24 mar 2014

Lo que sólo uno escucha

José Revueltas
Tomado del libro: Cuentos Mexicanos, Antología;
Santillana Ediciones Generales



Para Rosa Castro

La mano derecha, humilde, pero como si prolongase aún el mágico impulso, descendió con suma tranquilidad a tiempo de que el arco describía en el aire una suave parábola. Eran evidentes la actitud de pleno descanso, de feliz desahogo y cierta escondida sensación de victoria y dominio, aunque todo ello se expresara como con timidez y vergüenza, como con miedo a destruir algún íntimo sortilegio o de disipar algún secretísimo diálogo interior a la vez muy hondo y muy puro. La otra mano permaneció inmóvil sobre el diapasón, también víctima del hechizo y la alegría, igualmente atenta a no romper el minuto sagrado, y sus dedos parecían no atreverse a recobrar la posición ordinaria, fijos de estupor, quietos a causa del milagro.

Aquello era increíble, mas con todo, la expresión del rostro de Rafael mostrábase singularmente paradójica y absurda. Una sonrisa tonta vagaba por sus labios y se diría que de pronto iba a llorar de agradecimiento, de lamentable humildad.

—No puede ser, no es cierto; es demasiado hermoso —balbuceó presa de una agitación extraña y enfermiza. Apartó el violín de bajo su barbilla y oprimiéndolo luego con el codo, la mano izquierda libre y sin que la otra abandonase el arco, se puso a examinar ambas flexionando ridículamente los dedos, una y otra vez, como si los quisiera desembarazar de un calambre—. No puedo creerlo, es demasiado —repitió.

Después de las amargas incertidumbres, hoy era como si las tinieblas de la duda se hubieran disipado para siempre. Su mano izquierda se había conducido con destreza, seguridad e iniciativa extraordinarias; supo ir, de la primera a la séptima posiciones, no sólo por cuanto a lo que la partitura indicaba, sino sobre todo, por cuanto a la inquietud de descubrir nuevos matices y enriquecer el timbre mediante la selección de cuerdas que el propio compositor no había señalado. En esta forma periodos opacos cobraron una brillantez súbita; las frases banales, un patetismo arrebatador y todo aquello que ya era de por sí profundo y noble se elevó a una espléndida y altiva grandeza. Por lo que hace a los sonidos simultáneos —que fueron su más atroz pesadilla en el Conservatorio—, le fue posible alcanzar no sólo las terceras, sino todas las décimas de doble cuerda, aun cuando éstas siempre se le habían dificultado grandemente a causa de la torpe digitación. La mano derecha, a su vez, se condujo con exactitud y precisión prodigiosas al encontrar y obtener, cuando se requería para ello, el punto de la escala propio o el color más inesperado de la encordadura, ya aproximándose o alejándose del puente, ya con el uso del arco entero o sólo del talón o la punta, según lo pidiese el fraseo. O finalmente, con el ataque individual de cada sonido en el alegre y juvenil stacatto o con el brioso y reidor saltando. A causa de todo eso la impresión de conjunto resultó de una intensidad conmovedora y los sentimientos que la música expresaba, la bondad, el amor, la angustia, la esperanza, la serenidad del alma, surgieron libres, radiantes y jubilosos como un canto sobrenatural y lleno de misterio.

“Ahora cambiará todo —se dijo Rafael después de haberse escuchado—; será todo distinto. Todo cambiará.” Sonreía hacia algo muy interior de sí mismo y por eso su rostro mostraba un aire estúpido. Era imposible darse cuenta si un fantástico dios nacía en lo más hondo de su ser o si un oscuro ángel malo y potente se combinaba en turbia forma con ese dios.

Caminó en dirección de la mesa cubierta con un mantel de hule roñoso, y en el negro y deteriorado estuche que sobre ella descasaba guardó el violín después de cubrirlo con un paño verde. Llamaron su atención las figuras del mantel, infinita y depresivamente repetidas en cada una de las porciones que lo componían. “Todo cambiará, todo”, se repitió, y advirtió que ahora esa frase se refería al mantel. Cuántas veces no hubiera deseado cambiarlo, pero cuántas, también, no se guardaba ni siquiera de formular este deseo frente a su mujer, tan pobre, tan delgada y tan llena de palabras que no se atrevía a pronunciar jamás. Eran unas tercas figuras de volatineros sin sentido, inmóviles, inhumanos, que se arrojaban unos a otros doce círculos de color a guisa de los globos de cristal que los volatineros reales se arrojan en las ferias.

“Hasta esto mismo, hasta este mantel cambiará”, finalizó sin detenerse a considerar lo prosaico de su empeño —cuando lo embargaban en contraste tan elevadas emociones— y sin que la vaga y penosa sonrisa se esfumara de sus labios.

