23 ago 2013

Energías perdidas


Rafael Barrett



Impotente para crear un átomo, para sacar de la nada el más débil de los esfuerzos, el hombre tiene el don sublime de organizar las energías que le rodean. Las obliga a ensanchar el reino de la inteligencia, a integrarse activamente en una concepción del mundo más y más alta; las obliga a humanizarse. Por encima de las flechas de las catedrales asoman las puntas de los pararrayos; mas guardémonos de reír: esto proclama que la centella ya no es de Dios. Del mismo modo que la energía química de los alimentos se transforma, al pasar por nuestra sustancia, en el más prodigioso conjunto de fenómenos, las energías naturales engendran, al pasar por los mecanismos humanos como pasa el viento por las cuerdas de un arpa, la armonía anunciadora del universo futuro. El ejército de las fuerzas humanizadas aumenta sin cesar, y rinde poco a poco al inmenso caos de lo desconocido. El hombre es el eje en torno del cual comienzan a girar las cosas, agrupándose en figuras imponentes y simbólicas. Estamos en el primer día del génesis, pero es nuestro espíritu, y no otro, el que flota sobre las aguas.

No obstante tan luminosas promesas, ¡cuán pequeño es lo que poseemos si lo comparamos con lo que todavía está por poseer! Las gemas han salido de sus antros para brillar sobre el cuerpo de las mujeres, y las rocas han abandonado su inmemorial asiento para convertirse en viviendas humanas; el hierro, el carbón y el otro están con nosotros; mas, ¿qué es lo que conocemos del planeta? Hemos arañado en escasos puntos su epidermis, y nos abruma, casi intacto, su redondo y colosal misterio. Ignoramos los más formidables metales, las más extrañas materias. Si hoy nos desconcierta el radio, ¿qué no nos aturdirá mañana? ¿Qué es lo que sabemos de ese monstruoso ser que se estremece en los terremotos y respira por los cráteres? ¿Qué palabras no arrancaremos con el tiempo a la espantosa voz de los volcanes?

Desde el corazón de los montes va nuestra imaginación a la superficie de los mares, y nos asombramos del inútil y perenne batallar de las ondas. Sobre una extensión cinco veces mayor que la que cubren los continentes reunidos, no hay un metro de líquido que no suba, baje, se vuelque y palpite sin descanso. Y cuando el huracán se desata y su caprichosa energía se ha mudado en olas descomunales que se empinan marchando, preciso es aguardarlas en la costa, y verlas estallar contra los acantilados sombríos, haciendo temblar entre una tempestad de espuma las raíces de las montañas, para sentir lo incalculable de esta fuerza que se acaba a sí misma. Y como si no fuese bastante este derrochar sin freno, la blanca luna levanta diariamente hacia ella la masa de las aguas, en una aspiración gigantesca cuyo aliento no acertamos a aprovechar.

Toda la vida terrestre: brisas y ríos, selvas cerradas, praderas sin fin; la fiera que huye con oblicuo salto; el pájaro que teje su nido, y el insecto que zumba sobre la flor; los días, que cambian con las estaciones; las estaciones, que se matizan según los climas, y las razas humanas, que en ritmo impenetrable, sienten, piensan y se reproducen; todo lo que se mueve, luce y combate es para el sabio una forma del calor solar. Por eso, hemos de inducir las maravillas que se pierden en los desiertos calcinados de África, Asia y Australia, sobre cuyas arenas infecundas derrama el sol cada día sus ardientes cascadas de luz. Pero tal calor desaparecido, ¿qué es al lado del que fluye constantemente a través del espacio, precipitándose en la nada? Nuestro globo es un grano de polvo que brilla en el vacío; recoge una parcela de energía, mientras la casi totalidad se esparce en una inmensa circular oleada, que se debilita a medida que se abre, hasta desvanecerse en las orillas del infinito.

Soñemos con los soles inaccesibles, y soñemos también con otras energías: las que nos rozan sin vernos, o nos acarician y quizá nos matan, las innominadas habitantes de la sombra. Ayer ignorábamos que existía la electricidad, esa alma de la materia. ¡Que todo lo que vamos descubriendo nos sirve de sonda para lo que aún ignoramos! No pretendamos envolver con los sentidos, pobre red de cinco hebras, la enigmática realidad. Los más nobles pensadores, despreciando el frívolo escepticismo de los que no ven más allá de su microscopio, escuchan con religioso silencio los pasos de la Idea, que viene acercándose, y lo esperan todo de lo que no nos ha engañado nunca.

