Francisco Tario
Tomado del libro: La noche
De pequeño era yo esmirriado, granujiento y lastimoso. Tenía los pies y las manos desmesuradamente largos; el cuello, muy flaco; los ojos, vibrantes, metálicos; los hombros, cuadrados, pero huesosos, como los brazos de un perchero; la cabeza, pequeña, sinuosa. Mis cabellos eran ralos y crespos y mis dientes amarillos, si no negros. Mi voz, excesivamente chillona, irritaba a mis progenitores, a mis hermanos, a los profesores de la escuela y aun a mí mismo. Cuando tras un prolongado silencio —en una reunión de familia, durante las comidas, etcétera—, rompía yo a hablar, todos saltaban sobre sus asientos, cual si hubieran visto al diablo. Después, por no seguir escuchándome, producían el mayor ruido posible, bien charlando a gritos o removiendo los cubiertos sobre la mesa, los vasos, la loza…
Tenía yo una hermanita que ha muerto y que solía importunarme siete u ocho veces diarias:
—Roberto, ¿por qué me miras así?
Recuerdo sus ojazos claros, redondos, como dos cuentas de vidrio, y sus rodillitas en punta, siempre cubiertas de costras.
Yo objetaba entonces, viéndola temblar de miedo:
—¡Bah, no sé cómo quieres que te mire si no sé hacerlo de otro modo!
Y ella echaba a correr, deteniéndose los bucles, en busca de la madrecita. Se arrojaba sobre sus faldas, rompía a gimotear del modo más cómico, y prorrumpía, señalándome con el dedo:
—¡Roberto me ha mirado! ¡Roberto me ha mirado!
La madrecita, al punto, le secaba los carrillos, haciéndole la cruz en la nuca. Había cumplido yo los once años, me encaminaba precozmente hacia la adolescencia y aún no tenía un solo amigo en la comarca. Era mi voluntad. Gustaba, en cambio, de internarme a solas por el bosque, atrapando mariposas y otros volátiles, para triturarlos después a pedradas. Cuando lograba cazar un pajarito, me sentaba cómodamente a la sombra de un árbol y le arrancaba una a una las plumitas, hasta que lo dejaba por completo en cueros. Si sobrevivía, lo soltaba sobre la hierba, con un sombrero de papel en la cabeza. A continuación, volvía a echarle mano y me lo llevaba al río. Allí lo sumergía cuantas veces se me antojaba, ahogándolo por fin en las ondas tumultuosas de la corriente. Acto seguido, me tumbaba sobre cualquier pradera y me masturbaba frenéticamente.
De aquel terrible tiempo conservo en la memoria una palabra espantosa, un atroz insulto que repetían a diario en casa y en la escuela cuantos me conocían:
—¡Histérico! ¡Histérico! ¡Histérico!
Ni aproximadamente comprendía yo entonces el significado de semejante vocablo, pero me exasperaba de tal suerte, removiendo en mi interior tal cúmulo de pasiones, que reaccionaba como un auténtico loco. No obstante, rara vez quedaba satisfecho, pareciéndome que, por encima de cuanta atrocidad cometiera, persistía arriba de mí, flotante como una nube, la palabra maldita.
—¡Histérico! ¡Histérico!
Cuando la profería el maestro en clase, saltaba yo sobre mi pupitre y me mordía de rabia los puños, hasta que la sangre goteaba en el suelo o manchaba mis cuadernos. Cuando la pronunciaba un condiscípulo, lo aguardaba a la salida, seguíalo por entre los matorrales y, allí, en el lugar más propicio, a salvo de cualquier intervención ajena, lo desnudaba, rasgándole las ropas a dentadas. Y lo escupía, lo escupía, hasta que no me quedaba saliva en la boca.
Con mi familia era distinto. Temía de sobra a mi padre. Mi padre acostumbraba a golpearme, encerrándome después en un sótano muy lúgubre, lleno de ratones. Allí me moría de miedo. Por eso, cuando escuchaba en mi casa el atroz vocablo, hundía la barbilla entre los hombros y me escabullía medrosamente por los pasillos. Ya afuera, lanzábame a campo traviesa, gritándoles a los árboles, a las nubes, a los cuervos que volaban:
—¡Histéricooos!
Hasta que exánime, casi sin sentido, caía de bruces en cualquier lugar y allí pasaba la noche. Era mi voluntad. ¡No, no había en el mundo placer superior al que me proporcionaba la noción de que era un niño extraviado; un niño delicado y tierno, en mitad del bosque solitario, a merced de las fieras y los fantasmas! Gozaba, durante estas inocentes diabluras, imaginándome a mi padre, a la madrecita, a mis hermanos todos —siete— cada cual con un farol en la mano, recorriendo el campo negro, tropezando aquí, cayendo allá, requiriéndome por mi diminutivo:
—¡Robertito! ¡Robertitooo! ¿Dónde estás?
Distinguía yo con claridad absoluta sus voces sollozantes y me emocionaba, hecho un ovillo, sobre las rodillas. Si mi humor no era del todo malo, me enardecía el exasperarlos:
—¡Histéricoooos! —les chillaba.