No quería sentirse feliz, no quería desatar, sacrílegamente, esa dicha que iluminaba su espíritu. Algo indecible se le había revelado, mas era preciso callar porque tal revelación era un secreto infinito.

Nuevamente se miró las manos y otra vez se sintió muy pequeño, como si esas manos no fueran suyas. “Es demasiado hermoso, no puede ser. Pero ahora todo cambiará, gracias a Dios.” Lo indecible de que nadie hubiera escuchado su ejecución, y que él, que él solo sobre la tierra, fuera su propio testigo, sin nadie más.

—Parece como si tuvieras fiebre; tus ojos no son naturales —le dijo su mujer a la hora de la comida. No era eso lo que quería decirle, sin embargo. Querría haberle dicho, pero no pudo, que su mirada era demasiado sumisa y llena de bondad, que sus ojos tenían una indulgencia y una resignación aterradoras.

—¿Estás enfermo? —preguntaron a coro y con ansiedad los niños. Rafael no respondió sino con su sonrisa lastimera y lejana.

“No les diré una palabra. Lo que me ocurre es como un pecado que no se puede confesar.” Y al decirse esto, Rafael sintió un tremendo impulso de ponerse en pie y dar a su mujer un beso en la frente, pero lo detuvo la idea de que aquello le causaría alarma.

Ella lo miró con una atención cargada de presentimientos. Ahora lo veía más encorvado y más viejo, pero con ese brillo humilde en los ojos y esa dulzura torpe en los labios que eran como un índice extraño, como un augurio sin nombre. “Es un anuncio de la muerte. No puede ser sino la muerte. Pero, ¿cómo decírselo? ¿Cómo darle consuelo? ¿Cómo prepararlo para el pavoroso instante?”

Hubiera querido, ella también, tomar aquella pobre cabeza entre sus manos, besarla y unirse al fugitivo espíritu que animaba en su cuerpo. Pero no existían las palabras directas, graves y verdaderas, sino apenas sustituciones espantosas mientras toda comunicación profunda entre sus dos ánimas se había roto ya.

—Descansa hoy, Rafael —dijo en un tono maternal y cargado de ternura—; no vayas al trabajo. Esas funciones tan pesadas terminarán por agotarte —lo dijo por decir. Otras eran las cosas que bullían dentro de ella. Pensaba en el tristísimo trabajo de su marido, como ejecutante en una miserable orquesta de cantina-restaurante, y en que, sin embargo, eso también iba a concluir. “Quédate a morir —hubiera dicho con todo su corazón—, te veo en el umbral de la muerte. Quédate a que te acompañemos hasta el último suspiro. A que recemos y lloremos por ti…”

Rafael clavó una mirada por fin alegre en su mujer, al grado que ésta experimentó una inquietud y un sobresalto angustiosos. “¿Podría entenderme —pensó Rafael— si le dijera lo que hoy ha ocurrido? ¿Si le dijera que he consumado la hazaña más grande que pueda imaginarse?”

Al formularse estas preguntas no pudo menos que reconstruir los extraordinarios momentos que vivió al ejecutar la fantástica sonata, un poco antes de que su mujer y sus hijos regresaran. Los trémolos, patéticos y graves, vibraban en el espacio con limpidez y diafanidad sin ejemplo, los acordes se sucedían en las más dichosas y transparentes combinaciones, los arpegios eran ágiles y llenos de juventud. Todo lo mejor de la tierra se daba cita en aquella música; las más bellas y fecundas ideas elevábanse del espíritu y el violín era como un instrumento mágico destinado a consumar las más altas comuniones.

“No puedo creerlo aún”, se dijo mirándose las manos como si no le pertenecieran. Se sentía a cada instante más menudo, más humilde, más infinitamente menor dentro de la grandeza sin par de la vida. Quiso tranquilizar a su mujer al mirarla aprensiva e inquieta:

—Todo será nuevo —exclamó—, hermoso y nuevo para siempre.

—Es la maldita bebida —dijo la mujer por lo bajo mientras un terrible rictus le distorsionaba la cara alargándole uno de los ojos—. El maldito y aborrecible alcohol. Tarde o temprano iba a suceder esto…

Condujo entonces a Rafael, sin que éste, al contrario de lo que podría esperarse, protestara, al camastro que les servía de lecho.

Luego hizo que los niños, de rodillas, circundaran a su padre, y unos segundos después, dirigido por ella, se elevó un lúgubre coro de preces y jaculatorias por la eterna salvación del hombre que acababa de entregar el alma al Señor.

19 mar 2014

En Nazaret

Selma Lagerlöf



Cuando Jesús tenía cinco años, hallábase una vez sentado en el umbral del taller de su padre, ocupado en hacer figurillas de barro con un trozo de blanda arcilla que le había regalado el cacharrero de enfrente.