Tengamos conciencia de nuestro destino. Alcemos nuestra ambición hasta tocar el firmamento con la frente. Que nuestra mano o nuestro pensamiento detenga la naturaleza que pasa. Mas no nos equivoquemos y creamos que nuestras armas son perfectas, y nosotros mismos, dignos enteramente de la lucha divina.

Corazones generosos laten bajo andrajos de mendigo. Talentos insignes agotan sus facultades en la miserable caza del pan. El genio muere desesperado o no nace. Los gérmenes sucumben. La mole de la imbecilidad y de la maldad generales es demasiado pesada. Antes de escalar el cielo y de encarcelar las energías del abismo, hay que libertar esas otras energías sagradas que sufren en el fondo de la sociedad. Es necesario que extiendan las alas, y que reinen sobre el mundo, como reina el espíritu sobre la carne, en aquellos que son algo más que carne. Entonces, miraremos las tinieblas cara a cara, y diremos:

«Somos la verdad».

18 ago 2013

Los cursis

Pablo Fernández Christlieb
Tomado del libro: La velocidad de las bicicletas



Los cursis creen que la función de las ventanas es tener cortinas, que les encantan, porque es lo que más tela lleva, y la tela es el material de la cursilería; de hecho, visten a sus quinceañeras de cortinas en el clásico color pistache tornasol, y son los únicos que conocen palabras como tul, organdí, tafetán o raso, y no hay problemas si el tul es de nylon. La cursilería es el mal gusto de los buenos sentimientos.

La cursilería es un acto público, y por eso se regalan algún detallito los 14 de febrero y se esmeran en todas las demás fechas programadas para este fin: los bautizos, las declaraciones de amor y las operaciones de amígdalas, en las cuales el objetivo es que los demás admiren lo bonitos que son sus sentimientos de amorz, amistad, ternura y delicadeza. Este tipo de sentimientos son suaves, mullidos y etéreos. O sea, incorpóreas y esponjadas, por lo que las reproducen con hielo seco en sus ceremonias y, por lo demás, las imitan en todos los decorados, desde el merengue del pastel y el peinado de noche hasta las patas de las mesas y los marcos de cuadros, retacados de volutas y contornos regordetes. Se nota el horror que tienen por las aristas y las lineas rectas y se entiende su predilección por los dorados y la pedrería que no escatiman, ya que sería como quitarle roces de sol y perlas de rocío a las nubes de colores nebulosos, como el azulito, el maney pálido y el rosa.

La tela es el artefacto humano que mejor copia las vaporosas cualidades de las nubes en sus orlas, olanes y escarolas, de modo que los cursis adoran todo, incluidos ellos mismos, de drapeados, frunces, moños, satines, cojines, brocados, carpetitas, manteles, vuelos, encajes y perifollos, lo cual los hace sentirse en las nubes. Los muñecos de peluche son su insignia. Y así como todo lo representan con nubes, todo lo hablan con azúcar, porque los buenos sentimientos saben dulce: sus saludo y sus apodos están hechos de mermelada. Una "nube de algodón de azúcar" es su consigna.

Los cursis, sin proponérselo, le atinaron a su símbolo, porque una nube no es una forma: es un exceso de formas, con caireles hasta en los caireles sin que haya indicación de cuanto es bastante. En efecto, desconocen la tenue frontera entre lo suficiente y lo demasiado, y la cruzan con la fineza característica de los hipopótamos. Según ellos, lo único que le falta a un adorno es un adornito más, y por eso le ponen al televisor una figurita de porcelana encima, carpetita de por medio. Los semiólogos saben que un símbolo no puede contener su significado, que no hace falta ponerle a una pared el letrero de "pared", pero los cursis no estudian semiología, así que para que un pastel sea de bodas no basta con que haya unos novios, sino que además hay que ponerle uno noviecitos de azúcar, y se intercambian corazoncitos de amor que dentro dicen amor, entrecomillado. Un recuerdo de algo no es recuerdo si no dice "recuerdo de...".

