te hacen usar los pantalones de tu hermano o algo así?" Víctor se había alejado lleno de mortificación. ¿Qué habría pasado si el otro se hubiese enterado de que ni siquiera tenía un par de knickers y menos aún un par de pantalones largos, aunque fueran vaqueros? Su madre, por alguna razón disparatada, quería que pareciera como un francés y le hacía usar pantaloncitos cortos y medias tres cuartos y camisas tontas con cuellos redondos. Su madre quería que él siguiera teniendo seis años toda su vida. Le gustaba mostrarle sus dibujos a él. "Víctor es mi tabla de armonía -les decía a veces a sus amigos-. Le muestro mis dibujos y sé de inmediato si a los niños les gustarán o no." A veces Víctor simulaba que le gustaba algunos cuentos que en realidad no le gustaban o dibujos que sentía que le resultaban indiferentes, porque sentía lástima por su madre y porque ella se ponía de mejor humor si él le decía esas cosas. Ya estaba cansado de las ilustraciones de cuentos infantiles, si es que alguna vez le habían gustado -en realidad no podía acordarse- y ahora tenía dos preferidos: las ilustraciones de Howard Pyle en algunos de los libros de Robert Louis Stevenson y las de Cruikshan en los de Dickens. Víctor pensaba que era una desgracia para él que fuera la última persona a la que su madre pedía opinión, pues simplemente odiaba las ilustraciones infantiles. Y era un milagro que su madre no se diera cuenta de ello, porque hacía años y años que no había podido vender ninguna ilustración para libros; nada desde Wimple-Dimple. Un ejemplar de ese libro cuya sobrecubierta lucía agrietada y amarilla estaba ubicado en el estante central de la biblioteca en un espacio libre, para que todos pudieran verlo. Víctor tenía siete años cuando se publicó ese libro. Su madre siempre le contaba a la gente que él le había dicho lo que quería que ella dibujase, la había observado hacer cada dibujo, le había dado su opinión y, en fin, la había guiado totalmente. Víctor tenía sus serias dudas acerca de esto, primero porque el cuento era de otra persona y había sido escrito antes de que su madre hiciera los dibujos y, naturalmente, los dibujos debieron adaptarse a la historia. Desde entonces, su madre sólo había publicado unas pocas ilustraciones para revistas infantiles y preparado calabazas y gatos negros de papel para Halloween, la fiesta de las brujas, aunque siempre llevaba su carpeta de dibujos de editor en editor. Su padre les mandaba dinero. Era un rico hombre de negocios que vivía en Francia, un exportador de perfumes. Su madre decía que era muy rico y muy apuesto. Pero él se había vuelto a casar, nunca escribía y Víctor no tenía interés en él, ni siquiera le interesaba ver una foto de su padre. Su padre era un francés con algo de polaco y su madre era húngara francesa. La palabra húngara le hacía pensar a Víctor en gitanos, pero cuando una vez le preguntó a su madre, ella replicó enfáticamente que no tenía nada de sangre gitana. Se había mostrado muy molesta con Víctor por esa pregunta.

-¡Escucha! ¿Cuál te gusta más? "En todo México no había un burro más inteligente que Miguel, el burrito de Pedro." O si no: "Miguel, el burrito de Pedro, era el más inteligente de todo México."

-Creo... que prefiero la primera.

-¿Cómo era? -preguntó su madre, cubriendo con la palma de la mano la ilustración.

Víctor trató de recordar las palabras, pero se dio cuenta de que sólo estaba mirando las marcas de lápiz en el borde del tablero de dibujo. El dibujo colorido del centro no le interesaba en absoluto. No estaba pensando. Esa era una sensación frecuente y familiar en él; había algo emocionante e importante en el no pensar. Víctor sentía que algún día iba a encontrar algo que hablara sobre eso -quizá con otro nombre- en la biblioteca pública o en los libros de psicología que había en su casa y que él hojeaba cuando su madre no estaba.

-¡Víííctor! ¿Qué estás haciendo?

-Nada, mamá.

-Eso justamente. ¡Nada! ¿No puedes pensar siquiera?

Una ola caliente de vergüenza lo envolvió. Era como si su madre pudiera leerle los pensamientos, acerca del no pensar.

-¡Pero estoy pensando! -protestó-. Estoy pensando acerca del no pensar -su tono era desafiante. ¿Qué podía hacer ella en cuanto a eso, después de todo?

-¿Qué? -su madre inclinó la cabeza negra y enrulada y lo enfrentó con los ojos maquillados entrecerrados.

-El no pensar.

Su madre apoyó las manos llenas de anillos en las caderas.

-¿Sabes, Víííctor, que tienes unas ideas medio raras? Estás enfermo. Enfermo mentalmente. Y eres un retardado. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Que tienes la mentalidad de un nenito de cinco años -dijo con lentitud, acentuando las palabras-. Es mejor que pases las tardes de los sábados encerrado. Quién sabe, a lo mejor, si sales, puede pisarte un auto. Pero es por eso que te quiero, mi pequeñito Víííctor. -Le pasó el brazo sobre los hombros y lo atrajo hacia ella. Por un instante, la nariz de Víctor permaneció apretada contra su pecho grande y suave. Ella llevaba su vestido color piel, el que se transparentaba un poco a la altura del busto.

Víctor alejó la cabeza con brusquedad, confundido por las emociones. No sabía si deseaba reír o llorar.

Su madre reía alegremente, con la cabeza echada hacia atrás.

-¡Estás enfermo! ¡Mírate! Mi neniiito, con pantalonciiitos. ¡Ja, ja!