Estaba Jesús más satisfecho que nunca, pues todos los niños del barrio le habían contado que el cacharrero era un hombre brusco que no se dejaba conquistar ni con miradas suplicantes ni con melosas zalamerías, por cuyo motivo no había osado manifestarle un solo ruego. Pero, ved, ¡apenas si sabía él mismo cómo había sucedido aquello! El caso es que hallándose en la puerta de su casa mirando con ojos anhelantes cómo trabajaba sus moldes, el vecino salió de su taller y le regaló tanta arcilla, que bastaba para hacer con ella una gran jarra de las que se emplean para el envase del vino.

Junto a la escalera de la casa próxima estaba sentado Judas, un muchacho feo y pelirrojo, con la cara llena de manchas blanquecinas y los vestidos llenos de desgarrones que se había hecho en sus continuas peleas con los chicos de la calle. Por el momento estaba tranquilo; no importunaba a nadie ni se peleaba con ningún chico, y, como Jesús, estaba ocupado con un trozo de arcilla.

Pero esta arcilla no había podido procurársela él, pues apenas si se atrevía a pasar por delante de la casa del cacharrero, quien se quejaba siempre de que Judas tiraba piedras a su quebradiza mercancía y seguramente le habría echado a palos; pero Jesús había partido con él su provisión.

Las figurillas que iban modelando las colocaban ambos niños en torno a él. Tenían el mismo aspecto que todas las figurillas de barro de todos los tiempos. En lugar de pies tenían una gran bola de barro, y, en la espalda, unas alas apenas perceptibles y una cola insignificante.

Pero, de todos modos, observábase en seguida una diferencia en el trabajo de los dos compañeros.

Los pájaros de Judas eran tan desequilibrados que no lograban mantenerse en pie, y por más esfuerzos que hacía con sus menudos y duros dedos, no lograba dar a sus cuerpos una forma bella y presentable. A veces miraba a hurtadillas hacia Jesús para ver cómo hacía sus pájaros, tan regulares y lisos como las hojas de las encinas de los bosques del monte Tabor.

A medida que terminaba sus pajarillos, Jesús iba alegrándose más y más. Cada uno le parecía más bonito que el otro, y los contemplaba lleno de orgullo y amor. Serían sus compañeros de juego, sus pequeños hermanitos, y debían dormir en su camita, hacerle compañía, cantarle su cariño en ausencia de su madre.

Jamás se había creído tan rico: nunca volvería a sentirse solo y abandonado.

Un corpulento aguador pasó por delante, inclinado bajo el peso de su pesada cuba, y tras él siguió un vendedor de legumbres, balanceándose sobre el lomo de su asno, entre dos grandes cestas de sauce, vacías ya. El aguador puso su mano sobre la cabeza de dorados rizos de Jesús, y le preguntó por sus pájaros. Jesús le contó que tenían nombre y que podían cantar. Todos sus pajarillos habían venido volando hacia él desde lejanos países y le contaban infinitas cosas de las que solo ellos y él sabían algo. Y Jesús hablaba de tal manera que el aguador y el verdulero olvidaron su trabajo, durante un largo rato, para escucharle.

Mas cuando iban a marcharse, Jesús les señaló a Judas:

-¡Mirad qué pájaros más bonitos hace Judas!

Entonces el verdulero detuvo bondadosamente su asno, y preguntó a Judas si sus pájaros tenían también nombre y podían cantar.

Pero Judas, no sabiendo qué contestar, calló obstinadamente y no levantó la mirada de su trabajo, de modo que el verdulero le aplastó, disgustado, uno de los pájaros, y siguió su camino.

Y así pasó la tarde. El sol se hallaba en su ocaso y su brillo penetraba por la baja puerta de la ciudad, que se hallaba adornada con un águila romana y que se levantaba al final de la calleja. Este resplandor que llegaba con el crepúsculo era de un color rosa vivo; y como si estuviera mezclado con sangre bañaba en su color todo lo que se ponía en su camino, al atravesar la estrecha callejuela. Lo mismo bañaba los platos y jarros del cacharrero, que la tabla que chirriaba bajo los dientes de la sierra de José o el blanco velo que cubría el rostro de María.

Pero donde más bellamente fulguraba el sol era en los pequeños charcos que se habían formado entre los desiguales adoquines del empedrado de la calle. Y, de repente, metió Jesús su manita en el charco que tenía más próximo. Se le había ocurrido pintar sus pajarillos grises con el fulgurante resplandor solar que había revestido de tan bellos matices el agua, los muros de las casas y todo cuanto alcanzaban sus rayos.