Esta sobresimbolización  implica que los cursis no expresan afectos, sino que avisan que los expresan. En rigor, no les interesa sentir, sino que se note, de modo que paradójicamente, sus desplantes empalagosos denotan en realidad una ausencia de sensibilidad. Después de indicar sus sentimientos, ya no les hace falta sentir. El exceso de expresividad es el artificio, la sobresensibilidad es la cursilería, cuya hipertrofia se aprecia en el orgullo con el que conservan el hule de sus cubrealfrombras y de los forros de sus sillones. De la misma manera que su reloj de péndulo, sus sensibilidad es de plástico y de pilas  made-in-Taiwan.

Así, la cursilería no trabaja con sentimientos, sino con estatus y posición social, que es para lo único que tienen sensibilidad los cursis. El estatus es la emoción de los insensibles. Gracias a titánicos esfuerzos de superación personal, los cursis han logrado recientemente algunas maravillas, como cambiar las cortinas por persianas, e incluso han aprendido a decir "¡qué cursi!" frente a un corazón de chocolate, pero siempre, de repente, fulgura una mancuerna con perlita, un olán al cuadro, un charol que los delata.

12 ago 2013

12 consejos de Ray Bradbury para los jóvenes escritores

Tomado del sitio Open Culture



1. No empieces escribiendo novelas. Toman mucho. Empieza escribiendo “una cantidad endemoniada de cuentos”, al menos uno por semana. Toma un año para hacerlo. Bradbury asegura que simplemente no es posible escribir 52 malas historias al hilo. Él esperó hasta los 30 para escribir su primera novela, Fahrenheit 451. “Y valió la pena esperar, ¿eh?”

2. Puedes amarlos, pero no remplazarlos. Ten esto en mente cuando inevitablemente intentes, consciente o inconscientemente, imitar a tus escritores favoritos, justo como él imitó a H.G. Wells, Jules Verne, Arthur Conan Doyle y L. Frank Baum.

3. Examina la “calidad” de los cuentos. Él sugiere Roald Dahl, Guy de Maupassant y los menos conocidos Nigel Kneale y John Collier. Nada en el New Yorker de hoy le llenaba el ojo, pues encontraba que esas historias “no tenían metáfora”.

4. Ocupa tu mente. Para acumular los bloques intelectuales de estas metáforas, Bradbury sugería una serie de lecturas nocturnas: un cuento, un poema (pero Pope, Shakespeare y Frost, no la “basura” moderna) y un ensayo. Los ensayos pueden ser de una diversidad de campos, incluyendo arqueología, zoología, biología, filosofía, política y literatura. “Al final de mil noches, ¡Dios!, ¡Estarás lleno de cosas!”

5. Deshazte de los amigos que no creen en ti. ¿Se burlan de tus ambiciones de escritor? La sugerencia es que los despidas sin retraso.

6. Vive en la biblioteca. No vivas en tu “maldita computadora”. Bradbury no fue a la universidad, pero sus insaciables hábitos de lectura le permitieron “graduarse de la biblioteca” a los 28.

7. Enamórate del cine. Preferiblemente del viejo.

8. Escribe con alegría. “Escribir no es un negocio serio”. Si una historia comienza a sentirse como un trabajo, deséchala y comienza una nueva. “Quiero que envidien mi alegría”.

9. No planees ganar dinero. La esposa de Bradbury “hizo un voto de probreza” para casarse con él. Solo hasta los 37 pudieron comprarse un auto.

10. Enlista 10 cosas que amas y 10 cosas que odias. Luego escribe sobre las primeras y “mata” las segundas —también escribiendo sobre ellas. Haz lo mismo con tus miedos.

11. Escribe cualquier cosa vieja que surja en tu mente. Bradbury recomienda “asociación de palabras” para romper cualquier bloqueo creativo, pues “no sabes lo que hay en ti hasta que lo pruebas”.

12. Recuerda. Cuando escribes, lo que estas buscando es que una sola persona llegue y te diga: “Te amo por lo que haces”. O, en su defecto, buscas a alguien que llegue y diga: “No estás tan loco como la gente dice”.

