Elena Poniatowska
Tomado del libro: Querido Diego, te abraza Quiela, México, sep/Ediciones Era, 1994.
En los papeles que están sobre la mesa, en vez de los bocetos habituales, he escrito con una letra que no reconozco: “Son las seis de la mañana y Diego no está aquí.” En otra hoja blanca que nunca me atrevería a emplear si no es para un dibujo, miro con sorpresa mi garabato: “Son las ocho de la mañana, no oigo a Diego hacer ruido, ir al baño, recorrer el tramo de la entrada hasta la ventana y ver el cielo en un movimiento lento y grave como acostumbra hacerlo y creo que voy a volverme loca”, y en la misma más abajo: “Son las once de la mañana, estoy un poco loca, Diego definitivamente no está, pienso que no vendrá nunca y giro en el cuarto como alguien que ha perdido la razón.
No tengo en qué ocuparme, no me salen los grabados, hoy no quiero ser dulce, tranquila, decente, sumisa, comprensiva, resignada, las cualidades que siempre ponderan los amigos. Tampoco quiero ser maternal; Diego no es un niño grande, Diego sólo es un hombre que no escribe porque no quiere y me ha olvidado por completo.” Las últimas palabras están trazadas con violencia, casi rompen el papel y lloro ante la puerilidad de mi desahogo. ¿Cuándo lo escribí? ¿Ayer? ¿Antier? ¿Anoche? ¿Hace cuatro noches? No lo sé, no lo recuerdo. Pero ahora Diego, al ver mi desvarío te lo pregunto y es posiblemente la pregunta más grave que he hecho en mi vida. ¿Ya no me quieres, Diego? Me gustaría que me lo dijeras con toda franqueza. Has tenido suficiente tiempo para reflexionar y tomar una decisión por lo menos en una forma inconsciente, si es que no has tenido la ocasión de formularla en palabras. Ahora es tiempo de que lo hagas. De otro modo arribaremos a un sufrimiento inútil, inútil y monótono como un dolor de muelas y con el mismo resultado. La cosa es que no me escribes, que me escribirás cada vez menos si dejamos correr el tiempo y al cabo de unos cuantos años llegaremos a vernos como extraños si es que llegamos a vernos.
En cuanto a mí, puedo afirmar que el dolor de muelas seguirá hasta que se pudra la raíz; entonces ¿no sería mejor que me arrancaras de una vez la muela, si ya no hallas nada en ti que te incline hacia mi persona? Recibo de vez en cuando las remesas de dinero, pero tus recados son cada vez más cortos, más impersonales y en la última no venía una sola línea tuya. Me nutro indefinidamente con un “Estoy bien, espero que tú lo mismo, saludos, Diego” y al leer tu letra adorada trato de adivinar algún mensaje secreto, pero lo escueto de las líneas escritas a toda velocidad deja poco a la imaginación. Me cuelgo de la frase: “Espero que tú lo mismo” y pienso: “Diego quiere que yo esté bien” pero mi euforia dura poco, no tengo con qué sostenerla. Debería quizá comprender por ello que ya no me amas, pero no puedo aceptarlo. De vez en cuando, como hoy, tengo un presentimiento pero trato de borrarlo a toda costa. Me baño con agua fría para espantar las aves de mal agüero que rondan dentro de mí, salgo a caminar a la calle, siento frío, trato de mantenerme activa, en realidad, deliro. Y me refugio en el pasado, rememoro nuestros primeros encuentros en que te aguardaba enferma de tensión y de júbilo. Pensaba: en medio de esta multitud, en pleno día entre toda esta gente; del Boulevard Raspail, no, de Montparnasse entre estos hombres y mujeres que surgen de la salida del metro y van subiendo la escalera, él va a aparecer, no, no aparecerá jamás porque es sólo un producto de mi imaginación, por lo tanto yo me quedaré aquí plantada en el café frente a esta mesa redonda y por más que abra los ojos y lata mi corazón, no veré nunca a nadie que remotamente se parezca a Diego.
Temblaba yo, Diego, no podía ni llevarme la taza a los labios, ¡cómo era posible que tú caminaras por la calle como el común de los mortales!, escogieras la acera de la derecha; ¡sólo un milagro te haría emerger de ese puñado de gente cabizbaja, oscura y sin cara, y venir hacia mí con el rostro levantado y tu sonrisa que me calienta con sólo pensar en ella! Te sentabas junto a mí como si nada, inconsciente ante mi expectativa dolorosa y volteabas a ver al hindú que leía el London Times y al árabe que se sacaba con el tenedor el negro de las uñas. Aún te veo con tus zapatos sin bolear, tu viejo sombrero olanudo, tus pantalones arrugados, tu estatura monumental, tu vientre siempre precediéndote y pienso que nadie absolutamente, podría llevar con tanto señorío prendas tan ajadas.
Yo te escuchaba quemándome por dentro, las manos ardientes sobre mis muslos, no podía pasar saliva y sin embargo parecía tranquila y tú lo comentabas: “¡Qué sedante eres Angelina, qué remanso, qué bien te sienta tu nombre, oigo un levísimo rumor de alas!” Yo estaba como drogada, ocupabas todos mis pensamientos, tenía un miedo espantoso de defraudarte. Te hubiera telegrafiado en la noche misma para recomponer nuestro encuentro, porque repasaba cada una de nuestras frases y me sentía desgraciada por mi torpeza, mi nerviosidad, mis silencios, rehacía, Diego, un encuentro ideal para que volvieras a tu trabajo con la certeza de que yo era digna de tu atención, temblaba Diego, estaba muy consciente de mis sentimientos y de mis deseos inarticulados, tenía tanto qué decirte —pasaba el día entero repitiéndome a mí misma lo que te diría— y al verte de pronto, no podía expresarlo y en la noche lloraba agotada sobre la almohada, me mordía las manos: “Mañana no acudirá a la cita, mañana seguro no vendrá. Qué interés puede tener en mí” y a la tarde siguiente, allí estaba yo frente al mármol de mi mesa redonda, entre la mesa de un español que miraba también hacia la calle y un turco que vaciaba el azucarero en su café, los dos ajenos a mi desesperación, a la taza entre mis manos, a mis ojos devoradores de toda esa masa gris y anónima que venía por la calle, en la cual tú tendrías que corporizarte y caminar hacia mí.