Entonces las lágrimas asomaron en los ojos de él, ¡y su madre se comportaba como si estuviera disfrutándolo! Víctor giró la cabeza para que ella no pudiera verle los ojos. Luego la miró repentinamente.

-¿Te crees que me gustan estos pantalones? A ti te gustan, no a mí, entonces, ¿por qué tienes que burlarte?

-Un neniiito que llora -continuó ella, riendo.

Víctor salió corriendo hacia el cuarto de baño, pero se desvió en el camino y se arrojó de cabeza en el sofá, con la cara contra los almohadones. Cerró los ojos con fuerza y abrió la boca, llorando pero sin llorar, de una manera que había aprendido con la práctica también. Con la boca abierta, la garganta cerrada, sin respirar por casi un minuto, podía en cierto modo sentir la satisfacción de llorar, hasta de gritar, sin que nadie se diera cuenta. Hundió la nariz, la boca abierta, los dientes en el almohadón rojo del sofá y, si bien siguió oyendo la voz de su madre, el tono burlón y la risa, imaginaba que esos sonidos se iban apagando y alejándose. Se imaginaba que estaba muriendo. Pero la muerte no era un escape; sólo un hecho concentrado y doloroso, el clímax de su no llorar. Luego, volvió a respirar y a oír la voz de su madre.

-¿Me oíste? ¿Me oíste? La señora Badzerkian vendrá a tomar el té. Quiero que te laves la cara y que te pongas una camisa limpia. Y también que le recites algún versito. ¿Qué verso vas a recitarle?

-Cuando me voy a la cama en el invierno -dijo Víctor. Ella le había hecho memorizar cada poema de El jardín de versos infantiles. Víctor dijo el primero que se le cruzó por la cabeza, pero eso le causó problemas porque ya lo había recitado en la última visita.

-¡Dije ése porque no podía pensar otro en el momento! -gritó Víctor.

-¡No me grites! -exclamó su madre, lanzándose hacia él. Víctor recibió una bofetada antes de que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo.

Quedó apoyado en un brazo del sofá, de espaldas, con las delgadas piernas de rodillas huesudas extendidas. "Está bien -pensó-, si así son las cosas, así son las cosas." La miró con odio. No iba a hacerle ver que la bofetada le había dolido, que aún le dolía. "Basta de lágrimas por hoy -juró-, basta de no llorar." Terminaría el día, soportaría el té como una piedra, como un soldado, sin pestañear siquiera. Su madre caminaba por el cuarto, toqueteándose los anillos sin cesar, mirándolo de vez en cuando, desviando la mirada rápidamente. La mirada de Víctor estaba fija en ella. Él no tenía miedo. Ella podía golpearlo otra vez, pero a él no iba a importarle.

Por fin ella anunció que se iría a lavar la cabeza y se escurrió al baño.

Víctor se levantó del sofá y vagó por el cuarto. Hubiera querido tener un cuarto propio para poder estar solo. El departamento de Riverside Drive tenía tres ambientes: la sala, su cuarto y el de su madre. Cuando ella estaba en la sala, él podía estar en su dormitorio o viceversa, pero luego decidieron derrumbar el viejo edificio de Riverside Drive. No era algo en lo que le gustaba pensar.

De pronto recordó dónde había caído el libro, empujó el sofá y lo alcanzó. Era La mente humana, por Menninger, un libro lleno de historias clínicas fascinantes. Víctor no lo devolvió al estante donde estaba, entre un libro de astrología y otro de cómo dibujar. A su madre no le gustaba que leyera libros de psicología, pero a Víctor le encantaban; sobre todo los que tenían historias clínicas. Los pacientes hacían lo que querían. Se comportaban con naturalidad. Nadie les daba órdenes. Víctor pasaba horas en la biblioteca del barrio, hojeando los libros de psicología. Estaban en la sección para adultos, pero al bibliotecario no le molestaba que se sentara allí porque se comportaba decentemente.

Víctor fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Mientras estaba de pie bebiendo, oyó un crujido en una de las bolsas de papel de su madre. Un ratón, pensó, pero cuando movió las bolsas no vio ningún ratón. El sonido provenía del interior de una de las bolsas. La abrió con cuidado y esperó que algo saltara. Miró el interior y vio una cajita de cartón blanco. La sacó con lentitud. El fondo estaba húmedo. Se abría como una caja de masitas. Al hacerlo, Víctor dio un salto de sorpresa. Se encontró con una tortuga, viva y volcada sobre su caparazón. Las patas se agitaban en el aire, el animal intentaba darse vuelta. Víctor se humedeció los labios y, frunciendo el ceño con concentración, tomó la tortuga por los borde del caparazón con las dos manos, le dio vuelta y la volvió a colocar con suavidad en la caja. La tortuga encogió las patas, estiró la cabeza un poco y lo miró con fijeza. Víctor sonrió. ¿Por qué su madre no le había dicho que tenía un regalo para él? Los ojos de Víctor brillaron, mientras pensaba en sacar la tortuga a pasear, quizá con una correa alrededor del cuello, para mostrársela al que se había reído de sus pantalones cortos. Quizá cambiara de parecer acerca de ser su amigo si descubría que él tenía una tortuga.

-¡Eh, mamá, mamá! -gritó Víctor, apoyado contra la puerta del baño-. ¿Me trajiste una tortuga?

-¿Una qué? -había cesado el ruido de la ducha.

-¡Una tortuga! ¡En la cocina! -Víctor saltaba mientras pronunció estas palabras. De pronto se detuvo.

Su madre había dudado, también. La ducha volvió a oírse. Su madre gritó con voz chillona.

-C'est une terrapène! Pour un ragoût! (¡Es una tortuga de agua! ¡Para un guiso!).