11 ago 2013

El pachuco y otros extremos

Octavio Paz

Tomado del libro: El laberinto de la soledad, Postdata, Vuelta a 'El laberinto de la soledad' 




Muchas de las reflexiones que forman parte de este ensayo [sobre el carácter mexicano] nacieron fuera de México, durante dos años de estancia en los Estados Unidos. Recuerdo que cada vez que me inclinaba sobre la vida norteamericana, deseoso de encontrarle sentido, me encontraba con mi imagen interrogante. Esa imagen, destacada sobre el fondo reluciente de los Estados Unidos, fue la primera y quizá la más profunda de las respuestas que dio ese país a mis preguntas. Por eso, al intentar explicarme algunos de los rasgos del mexicano de nuestros días, principio con esos para quienes serlo es un problema de verdad vital, un problema de vida o muerte. Al iniciar mi vida en los Estados Unidos residí algún tiempo en Los Ángeles, ciudad habitada por más de un millón de personas de origen mexicano. A primera vista sorprende al viajero--además de la pureza del cielo y de la fealdad de las dispersas y ostentosas construcciones--la atmósfera vagamente mexicana de la ciudad, imposible de apresar con palabras o conceptos. Esta mexicanidad--gusto por los adornos, descuido y fausto, negligencia, pasión y reserva--flota en el aire. Y digo que flota porque no se mezcla ni se funde con el otro mundo, el mundo norteamericano, hecho de precisión y eficacia. Flota, pero no se opone; se balancea, impulsada por el viento, a veces desgarrada como una nube, otras erguida como un cohete que asciende. Se arrastra, se pliega, se expande, se contrae, duerme o sueña, hermosura harapienta. Flota: no acaba de ser, no acaba de desaparecer.

Algo semejante ocurre con los mexicanos que uno encuentra en la calle. Aunque tengan muchos años de vivir allí, usen la misma ropa, hablen el mismo idioma y sientan vergüenza de su origen, nadie los confundiría con los norteamericanos auténticos. Y no se crea que los rasgos físicos son tan determinantes como vulgarmente se piensa. Lo que me parece distinguirlos del resto de la población es su aire furtivo e inquieto, de seres que se disfrazan, de seres que temen la mirada ajena, capaz de desnudarlos y dejarlos en cueros. Cuando se habla con ellos se advierte que su sensibilidad se parece a la del péndulo, un péndulo que ha perdido la razón y que oscila con violencia y sin compás. Este estado de espíritu--o de ausencia de espíritu--ha engendrado lo que se ha dado en llamar el "pachuco". Como es sabido, los "pachucos" son bandas de jóvenes, generalmente de origen mexicano, que viven en las ciudades del Sur y que se singularizan tanto por su vestimenta como por su conducta y su lenguaje. Rebeldes instintivos, contra ellos se ha cebado más de una vez el racismo norteamericano. Pero los "pachucos" no reivindican su raza ni la nacionalidad de sus antepasados. A pesar de que su actitud revela una obstinada y casi fanática voluntad de ser, esa voluntad no afirma nada concreto sino la decisión--ambigua, como se verá--de no ser como los otros que los rodean. El "pachuco" no quiere volver a su origen mexicano; tampoco--al menos en apariencia--desea fundirse a la vida norteamericana. Todo en él es impulso que se niega a sí mismo, nudo de contradicciones, enigma. Y el primer enigma es su nombre mismo: "pachuco", vocablo de incierta filiación, que dice nada y dice todo. ¡Extraña palabra, que no tiene significado preciso o que, más exactamente, está cargada, como todas las creaciones populares, de una pluralidad de significados! Queramos o no, estos seres son mexicanos, uno de los extremos a que puede llegar el mexicano.

Incapaces de asimilar una civilización que, por lo demás, los rechaza, los pachucos no han encontrado más respuesta a la hostilidad ambiente que esta exasperada afirmación de su personalidad. Otras comunidades reaccionan de modo distinto; los negros, por ejemplo, perseguidos por la intolerancia racial, se esfuerzan por "pasar la línea" e ingresar a la sociedad. Quieren ser como los otros ciudadanos. Los mexicanos han sufrido una repulsa menos violenta, pero lejos de intentar una problemática adaptación a los modelos ambientes, afirman sus diferencias, las subrayan, procuran hacerlas notables. A través de un dandismo grotesco y de una conducta anárquica, señalan no tanto la injusticia o la incapacidad de una sociedad que no ha logrado asimilarlos, como su voluntad personal de seguir siendo distintos.