¿Me quieres, Diego? Es doloroso sí, pero indispensable saberlo. Mira Diego, durante tantos años que estuvimos juntos, mi carácter, mis hábitos, en resumen, todo mi ser sufrió una modificación completa: me mexicanicé terriblemente y me siento ligada par procuration a tu idioma, a tu patria, a miles de pequeñas cosas y me parece que me sentiré muchísimo menos extranjera contigo que en cualquier otra tierra. El retorno a mi hogar paterno es definitivamente imposible, no por los sucesos políticos sino porque no me identifico con mis compatriotas. Por otra parte me adapto muy bien a los tuyos y me siento más a gusto entre ellos.
Son nuestros amigos mexicanos los que me han animado a pensar que puedo ganarme la vida en México, dando lecciones.
Pero después de todo, esas son cosas secundarias. Lo que importa es que me es imposible emprender algo a fin de ir a tu tierra, si ya no sientes nada por mí o si la mera idea de mi presencia te incomoda. Porque en caso contrario, podría hasta serte útil, moler tus colores, hacerte los estarcidos, ayudarte como lo hice cuando estuvimos juntos en España y en Francia durante la guerra. Por eso te pido Diego que seas claro en cuanto a tus intenciones. Para mí, en esta semana, ha sido un gran apoyo la amistad de los pintores mexicanos en París, Ángel Zárraga sobre todo, tan suave de trato, discreto hasta la timidez. En medio de ellos me siento en México, un poco junto a ti, aunque sean menos expresivos, más cautos, menos libres. Tú levantas torbellinos a tu paso, recuerdo que alguna vez Zadkin me preguntó: “¿Está borracho?” Tu borrachera venía de tus imágenes, de las palabras, de los colores; hablabas y todos te escuchábamos incrédulos; para mí eras un torbellino físico, además del éxtasis en que caía yo en tu presencia, junto a ti era yo un poco dueña del mundo. Élie Faure me dijo el otro día que desde que te habías ido, se había secado un manantial de leyendas de un mundo sobrenatural y que los europeos teníamos necesidad de esta nueva mitología porque la poesía, la fantasía, la inteligencia sensitiva y el dinamismo de espíritu habían muerto en Europa. Todas esas fábulas que elaborabas en torno al sol y a los primeros moradores del mundo, tus mitologías, nos hacen falta, extrañamos la nave espacial en forma de serpiente emplumada que alguna vez existió, giró en los ciclos y se posó en México. Nosotros ya no sabemos mirar la vida con esa gula, con esa rebeldía fogosa, con esa cólera tropical; somos más indirectos, más inhibidos, más disimulados. Nunca he podido manifestarme en la forma en que tú lo haces; cada uno de tus ademanes es creativo; es nuevo, como si fueras recién nacido, un hombre intocado, virginal, de una gran e inexplicable pureza.
Se lo dije alguna vez a Bakst y me contestó que provenías de un país también recién nacido: “Es un salvaje —respondió— los salvajes no están contaminados por nuestra decadente ci-vi-li-za-ción, pero ten cuidado porque suelen tragarse de un bocado a las mujeres pequeñas y blancas.” ¿Ves cuán presente te tenemos, Diego? Como lo ves estamos tristes. Élie Faure dice que te ha escrito sin tener respuesta. ¿Qué harás en México, Diego, qué estarás pintando? Muchos de nuestros amigos se han dispersado. Marie Blanchard se fue de nuevo a Brujas a pintar y me escribió que trató de alquilar una pieza en la misma casa en que fuimos tan felices y nos divertimos tanto, cuando te levantabas al alba a adorar al sol y las mujeres que iban al mercado soltaban sus canastas de jitomates, alzaban los brazos al cielo y se persignaban al verte parado en el pretil de la ventana, totalmente desnudo. Juan Gris quiere ir a México y cuenta con tu ayuda, le prometiste ver al Director del Instituto Cultural de tu país, Ortiz de Zárate y Ángel Zárraga piensan quedarse otro tiempo, Lipschitz también mencionó su viaje, pero últimamente le he perdido la pista porque dejó de visitarme. Picasso se fue al sur en busca del sol; de los Zeting nada, como te lo he escrito en ocasiones anteriores. A veces, pienso que es mejor así. Hayden, a quien le comuniqué la frecuencia con la que te escribía, me dijo abriendo los brazos: “Pero, Angelina ¿cuánto crees que tarden las cartas?
Tardan mucho, mucho, uno, dos, tres meses y si tú le escribes a Diego cada ocho, quince días, como me lo dices, no da tiempo para que él te conteste.” Me tranquilizó un poco, no totalmente, pero en fin, sentí que la naturaleza podía conspirar en contra nuestra. Sin embargo, me parece hasta inútil recordarte que hay barcos que hacen el servicio entre Francia y México. Zadkin en cambio me dijo algo terrible mientras me echaba su brazo alrededor de los hombros obligándome a caminar a su lado: “Angelina, ¿qué no sabes que el amor no puede forzarse a través de la compasión?”
Mi querido Diego te abrazo fuertemente, desesperadamente por encima del océano que nos separa.
Tu Quiela
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