Víctor comprendió y sintió un pequeño escalofrío. Cuando su madre le hablaba en francés era porque estaba dándole una orden que debía obedecer sin réplicas. De modo que la tortuga iría a parar a un guiso. Víctor regresó a la cocina, con perpleja resignación. Para un guiso. Bueno, ya que a la tortuga no le quedaba mucha vida, ¿qué le gustaría comer? ¿Lechuga? ¿Panceta cruda? ¿Papa hervida? Víctor abrió la heladera.

Sostuvo un pedazo de lechuga cerca de la boca callosa de la tortuga. Ésta no abrió la boca, sólo miró. Víctor sostenía la lechuga cerca de los dos agujeritos nasales pero, aunque la tortuga la olió, no mostró ningún interés. Víctor miró debajo de la pileta y sacó un fuentón grande. Lo llenó con dos dedos de agua y con suavidad puso a la tortuga adentro. La tortuga braceó por unos segundos; luego, descubriendo que el vientre se apoyaba en el fondo, se detuvo y encogió las patas. Víctor se puso de rodillas y estudió la cara del animal. El labio superior se encimaba al inferior, dándole una expresión algo testaruda y de pocos amigos, pero los ojos eran brillantes y vivaces. Víctor sonrió cuando los miró con fijeza.

-Está bien, monsieur terrapène -dijo-, dime qué te gustaría comer y te lo conseguiremos. ¿Quizá quieras un poco de atún?

El día anterior habían cenado arroz con atún y había quedado un poco. Víctor tomó un pedacito con los dedos y se lo mostró a la tortuga. La tortuga no estaba interesada. Víctor miró a su alrededor, pensativo; luego, levantó el fuentón, lo llevó a la sala y lo colocó en el suelo de modo que el sol diera en el caparazón de la tortuga. "A todas las tortugas les gusta el sol", pensó Víctor. Se extendió en el piso a su lado, apoyado en un codo. La tortuga lo miró un momento, luego con mucha lentitud y con un aire de prudencia y cautela, estiró las patas y avanzó, se topó con el borde del fuentón y dobló a la derecha, con la mitad del cuerpo fuera del agua poco profunda. Quería salir. Víctor la tomó por el caparazón y dijo:

-Puedes salir y dar un paseíto.

Sonrió, mientras la tortuga comenzaba a andar rumbo al sofá. La agarró con facilidad, pues se movía lentamente. Cuando lo volvió a colocar en la alfombra, el animal permaneció inmóvil, como si se hubiera detenido un poco a pensar lo que iba a hacer después, adónde ir. Era de color verde amarronado. Víctor pensó en el fondo del río, y en los océanos. ¿De dónde venían las tortugas? Se puso de pie de un salto y fue a buscar un diccionario a la biblioteca. El diccionario tenía un dibujo de una tortuga, pero era apagado, en blanco y negro, no se parecía en nada al ejemplar vivo. No aprendió nada nuevo, salvo que el nombre era de origen algonquino, que la tortuga de agua vivía en agua dulce o salobre, y que era comestible. Pero él no pensaba comer ninguna terrapène esa noche. Ese ragoût sería todo para su madre, y aunque ella lo golpeara y le hiciera aprender dos o tres poemas más, él no comería tortuga esa noche.

Su madre salió del baño.

-¿Qué estás haciendo ahí?

Víctor guardó el diccionario en su lugar. Su madre había visto el fuentón.

-Estoy mirando la tortuga -dijo, y enseguida se dio cuenta de que la tortuga había desaparecido. Se puso en cuatro patas y miró debajo del sofá.

-No la pongas encima de los muebles. Deja marcas -dijo su madre. Estaba de pie en el vestíbulo, secándose el pelo enérgicamente con una toalla.

Víctor encontró la tortuga entre el cesto de basura y la pared. La volvió a colocar en el fuentón.

-¿Te cambiaste la camisa? -preguntó su madre.

Víctor se cambió la camisa y luego, siguiendo las órdenes de su madre, se sentó en el sofá con el libro El jardín de versos infantiles a aprender otro poema para la señora Badzerkian. Leía en voz apenas alta, para sí; luego las repetía, dos, cuatro y seis líneas juntas hasta que sabía toda la poesía. Se la recitó a la tortuga. Después preguntó a su madre si podía jugar con la tortuga en la bañera.

-¡No! ¿Para que te salpiques la camisa?

-Puedo ponerme la otra camisa.

-¡No! Ya son casi las 4. ¡Saca ese fuentón de la sala!

Víctor llevó el fuentón de regreso a la cocina. Su madre sacó la tortuga del fuentón sin temor y la volvió a poner en la caja de cartón blanco. Cerró la tapa y puso la caja en la heladera. Víctor se estremeció un poco cuando ella cerró la puerta de un golpe. Seguramente sería mucho frío para una tortuga ahí adentro. Pero pensó que el agua del río estaba fría de vez en cuando, también.

-Víííctor, corta el limón -dijo su madre. Estaba preparando una bandeja grande con tazas y platillos. El agua estaba hirviendo en la olla.

La señora Badzerkian fue puntual como siempre. Su madre sirvió el té tan pronto como se desembarazó del tapado y el libro de bolsillo de la visitante en la silla del vestíbulo. La señora Badzerkian olía a ajo. Tenía una boca recta y chica, y un fino bigote en el labio superior que causaba fascinación a Víctor, pues nunca antes había visto una mujer con bigote, nunca de tan cerca. Jamás había mencionado el bigote de la señora Badzerkian a su madre, sabiendo que ella lo consideraría una cosa fea, pero curiosamente era el bigote lo que más le gustaba de ella. El resto era aburrido, sin interés e inamistoso. Siempre pretendía escuchar con atención mientras él recitaba, pero él sentía que se movía inquieta, que pensaba en otras cosas mientras él hablaba y que se sentía aliviada cuando terminaba. Ese día, Víctor recitó muy bien y sin titubear, de pie en el medio de la sala y frente a las dos mujeres, que estaban tomando la segunda taza de té.