—Robertito lindo, ¿dónde estás?
Y mudaba de escondrijo, con objeto de confundirlos. Nunca daban conmigo. Ellos traían luz y yo no. De forma que, con treparme a un árbol o a una roca, estaba resuelto todo. Cruzaban por abajo dando berridos, y listo.
Esa cruel palabra, ese insensato insulto decidió mi destino. Esa palabra, y el horror que inspiraba yo a la gente. También debió influir un tanto los pésimos tratos que me daba mi familia.
Tocante a esto último, conviene entrar en detalles. Realmente nadie en mi casa me amaba, visto lo cual, tampoco quería yo a nadie. Comía igual que mis hermanitos; vestía tan regularmente como ellos; y si a la cocinera se le ocurría fabricar algún inmundo pastelote, mi ración no era ni con mucho la menor de la familia. Mas a pesar de todo ello, entre mi parentela y yo interponíase una especie de muro que detenía en seco cualquier explosión afectiva. Me sonreían a veces por compasión; me dirigían la palabra por necesidad; me escuchaban por no irritarme. Pero me rehuían; escapaban de mí con un furor inconcebible. Bastaba, por ejemplo, que posara en alguien la mirada, para que ese alguien no permaneciera ni diez segundos en mi presencia. Bastaba que cualquier arrebato sentimental me empujara en brazos de la madrecita, para que ésta protestara al instante.
—Quita, Roberto, no seas brusco… Además, mira, tengo mucho quehacer…
En cuanto a mis hermanitos, ocurría lo propio aunque centuplicado. Constantemente me espiaban: detrás de los muebles, desde alguna ventana, por entre las ramas, a través de las cerraduras. A toda hora presentía yo sus miradas atónitas clavadas en mí como púas. Por lo demás, puede afirmarse que éste era mi único contacto con ellos.
Cierta tarde en que volvía yo del bosque, con las manos llenas de plumas, sorprendí a mi hermanita —la menor— emboscada entre unos cardos. Ella tenía cinco años y era incomprensiblemente bonita… Al darse cuenta de que había sido descubierta, se lanzó a correr despavorida, llamando a gritos al vecindario; pero yo le di alcance sin ningún esfuerzo. Y era tal el pánico que la invadía, que no lograba llorar ni sollozar siquiera, sino suspirar, suspirar entrecortadamente con un silbido de lo más antipático.
Yo le pregunté entonces:
—¿Qué hacías ahí? ¡Responde!
Mas ella, tratando de sobornarme con una medalla, respondió muy tristemente:
—¡Toma, toma…! ¿No la quieres? ¡Robertito lindo, si es de plata…!
Pero yo dije:
—¡Verás cómo no vuelves a hacerlo!
Y levantándole el vestidito hasta el pecho, le arranqué los calzones. Luego me eché a reír a carcajadas como un niño loco.
—¡Mira, mira! ¡No tiene con qué orinar, no tiene! ¡Se le ha caído! ¡Cualquier día de éstos morirás!
Y la oriné de arriba abajo, haciendo alarde de mi pericia.
Empapada hasta los cabellos, la vi perderse rumbo a la casa, limpiándose las lágrimas con los calzones.
¡Ah, qué mal me trataban todos en mi familia! ¡Qué de amenazas y abusos soporté pacientemente durante años y años! ¡Qué puntapiés me dio mi padre y, sobre todo, qué tirones de orejas más bestiales! Así las tengo ahora: caídas, frágiles, como dos hojas de plátano. ¡Y cómo resuena en mi oído la palabra maldita!
En cuanto tengo fiebre, la misma pesadilla me tortura: es una especie de fenomenal bocina, situada en la abertura de una roca, y a través de la cual van gritando por turno todos los habitantes del universo: “¡Histérico! ¡Histérico! ¡Histérico!”. Y cuando a fuerza de escuchar sin descanso el insensato vocablo siento que la cabeza me va a estallar como un globo, se obscurece la Tierra, cantan los gallos y aparece la madrecita en mi cuarto, vestida con un hábito negro y una lámpara en la mano. Al verme, posa la luz en el suelo y, metiendo los dedos en la bacinica que está bajo la cama, me salpica de orines el rostro, tratando de espantar al demonio.
¡Qué huellas más crueles dejó en mí la infancia! ¡Qué de impresiones innobles, tenebrosas, inicuas!
Mas he aquí de qué forma se decidió mi destino:
Andaba ya en los albores de la adolescencia, un vello híspido y tupido me goteaba en los sobacos, cuando reflexioné:
—”Los hombres me aborrecen, me temen o se apartan con repugnancia de mi lado. Pues bien, ¡me apartaré definitivamente de ellos y no tendrán punto de reposo!”
Hice mi plan.