No importa conocer las causas de este conflicto y menos saber si tienen remedio o no. En muchas partes existen minorías que no gozan de las mismas oportunidades que el resto de la población. Lo característico del hecho reside en este obstinado querer ser distinto, en esta angustiosa tensión con que el mexicano desvalido--huérfano de valedores y de valores--afirma sus diferencias frente al mundo. El pachuco ha perdido toda su herencia: lengua, religión, costumbres, creencias. Sólo le queda un cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas las miradas. Su disfraz lo protege y, al mismo tiempo, lo destaca y aísla: lo oculta y lo exhibe.

Con su traje--deliberadamente estético y sobre cuyas obvias significaciones no es necesario detenerse--, no pretende manifestar su adhesión a secta o agrupación alguna. El pachuquismo es una sociedad abierta--en ese país en donde abundan religiones y atavíos tribales, destinados a satisfacer el deseo del norteamericano medio de sentirse parte de algo más vivo y concreto que la abstracta moralidad de la "American way of life"--. El traje del pachuco no es un uniforme ni un ropaje ritual. Es, simplemente, una moda. Como todas las modas está hecha de novedad--madre de la muerte, decía Leopardi [poeta y filósofo italiano del siglo XIX]--e imitación.

La novedad del traje reside en su exageración. El pachuco lleva la moda a sus últimas consecuencias y la vuelve estética. Ahora bien, uno de los principios que rigen a la moda norteamericana es la comodidad; al volver estético el traje corriente, el pachuco lo vuelve impráctico. Niega así los principios mismos en que su modelo se inspira. De ahí su agresividad.

Esta rebeldía no pasa de ser un gesto vano, pues es una exageración de los modelos contra los que pretende rebelarse y no una vuelta a los atavíos de sus antepasados--o una invención de nuevos ropajes--. Generalmente los excéntricos subrayan con sus vestiduras la decisión de separarse de la sociedad, ya para constituir nuevos y más cerrados grupos, ya para afirmar su singularidad. En el caso de los pachucos se advierte una ambigüedad: por una parte, su ropa los aísla y distingue; por la otra, esa misma ropa constituye un homenaje a la sociedad que pretenden negar.

La dualidad anterior se expresa también de otra manera, acaso más honda: el pachuco es un clown impasible y siniestro, que no intenta hacer reír y que procura aterrorizar. Esta actitud sádica se alía a un deseo de autohumillación, que me parece constituir el fondo mismo de su carácter: sabe que sobresalir es peligroso y que su conducta irrita a la sociedad; no importa, busca, atrae la persecución y el escándalo. Sólo así podrá establecer una relación más viva con la sociedad que provoca: víctima, podrá ocupar un puesto en ese mundo que hasta hace poco lo ignoraba; delincuente, será uno de sus héroes malditos.

La irritación del norteamericano procede, a mi juicio, de que ve en el pachuco un ser mítico y por lo tanto virtualmente peligroso. Su peligrosidad brota de su singularidad. Todos coinciden en ver en él algo híbrido, perturbador y fascinante. En torno suyo se crea una constelación de nociones ambivalentes: su singularidad parece nutrirse de poderes alternativamente nefastos o benéficos. Unos le atribuyen virtudes eróticas poco comunes; otros, una perversión que no excluye la agresividad. Figura portadora del amor y la dicha o del horror y la abominación, el pachuco parece encarnar la libertad, el desorden, lo prohibido. Algo, en suma, que debe ser suprimido; alguien, también, con quien sólo es posible tener un contacto secreto, a oscuras. Pasivo y desdeñoso, el pachuco deja que se acumulen sobre su cabeza todas estas representaciones contradictorias, hasta que, no sin dolorosa autosatisfacción, estallan en una pelea de cantina, en un "raid" o en un motín. Entonces, en la persecución, alcanza su autenticidad, su verdadera ser, su desnudez suprema, de paria, de hombre que no pertenece a parte alguna. El ciclo, que empieza con la provocación, se cierra; ya está listo para la redención, para el ingreso a la sociedad que lo rechazaba. Ha sido su pecado y su escándalo; ahora, que es víctima, se le reconoce al fin como lo que es: su producto, su hijo. Ha encontrado al fin nuevos padres.