-Très bien -dijo su madre-. Ahora puedes comer una masita.

Víctor eligió una masita pequeña con un poco de dulce de naranja en el medio. Mantuvo las rodillas juntas cuando se sentó. Siempre tenía la sensación de que la señora Badzerkian le miraba las rodillas con disgusto. Muchas veces deseó que le hiciera algún comentario a su madre acerca de que él ya era lo suficientemente grande como para usar pantalones largos, pero nunca había dicho nada, o al menos él no lo había oído. Víctor se enteró por la conversación entre su madre y la señora Badzerkian de que los Lorentz irían a cenar al día siguiente. Probablemente el guiso era para ellos. Víctor se alegró de tener la tortuga un día más para poder jugar. A la mañana siguiente le preguntaría a su madre si podría llevar la tortuga a la vereda un ratito, con correa o dentro de la caja de cartón, si su madre insistía.

-...como un niiiño -decía su madre, riendo, echándole una mirada. La señora Badzerkian sonreía con astucia y la boquita apretada.

Víctor recibió permiso para retirarse y fue a sentarse en el sofá en el otro extremo del cuarto, con un libro. Su madre le estaba contando a la señora Badzerkian que él había estado jugando con la tortuga. Víctor frunció las cejas y miró el libro, simulando que no oía. A su madre no le gustaba que él les hablara a los invitados una vez que le había dado permiso para retirarse. Pero lo que estaba oyendo lo hizo enrojecer de furia. Se incorporó, marcando la hoja que estaba leyendo con el dedo.

-¡No veo qué tiene de infantil mirar a una tortuga! -dijo tartamudeando-. Son animales muy interesantes, son...

Su madre lo interrumpió con una carcajada, pero una vez que la carcajada se desvaneció, dijo con severidad:

-Víííctor, creí que te había dado permiso para retirarte. ¿Correcto?

Él dudó, viendo fugazmente la escena que tendría lugar cuando se fuera la señora Badzerkian.

-Sí, mamá. Perdóname -dijo. Luego se sentó y se concentró en su libro otra vez. Veinte minutos más tarde, la señora Badzerkian se despidió. Su madre lo regañó, pero no fue un regaño de cinco o diez minutos como se había imaginado. Como ella se había olvidado de la crema le pidió a Víctor que bajara a comprarla. Víctor se puso el saco de lana gris y salió. Ese saco lo avergonzaba por llamar la atención, pues le llegaba un poco más abajo que los pantalones cortos y parecía que no tenía nada debajo del saco.

Echó una mirada a su alrededor para ver si encontraba a Frank en la vereda, pero no lo vio. Cruzó la Tercera Avenida y entró en la rosticería del edificio grande que se veía desde la ventana de la sala. A su regreso, vio a Frank caminando por la vereda, haciendo rebotar una pelota. Víctor se dirigió directamente hacia él.

-¡Eh! -dijo Víctor-. Tengo una tortuga de agua en mi casa.

-¿Una qué? -Frank tomó la pelota y se detuvo.

-Una tortuga de agua. Te la mostraré mañana por la mañana, si estás por aquí. Es bastante grande.

-¿Sí? ¿Por qué no la traes ahora?

-Porque debo ir a cenar ahora -dijo Víctor. Entró en su edificio. Sintió que había logrado algo. Frank se había mostrado muy interesado. A Víctor le hubiera gustado poder bajar la tortuga en ese momento, pero su madre no quería que saliera de noche y ya estaba casi oscuro.

Cuando Víctor entró, su madre estaba en la cocina. Vio una cacerola con huevos y una gran olla con agua en la hornalla de atrás.

-¡La sacaste otra vez! -chilló Víctor, viendo la caja de la tortuga sobre la mesada.

-Sí, voy a preparar el guiso esta noche -dijo su madre-. Por eso es que necesitaba la crema. Queda muy rico así.

Víctor la miró.

-¿Vas... vas a matarla esta noche?

-Sí, querido. Esta noche. -Su madre movió la cacerola con los huevos.

-Mamá, ¿puedo llevarla abajo un minuto para mostrársela a Frank? -preguntó Víctor con rapidez-. Sólo un minuto, mamá. Frank está abajo ahora.

-¿Quién es Frank?

-Es el chico que me preguntaste hoy. El rubio que siempre vemos. Por favor, mamá.

Las cejas negras de su madre se fruncieron.

-¿Llevar la terrapène abajo? De ningún modo. No seas absurdo, mi bebé. ¡La terrapène no es un juguete!

Víctor trató de pensar en otra forma de persuadirla. Aún no se había sacado el abrigo.

-Tú querías que me hiciera amigo de Frank.

-Sí, ¿pero qué tiene eso que ver con la tortuga?

El agua en la olla grande comenzó a hervir.

-Verás, le prometí que... -Víctor observó que su madre sacaba la tortuga de la caja y, cuando la echó en el agua hirviendo, abrió la boca espantado-. ¡Mamá!

-¿Qué pasa? ¿Qué es ese alborto?