Y el brillo del sol tuvo un gran placer en dejarse extraer, como pintura de un cubo, y cuando Jesús revistió con ella sus pajarillos de barro, quedaron estos envueltos de pies a cabeza con un brillo diamantino.

Judas, que de vez en cuando lanzaba una mirada a Jesús para ver si este hacía más bellos pájaros y en mayor cantidad que él mismo, lanzó un grito de admiración al ver que Jesús revestía sus pajarillos con el brillo solar que tomaba de los charcos de la calleja.

Y también Judas sumergió su menuda mano en la fulgurante agua, intentando extraer igualmente el brillo del sol.

Pero el dorado resplandor no se dejó coger por él. Se le escapaba entre los dedos y por más que movía sus manos para cazarle no le era posible retener ni una pizca de resplandor para sus pobres pajarillos.

-¡Espera, Judas! -exclamó Jesús-. Ahora voy a pintarte los pájaros.

-No -dijo Judas-, no quiero que los toques, están bien así.

Levantose, frunció las cejas y se mordió los labios. Entonces fue colocando su ancho pie sobre los pájaros y los pisoteó uno tras otro, convirtiéndolos en un informe montón de barro.

Cuando hubo destruido así todos sus pájaros, se acercó a Jesús, que acariciaba a los suyos, resplandecientes como joyas.

Judas los contempló silencioso durante un rato, después alzó un pie y aplastó uno de ellos.

Cuando Judas retiró el pie y vio el menudo pajarillo transformado en un bulto grisáceo de barro, sintió tal alivio que empezó a reír y levantó el pie para aplastar otro.

-¡Judas! -exclamó Jesús-. ¿Qué estás haciendo? ¿No sabes que viven y pueden cantar?

Pero Judas riose y aplastó otro pajarillo.

Jesús buscó auxilio en torno suyo. Judas era más corpulento y fuerte y Jesús no tenía fuerza para retenerle. Miró hacia su madre, pero esta se hallaba bastante alejada y antes de que hubiera tenido tiempo de llegar, Judas habría conseguido aplastar todos sus pajarillos.

Los ojos de Jesús se llenaron de lágrimas. Ya había destruido Judas cuatro de sus pájaros y no le quedaban más que tres.

Y le apenó ver que sus pájaros siguieran allí tan tranquilos y se dejaran aplastar sin huir del peligro.

Jesús palmoteó con sus manitas para despertarlos y les gritó:

-¡Volad, volad!

Entonces los tres pajarillos empezaron a agitar sus alitas y temerosos volaron hacia el alero del tejado.

Cuando Judas vio que los pajarillos agitaron las alas y volaron al conjuro de Jesús, se puso a llorar amargamente.

Se mesó los cabellos como había visto hacer a las personas mayores dominadas por la desesperación, y se echó a los pies de Jesús.

Y Judas permaneció ante Jesús revolcándose en el polvo como un perro, besándole los pies y conjurándole para que levantara el pie y le aplastara como él había hecho con sus pajarillos de barro, pues Judas amaba a Jesús; le admiraba y le odiaba al mismo tiempo.

María, que había observado el juego de los niños, levantó a Judas del suelo y le acarició.

-¡Pobre niño! -le dijo-. Tú no sabes que has intentado hacer algo que no puede realizar ninguna criatura viviente. Que no se te vuelva a ocurrir hacer lo mismo si no quieres ser el más desgraciado de los hombres

¡Qué suerte correría aquel de entre nosotros que osara rivalizar con el que puede pintar con brillo de sol y vivificar el muerto barro con el hálito de la vida!

10 mar 2014

Ante la ley


Franz Kafka



Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.

-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.

-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

4 mar 2014

La persecución del maestro


Alexandra David-Néel



Entonces el discípulo atravesó el país en busca del maestro predestinado. Sabía su nombre: Tilopa; sabía que era imprescindible. Lo perseguía de ciudad en ciudad, siempre con atraso.

Una noche, famélico, llama a la puerta de una casa y pide comida. Sale un borracho y con voz estrepitosa le ofrece vino. El discípulo rehúsa, indignado. La casa entera desaparece; el discípulo queda solo en mitad del campo; la voz del borracho le grita: Yo era Tilopa.

Otra vez un aldeano le pide ayuda para cuerear un caballo muerto; asqueado, el discípulo se aleja sin contestar; una burlona voz le grita: Yo era Tilopa.

En un desfiladero un hombre arrastra del pelo a una mujer. El discípulo ataca al forajido y logra que suelte a su víctima. Bruscamente se encuentra solo y la voz le repite: Yo era Tilopa.

Llega, una tarde, a un cementerio; ve a un hombre agazapado junto a una hoguera de ennegrecidos restos humanos; comprende, se prosterna, toma los pies del maestro y los pone sobre su cabeza. Esta vez Tilopa no desaparece.

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