Por caminos secretos y arriesgados el "pachuco" intenta ingresar a la sociedad norteamericana. Mas él mismo se veda el acceso. Desprendido de su cultura tradicional, el pachuco se afirma un instante como soledad y reto. Niega a la sociedad de que procede y a la norteamericana. El "pachuco" se lanza al exterior, pero no para fundirse con lo que lo rodea, sino para retarlo. Gesto suicida, pues el "pachuco" no afirma nada, no defiende nada, excepto su exasperada voluntad de no ser. No es una intimidad que se vierte, sino una llaga que se muestra, una herida que se exhibe. Una herida que también es un adorno bárbaro, caprichoso y grotesco; una herida que se ríe de si misma y que se engalana para ir de cacería. El "pachuco" es la presa que se adorna para llamar la atención de los cazadores. La persecución lo redime y rompe su soledad: su salvación depende del acceso a esa misma sociedad que aparenta negar. Soledad y pecado, comunión y salud, se convierten en términos equivalentes.

4 ago 2013

Los crímenes de la calle Morgue (Fragmento)

Edgar Allan Poe




La canción que cantaban las sirenas, o el nombre

que adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres,
son cuestiones enigmáticas, pero que no se hallan
más allá de toda conjetura.

Sir Thomas Browne

Las características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticas son en sí mismas poco susceptibles de análisis. Sólo las apreciamos a través de sus resultados. Entre otras cosas sabemos que, para aquel que las posee en alto grado, son fuente del más vivo goce. Así como el hombre robusto se complace en su destreza física y se deleita con aquellos ejercicios que reclaman la acción de sus músculos, así el analista halla su placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar. Goza incluso con las ocupaciones más triviales, siempre que pongan en juego su talento. Le encantan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos, y al solucionarlos muestra un grado de perspicacia que, para la mente ordinaria, parece sobrenatural. Sus resultados, frutos del método en su forma más esencial y profunda, tienen todo el aire de una intuición. La facultad de resolución se ve posiblemente muy vigorizada por el estudio de las matemáticas, y en especial por su rama más alta, que, injustamente y tan sólo a causa de sus operaciones retrógradas, se denomina análisis, como si se tratara del análisis par excellence. Calcular, sin embargo, no es en sí mismo analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, efectúa lo primero sin esforzarse en lo segundo. De ahí se sigue que el ajedrez, por lo que concierne a sus efectos sobre la naturaleza de la inteligencia, es apreciado erróneamente. No he de escribir aquí un tratado, sino que me limito a prologar un relato un tanto singular, con algunas observaciones pasajeras; aprovecharé por eso la oportunidad para afirmar que el máximo grado de la reflexión se ve puesto a prueba por el modesto juego de damas en forma más intensa y beneficiosa que por toda la estudiada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen movimientos diferentes y singulares, con varios y variables valores, lo que sólo resulta complejo es equivocadamente confundido (error nada insólito) con lo profundo. Aquí se trata, sobre todo, de la atención. Si ésta cede un solo instante, se comete un descuido que da por resultado una pérdida o la derrota. Como los movimientos posibles no sólo son múltiples sino intrincados, las posibilidades de descuido se multiplican y, en nueve casos de cada diez, triunfa el jugador concentrado y no el más penetrante. En las damas, por el contrario, donde hay un solo movimiento y las variaciones son mínimas, las probabilidades de inadvertencia disminuyen, lo cual deja un tanto de lado a la atención, y las ventajas obtenidas por cada uno de los adversarios provienen de una perspicacia superior.