Boquiabierto, Víctor miró a la tortuga, cuyas patas se batían con desesperación contra las paredes de la olla. La tortuga abrió la boca y, por un instante, fijó la mirada en Víctor, arqueó la cabeza hacia atrás con infinito dolor, hundió la boca abierta en el agua hirviendo... y fue el fin. Víctor pestañeó. Estaba muerta. Se acercó más, vio cuatro patas y una cola y la cabeza extendida en el agua. Miró a su madre.

Ella se estaba secando las manos con una toalla. Lo miró y exclamó:

-Diablos. -Se olió las manos y colgó la toalla en su lugar.

-¿Tenías que matarla de ese modo?

-¿De qué otro? Así es como se mata a las tortugas y las langostas. ¿No lo sabes? No sienten nada.

Él la miró con fijeza. Cuando se acercó para acariciarlo, Víctor retrocedió. Pensó en la boca abierta de la tortuga y, de repente, se le llenaron los ojos de lágrimas. La tortuga lo había mirado y no había podido oírla por el ruido de las burbujas. La tortuga lo había mirado, le había pedido que la sacara de allí, pero él no se movió para ayudarla. Su madre lo había engañado, lo había hecho tan rápido que no pudo salvarla. Retrocedió nuevamente.

-¡No! ¡No me toques!

Su madre le dio una bofetada, con fuerza y rapidez.

Víctor se cubrió la mandíbula con la mano. Después dio media vuelta, se dirigió al ropero, se sacó el abrigo y lo colgó. Fue a la sala y se arrojó en el sofá. No estaba llorando, pero tenía la boca abierta contra el almohadón del sofá. Entonces recordó la boca de la tortuga y cerró los labios. La tortuga había sufrido. De no haberlo hecho, no hubiera movido las patas a tanta velocidad. Víctor empezó a llorar silenciosamente, como la tortuga, con la boca abierta. Se cubrió el rostro con las dos manos para no mojar el sofá. Después de un largo rato, se puso de pie. Su madre tarareaba en la cocina, y de cuando en cuando él oía sus pasos rápidos y decididos mientras trabajaba. Víctor apretó los dientes otra vez. Caminó con lentitud hasta la puerta de la cocina.

La tortuga estaba sobre la tabla de picar y su madre, luego de echarle un vistazo al niño, aún canturreando, tomó un cuchillo, apretó la hoja hacia abajo y le cortó las uñitas a la tortuga. Víctor entrecerró los ojos, pero siguió mirando con fijeza. Su madre separó las uñas de las patas del animal muerto y las dejó caer en la bolsa de residuos. Después hizo girar el cuerpo exánime y, con el mismo cuchillo puntiagudo y filoso, empezó a quitar el pálido caparazón que le cubría el estómago. El pescuezo de la tortuga estaba inclinado hacia un lado. Víctor quería apartar la mirada, pero no pudo. Enseguida aparecieron las vísceras de la tortuga, rojas, blancas y verdosas. Víctor no prestó atención a lo que decía su madre acerca de que había cocinado tortugas en Europa antes de que él naciera. Su voz era suave y tranquilizadora, y de ningún modo se relacionaba con lo que estaba haciendo.

-¡Bueno, no me mires así! -le gritó repentinamente, golpeando el piso con el pie-. ¿Qué te pasa? ¿Estás loco? Sí, creo que estás loco. Estás enfermo, ¿sabías eso?

Víctor no pudo probar bocado de la cena, aunque el guiso de tortuga se serviría a la noche siguiente, y su madre no pudo obligarlo a comer, aunque lo sacudió por los hombros y lo amenazó con darle otra bofetada. No dijo una palabra. Se sentía muy distante de su madre, incluso cuando ella le gritaba en las narices. Se sentía muy raro, como esas veces cuando tenía ganas de vomitar, pero en ese momento no tenía ganas de vomitar. Cuando llegó la hora de acostarse, tuvo miedo de la oscuridad. Veía la cara de la tortuga en todas partes, con la boca abierta y los ojos desorbitados en una mirada de dolor. Víctor hubiera querido salir por la ventana y flotar, irse adonde quisiera, desaparecer y al mismo tiempo estar en todas partes. Imaginó las manos de su madre atenaceando sus hombros, si lo veía intentando salir por la ventana. Odiaba a su madre.

Se levantó y fue en silencio a la cocina. La casa estaba completamente a oscuras, pero Víctor dirigió su mano con precisión a la hilera de cuchillas y tomó con suavidad la que buscaba. Pensó en la tortuga, convertida en pedacitos, mezclada en la salsa de crema y huevo y jerez en la cacerola dentro de la heladera.

El grito de su madre pareció desgarrarle los oídos. La segunda puñalada penetró en su cuerpo y le perforó la garganta otra vez. Sólo el cansancio lo hizo detenerse y, para entonces, oyó gente afuera que trataba de abrir la puerta. Víctor se dirigió a la puerta, corrió la cadena del pasador y abrió.

Lo llevaron a un edificio enorme, lleno de enfermeras y médicos. Víctor era muy callado y hacía todo lo que le pedían y contestaba las preguntas que le hacían, pero sólo eso. Como nadie preguntó nada de la tortuga, no mencionó el tema.

15 mar 2013

La última hoja

O. Henry



En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas “lugares”. Esos “lugares” forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un solo centavo!

Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una colonia.

Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un Delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio asociado.

Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los “lugares” más angostos y cubiertos de musgo.

El señor Neumonía no era lo que uno podría llamar un viejo caballeresco. Atacar a una mujercita, cuya sangre habían adelgazado los céfiros de California, no era juego limpio para aquel viejo tramposo de puños rojos y aliento corto. Pero, con todo, fulminó a Johnsy; y ahí yacía la muchacha, casi inmóvil en su cama de hierro pintado, mirando por la pequeña ventana holandesa del flanco sin pintar de la casa de ladrillos contigua.

Una mañana el atareado médico llevó a Sue al pasillo, y su rostro de hirsutas cejas se oscureció.

-Su amiga sólo tiene una probabilidad de salvarse sobre… digamos, sobre diez -declaró, mientras agitaba el termómetro para hacer bajar el mercurio-. Esa probabilidad es que quiera vivir. La costumbre que tienen algunos de tomar partido por la funeraria pone en ridículo a la farmacopea íntegra. Su amiguita ha decidido que no podrá curarse. ¿Tiene alguna preocupación?

-Quería… quería pintar algún día la bahía de Nápoles -dijo Sue.

-¿Pintar? ¡Pamplinas! ¿Piensa esa muchacha en algo que valga la pena pensarlo dos veces? ¿En un hombre, por ejemplo?

-¿Un hombre? -repitió Sue, con un tono nasal de arpa judía-. ¿Acaso un hombre vale la pena de…? Pero no, doctor… No hay tal cosa.

-Bueno -dijo el médico-. Entonces, será su debilidad. Haré todo lo que pueda la ciencia, hasta donde logren aplicarla mis esfuerzos. Pero cuando una paciente mía comienza a contar los coches de su cortejo fúnebre, le resto el cincuenta por ciento al poder curativo de los medicamentos. Si usted consigue que su amiga le pregunte cuáles son las nuevas modas de invierno en mangas de abrigos, tendrá, se lo garantizo, una probabilidad sobre cinco de sobrevivir en vez de una sobre diez.

Cuando el médico se fue, Sue entró al atelier y lloró hasta reducir a mera pulpa una servilleta. Luego penetró con aire afectado en el cuarto de Johnsy llevando su tablero de dibujo y silbando ragtime.

Su amiga estaba casi inmóvil, sin levantar la más leve onda en sus cobertores, con el rostro vuelto hacia la ventana. Sue la creyó dormida y dejó de silbar. Acomodó su tablero e inició un dibujo a pluma para ilustrar un cuento de una revista. Los pintores jóvenes deben allanarse el camino del Arte ilustrando los cuentos que los jóvenes escriben para las revistas, a fin de facilitarse el camino a la Literatura.

Mientras Sue bosquejaba unos elegantes pantalones de montar sobre la figura del protagonista del cuento, un vaquero de Idaho, oyó un leve rumor que se repitió varias veces. Se acercó rápidamente a la cabecera de la cama.

Los ojos de Johnsy estaban muy abiertos. Miraba la ventana y contaba… contaba al revés.

-Doce -dijo. Y poco después agregó-. Once -y luego-: diez… nueve… ocho… siete… -casi juntos.

Sue miró, solícita, por la ventana. ¿Qué se podía contar allí? Apenas se veía un patio desnudo y desolado y el lado sin pintar de la casa de ladrillos situada a siete metros de distancia. Una enredadera de hiedra vieja, muy vieja, nudosa, de raíces podridas, trepaba hasta la mitad de la pared. El frío soplo del otoño le había arrancado las hojas y sus escuálidas ramas se aferraban, casi peladas, a los desmoronados ladrillos.

-¿Qué sucede, querida? -preguntó Sue.

-Seis -dijo Johnsy, casi en un susurro-. Ahora están cayendo con más rapidez. Hace tres días había casi un centenar. Contarlas me hacía doler la cabeza. Pero ahora me resulta fácil. Ahí va otra. Ahora apenas quedan cinco.

-¿Cinco qué, querida? Díselo a tu Susie.

-Hojas. Sobre la enredadera de hiedra. Cuando caiga la última hoja también me iré yo. Lo sé desde hace tres días. ¿No te lo dijo el médico?

-¡Oh, nunca oí disparate semejante! -se quejó Sue, con soberbio desdén-. ¿Qué tienen que ver las hojas de una vieja enredadera con tu salud? ¡Y tú le tenías tanto cariño a esa planta, niña mala! ¡No seas tontita! Pero si el médico me dijo esta mañana que tus probabilidades de reponerte muy pronto eran -veamos, sus palabras exactas -… ¡de diez contra una! ¡Es una probabilidad casi tan sólida como la que tenemos en Nueva York cuando viajamos en tranvía o pasamos a pie junto a un edificio nuevo! Ahora, trata de tomar un poco de caldo y deja que Susie vuelva a su dibujo, para seducir al director de la revista y así comprar oporto para su niña enferma y unas costillas de cerdo para ella misma.

-No necesitas comprar más vino -dijo Johnsy, con los ojos fijos más allá de la ventana-. Ahí cae otra. No, no quiero caldo. Sólo quedan cuatro. Quiero ver cómo cae la última antes de anochecer. Entonces también yo me iré.

-Mi querida Johnsy -dijo Sue, inclinándose sobre ella-. ¿Me prometes cerrar los ojos y no mirar por la ventana hasta que yo haya concluido mi dibujo?

Tengo que entregar esos trabajos mañana. Necesito luz: de lo contrario, oscurecería demasiado los tintes.

-¿No podrías dibujar en el otro cuarto? – preguntó Johnsy, con frialdad.

-Prefiero estar a tu lado -dijo Sue-. Además, no quiero que sigas mirando esas estúpidas hojas de la enredadera.

-Apenas hayas terminado, dímelo -pidió Johnsy cerrando los ojos y tendiéndose, quieta y blanca, como una estatua caída-. Porque quiero ver caer la última hoja. Estoy cansada de esperar . Estoy cansada de pensar. Quiero abandonarlo todo, e irme navegando hacia abajo, como una de esas pobres hojas fatigadas.