Para hablar menos abstractamente, supongamos una partida de damas en la que las piezas se reducen a cuatro y donde, como es natural, no cabe esperar el menor descuido. Obvio resulta que (si los jugadores tienen fuerza pareja) sólo puede decidir la victoria algún movimiento sutil, resultado de un penetrante esfuerzo intelectual. Desprovisto de los recursos ordinarios, el analista penetra en el espíritu de su oponente, se identifica con él y con frecuencia alcanza a ver de una sola ojeada el único método (a veces absurdamente sencillo) por el cual puede provocar un error o precipitar a un falso cálculo.

Hace mucho que se ha reparado en el whist por su influencia sobre lo que da en llamarse la facultad del cálculo, y hombres del más excelso intelecto se han complacido en él de manera indescriptible, dejando de lado, por frívolo, al ajedrez. Sin duda alguna, nada existe en ese orden que ponga de tal modo a prueba la facultad analítica. El mejor ajedrecista de la cristiandad no puede ser otra cosa que el mejor ajedrecista, pero la eficiencia en el whist implica la capacidad para triunfar en todas aquellas empresas más importantes donde la mente se enfrenta con la mente. Cuando digo eficiencia, aludo a esa perfección en el juego que incluye la aprehensión de todas las posibilidades mediante las cuales se puede obtener legítima ventaja. Estas últimas no sólo son múltiples sino multiformes, y con frecuencia yacen en capas tan profundas del pensar que el entendimiento ordinario es incapaz de alcanzarlas. Observar con atención equivale a recordar con claridad; en ese sentido, el ajedrecista concentrado jugará bien al whist, en tanto que las reglas de Hoyle (basadas en el mero mecanismo del juego) son comprensibles de manera general y satisfactoria. Por tanto, el hecho de tener una memoria retentiva y guiarse por «el libro» son las condiciones que por regla general se consideran como la suma del buen jugar. Pero la habilidad del analista se manifiesta en cuestiones que exceden los límites de las meras reglas. Silencioso, procede a acumular cantidad de observaciones y deducciones. Quizá sus compañeros hacen lo mismo, y la mayor o menor proporción de informaciones así obtenidas no reside tanto en la validez de la deducción como en la calidad de la observación. Lo necesario consiste en saber qué se debe observar. Nuestro jugador no se encierra en sí mismo; ni tampoco, dado que su objetivo es el juego, rechaza deducciones procedentes de elementos externos a éste. Examina el semblante de su compañero, comparándolo cuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes. Considera el modo con que cada uno ordena las cartas en su mano; a menudo cuenta las cartas ganadoras y las adicionales por la manera con que sus tenedores las contemplan. Advierte cada variación de fisonomía a medida que avanza el juego, reuniendo un capital de ideas nacidas de las diferencias de expresión correspondientes a la seguridad, la sorpresa, el triunfo o la contrariedad. Por la manera de levantar una baza juzga si la persona que la recoge será capaz de repetirla en el mismo palo. Reconoce la jugada fingida por la manera con que se arrojan las cartas sobre el tapete. Una palabra casual o descuidada, la caída o vuelta accidental de una carta, con la consiguiente ansiedad o negligencia en el acto de ocultarla, la cuenta de las bazas, con el orden de su disposición, el embarazo, la vacilación, el apuro o el temor... todo ello proporciona a su percepción, aparentemente intuitiva, indicaciones sobre la realidad del juego. Jugadas dos o tres manos, conoce perfectamente las cartas de cada uno, y desde ese momento utiliza las propias con tanta precisión como si los otros jugadores hubieran dado vuelta a las suyas.

El poder analítico no debe confundirse con el mero ingenio, ya que si el analista es por necesidad ingenioso, con frecuencia el hombre ingenioso se muestra notablemente incapaz de analizar. La facultad constructiva o combinatoria por la cual se manifiesta habitualmente el ingenio, y a la que los frenólogos (erróneamente, a mi juicio) han asignado un órgano aparte, considerándola una facultad primordial, ha sido observada con tanta frecuencia en personas cuyo intelecto lindaba con la idiotez, que ha provocado las observaciones de los estudiosos del carácter. Entre el ingenio y la aptitud analítica existe una diferencia mucho mayor que entre la fantasía y la imaginación, pero de naturaleza estrictamente análoga. En efecto, cabe observar que los ingeniosos poseen siempre mucha fantasía mientras que el hombre verdaderamente imaginativo es siempre un analista.

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