-Procura dormir -dijo Sue-. Debo llamar a Behrman para que me sirva de modelo a fin de dibujar al viejo minero ermitaño. Volveré inmediatamente. No intentes moverte hasta que yo vuelva.

El viejo Behrman era un pintor que vivía en el piso bajo. Tenía más de sesenta años y la barba de un Moisés de Miguel Ángel, que bajaba, enroscándose, desde su cabeza de sátiro hasta su tronco de duende. Era un fracaso como pintor. Durante cuarenta años había esgrimido el pincel, sin haberse acercado siquiera lo suficiente al arte. Siempre se disponía a pintar su obra maestra, pero no la había iniciado todavía. Durante muchos años no había pintado nada, salvo, de vez en cuando, algún mamarracho comercial o publicitario. Ganaba unos dólares sirviendo de modelo a los pintores jóvenes de la colonia que no podían pagar un modelo profesional. Bebía ginebra inmoderadamente y seguía hablando de su futura obra maestra. Por lo demás, era un viejecito feroz, que se mofaba violentamente de la suavidad ajena, y se consideraba algo así como un guardián destinado a proteger a las dos jóvenes pintoras del piso de arriba.

En su guarida mal iluminada, Behrman olía marcadamente a nebrina. En un rincón había un lienzo en blanco colocado sobre un caballete, que esperaba desde hace veinticinco años el primer trazo de su obra maestra. Sue le contó la divagación de Johnsy y le confesó sus temores de que su amiga, liviana y frágil como una hoja, se desprendiera también de la tierra cuando se debilitara el leve vínculo que la unía a la vida.

El viejo Behrman, con los ojos enrojecidos y llorando a mares, expresó con sus gritos el desprecio y la risa que le inspiraban tan estúpidas fantasías.

-¡Was! -gritó-. ¿Hay en el mundo gente que cometa la estupidez de morirse porque hojas caen de una maldita enredadera? Nunca oí semejante cosa. No, yo no serviré de modelo para ese badulaque de ermitaño. ¿Cómo permite usted que se le ocurra a ella semejante imbecilidad? ¡Pobre señorita Johnsy!

-Está muy enferma y muy débil -dijo Sue-, y la fiebre la ha vuelto morbosa y le ha llenado la cabeza de extrañas fantasías. Está bien, señor Behrman. Si no quiere servirme de modelo, no lo haga. Pero debo decirle que usted me parece un horrible viejo… ¡un viejo charlatán!

-¡Se ve que usted es sólo una mujer! -aulló Behrman-. ¿Quién dijo que no le serviré de modelo? Vamos. Iré con usted. Desde hace media hora estoy tratando de decirle que le voy a servir de modelo. ¡Gott! Este no es un lugar adecuado para que esté en su cama de enferma una persona tan buena como la señorita Johnsy. Algún día, pintaré una obra maestra y todos nos iremos de aquí. ¡Gott!, ya lo creo que nos iremos.

Johnsy dormía cuando subieron. Sue bajó la persiana y le hizo señas a Behrman para pasar a la otra habitación. Allí se asomaron a la ventana y contemplaron con temor la enredadera. Luego se miraron sin hablar. Caía una lluvia insistente y fría, mezclada con nieve. Behrman, en su vieja camisa azul, se sentó como minero ermitaño sobre una olla invertida.

Cuando Sue despertó a la mañana siguiente, después de haber dormido sólo una hora, vio que Johnsy miraba fijamente, con aire apagado y los ojos muy abiertos, la persiana verde corrida.

-¡Levántala! Quiero ver -ordenó la enferma, en voz baja.

Con lasitud, Sue obedeció.

Pero después de la violenta lluvia y de las salvajes ráfagas de viento que duraron toda esa larga noche, aún pendía, contra la pared de ladrillo, una hoja de hiedra. Era la última.

Conservaba todavía el color verde oscuro cerca del tallo, pero sus bordes dentados estaban teñidos con el amarillo de la desintegración y la putrefacción. Colgaba valerosamente de una rama a unos siete metros del suelo.

-Es la última -dijo Johnsy-. Yo estaba segura de que caería durante la noche. Oía el viento. Caerá hoy y al mismo tiempo moriré yo.

-¡Querida, querida! -dijo Sue, apoyando contra la almohada su agotado rostro-. Piensa en mí si no quieres pensar en ti misma. ¿Qué haría yo?

Pero Johnsy no respondió. Lo más solitario que hay en el mundo es un alma que se prepara a emprender ese viaje misterioso y lejano. La imaginación parecía adueñarse de ella con más vigor a medida que se aflojaban, uno por uno, los lazos que la ligaban a la amistad y a la tierra.

Transcurrió el día, y cuando empezó a anochecer ambas pudieron aún distinguir entre las sombras la solitaria hoja de hiedra adherida a su tallo, contra la pared. Luego, cuando llegó la noche, el viento norte volvió a zumbar con violencia mientras la lluvia seguía martillando las ventanas y los bajos aleros holandeses.

Al día siguiente, cuando hubo suficiente claridad, la despiadada Johnsy ordenó que levantaran la persiana. La hoja aún seguía allí. Johnsy se quedó tendida largo tiempo, mirándola. Y luego llamó a Sue, que estaba revolviendo su caldo de gallina sobre el hornillo.

-He sido una mala muchacha, Susie -dijo-. Algo ha hecho que esa última hoja se quedara allí, para probarme lo mala que fui. Es un pecado querer morir. Ahora, puedes traerme un poco de caldo y de leche, con algo de oporto y… no; tráeme antes un espejo. Luego ponme detrás unas almohadas y me sentaré y te miraré cocinar.

Una hora después, Johnsy dijo:

-Susie, confío en que algún día podré pintar la bahía de Nápoles.

Por la tarde acudió el médico y Sue encontró un pretexto para seguirlo al comedor cuando salía.

-Hay buenas probabilidades -dijo el médico, tomando en la suya la mano delgada y temblorosa de Sue-. Cuidándola bien, usted la salvará. Y ahora tengo que ver a otro enfermo en el piso bajo. Es un tal Behrman… un artista, según parece. Otro caso de neumonía. Es un hombre viejo y débil y el acceso es agudo. No hay esperanzas de salvarlo; pero hoy lo llevan al hospital para que esté más cómodo.

Al día siguiente el médico le dijo a Sue:

-Su amiga está fuera de peligro. Usted ha vencido. Alimentación y cuidados, ahora. Eso es todo.

Y esa tarde Sue se acercó a la cama donde Johnsy, muy contenta, tejía una bufanda de lana muy azul y muy inútil, y la ciñó con el brazo, rodeando hasta las almohadas.

-Tengo que decirte una cosa -dijo-. Hoy murió de neumonía en el hospital el señor Behrman. Sólo estuvo enfermo dos días. El mayordomo lo encontró en la mañana del primer día en su cuarto, impotente de dolor. Tenía los zapatos y la ropa empapados y fríos. No pudieron comprender dónde había pasado una noche tan horrible. Luego encontraron una linterna encendida aún, y una escalera que Behrman había sacado de su lugar y algunos pinceles dispersos y una paleta con una mezcla de verde y amarillo… y… Mira la ventana, querida, observa esa última hoja de hiedra que está sobre la pared ¿No es extraño que no se moviera ni agitara al soplar el viento? ¡Ah, querida! Es la obra maestra de Behrman: la pintó allí la noche en que cayó la última hoja.

8 mar 2013

La cabeza pegada al vidrio

Silvina Ocampo



Desde hacía quince años Mlle. Dargére tenía a su cargo una colonia de niños débiles que había sido fundada por una de sus abuelas. La casa estaba situada a la orilla del mar y ella desde su juventud había vivido en la parte lateral del asilo, en el último piso de la torre.

En los primeros tiempos vivía en el primer piso, pero de noche en los vidrios de la ventana se le aparecía la cabeza de un hombre en llamas. Una cabeza espantosamente roja, pegada al vidrio como las pinturas de los vitraux. Se mudó al segundo piso: la misma cabeza la perseguía. Se mudó al tercer piso: la misma cabeza la perseguía; se mudó de todos los cuartos de la casa con el mismo resultado.

Mlle. Dargére era extremadamente bonita y los chicos la querían, pero una preocupación constante se le instaló en el entrecejo en forma de arrugas verticales que estropeaban un poco su belleza. Sus noches se llenaban de insomnios y en sus desvelos oía los coros de los sueños de los niños subir, con blancura de camisón, de los dormitorios de veinte camas en donde depositaba besos cotidianos.

Las mañanas eran diáfanas a la orilla del mar; los chicos salían todos vestidos con trajes de baño demasiado largos que se enredaban en las olas. No era la culpa de los trajes, pensaba Mlle. Dargére apoyada contra la balaustrada de la terraza; los chicos no podían usar sino trajes hechos a medida, para no quedar ridículos. Tenían un bañero negro que los mortificaba diariamente con una zambullida dolorosa, que lo resguardaba a él sólo, cuidadosamente, de las olas. Pero ella no podía oír llorar a los chicos y se acordaba del suplicio de los baños con bañeros en su infancia, que habían llenado su vida de sueños eternos de maremotos.

Se bañaba de tarde con el agua a la altura de las rodillas, cuando la playa estaba desierta; entonces llevaba a veces un libro que no leía y se acostaba sobre la arena después del baño; era el único momento del día en que descansaba. Era la madre de ciento cincuenta chicos pálidos a pesar del sol, flacos a pesar de la alimentación estudiada por los médicos, histéricos a pesar de la vida sana que llevaban.

Mlle. Dargére derramaba su prestigio de belleza sobre ellos. Su proximidad los serenaba un poco y los engordaba más que los alimentos estudiados por los mejores médicos, pero la cabeza del hombre en llamas seguía de noche en la ventana hasta que llegó a ser una horrible cosa necesaria que se busca detrás de las cortinas.

Una noche no durmió un solo minuto; la cabeza estaba ausente, la buscó detrás de las cortinas, y la desveló esta vez la posibilidad de poder dormir tranquila: la cabeza parecía haberse perdido para siempre.

A la mañana siguiente, en los dormitorios, una extraña exasperación retenía a los chicos al borde de las lágrimas. Llantos contenidos se amontonaban en las bocas. Mlle. Dargére creyó ver un asilo de ancianos en traje de baño azul marino desfilando hacia la playa. Carolina, su preferida, la única que tenía un cuerpo capaz de rellenar el traje de baño, se escapó de entre sus brazos.

La playa esa mañana se llenó de llantos obscuros y atorados dentro de las olas.

Mlle. Dargére, después de apoyar su melancolía sobre la balaustrada, que fue como una despedida a la belleza, subió corriendo hasta el espejo de su cuarto. La cabeza del hombre en llamas se le apareció del otro lado; vista de tan cerca era una cabeza picada de viruela y tenía la misma emotividad de los flanes bien hechos. Mlle. Dargére atribuyó el arrebato de su cara a las quemaduras del sol que se derraman en líquidos hirvientes sobre las pieles finas. Se puso compresas de óleo calcáreo, pero la imagen de la cabeza en llamas se había radicado en el espejo.


LinkWithin

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...