“Me encerraré entre los murallones de una fortaleza que levantaré con mis propias manos en el corazón de la montaña. Me serviré por mí mismo. Ni un criado, ni un amigo, ni un simple visitante, ¡nadie! Sembraré y cultivaré aquello que haya de comer y haré venir hasta mis dominios el agua que haya de beber. Ni un festín, ni una tertulia, ni un paréntesis, ¡nada! Y escribiré libros. Libros que paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñarán la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquiera otra fe o mito. Libros, en fin, que estrangulen las conciencias, que aniquilen la salud, que sepulten los principios y trituren las virtudes. Exaltaré la lujuria, el satanismo, la herejía, el vandalismo, la gula, el sacrilegio: todos los excesos y las obsesiones más sombrías, los vicios más abyectos, las aberraciones más tortuosas… Nutriré a los hombres de morfina, peste y hedor. Mas no conforme con eso, daré vida a los objetos, devolveré la razón a los muertos, y haré bullir en torno a los vivos una heterogénea muchedumbre de monstruos, carroñas e incongruencias: niños idiotas, con las cabezas como sandías; vírgenes desdentadas y sin cabello; paralíticos vesánicos, con los falos de piedra; hermafroditas cubiertos de fístulas y tumores; mutilados de uniforme, con las arterias enredadas en los galones; sexagenarias encinta, con las ubres sanguinolentas; perros biliosos y castrados; esqueletos que sangran; vaginas que ululan; fetos que muerden; planetas que estallan; íncubos que devoran; campanas que fenecen; sepulcros que gimen en la claridad helada de la noche…Vaciaré en las gargantas de los hombres el pus de los leprosos, el excremento de los tifosos, el esputo de los tísicos, el semen de los contaminados y la sangre de las poseídas. Haré del mundo un antro fantasmal e irrespirable. Volveré histérica a cuanta criatura se agita.”
Y así lo hice.
Cada año, con una fecundidad que a mí mismo me aterra, lanzo desde mi guarida un libro más terrífico y letal: un libro cuyas páginas retumban en la soledad como estampidos de cañón o descienden sobre las ciudades con la timidez hipócrita de la nieve. Y son de tal suerte compactos sus copos, son mis creaciones a tal grado geniales, que he logrado ahuyentar de estos rumbos a las fieras; he espantado a las aves, a los insectos y a los peces; al Sol y a la Luna; al calor y al frío. Donde yo habito no hay estaciones y la Naturaleza es un limbo. El agua no moja; la llama no quema; el ruido no se percibe; la electricidad no alumbra. De noche todo es negro, impenetrable, pero yo veo. De día todo es blanco, lechoso, intangible. Son los dos únicos colores que restan por estas comarcas. Diríase que una monumental fotografía me rodea.
Y escribo, escribo sin cesar a todas horas, aunque ya soy viejo. Escribí así durante cincuenta años. ¡Cincuenta libros, pues, pesan sobre las costillas de los hombres! Y presiento a estos histéricos, histéricos incurables: los veo desplumar a las aves; mutilar sus propios miembros; orinar a sus mujeres; extraviarse en la noche enorme…
Y es tal mi avidez que, cuando me sobran fuerzas, trepo por la vertiente de esta montaña mía hasta la última roca desnuda, y, desde allí, más que como un titán o un profeta barbudo, como un dios todopoderoso y escuálido, lanzo al espacio la palabra maldita:
—¡Histéricoooos!
La fotografía no cambia. Pero los semblantes de los hombres sí, lo adivino.
Esta noche he concluido mi última obra. Digo mi última, porque ya no escribiré más. Me siento enfermo, vacío; con el cerebro tan yermo como una esponja o una piedra. Por otra parte, me estoy quedando ciego; ciego a fuerza de trabajar en esta obscuridad insondable. Ya no distingo los contornos de las cosas: apenas su volumen. De ahí que confunda fácilmente un árbol con una mesa y una mesa con un vientre. ¡No, no escribiré más! Pronto seré un vestigio, y no conviene que la Humanidad se percate de ello. Conviene, más bien, que el tirano se exilie fuerte, que desaparezca hecho un coloso, que se retire con la majestad del Sol que desciende por entre los riscos…
He concluido mi última obra hace unos instantes, unos breves segundos. He escrito: FIN. Y he doblado las cuartillas precipitadamente, jadeante por el insomnio, aturdido por el abuso mental, sudoroso y febril, garabateando con dolor sobre ellas un jeroglífico indescifrable que viene a ser mi epitafio: FIN. FIN. FIN DE TODO.
A continuación, me he reclinado en el respaldo del asiento, suspirando triunfalmente.
—La obra está hecha.
Me pongo en pie porque la espalda me escuece y, de improviso, algo absurdo, ilógico, enteramente ridículo, comienza a ocurrir en torno mío: mi vista se aclara, hasta volverse perfecta; la noche se ilumina fantásticamente con el fulgor de una pequeña lámpara olvidada sobre la mesa; toman color y relieve los objetos; retumba el viento; la lluvia, cae estrepitosamente; surcan el espacio los relámpagos; mil aromas insospechados y confusos ascienden de la llanura. Todo palpita, bulle, vuelve a existir.
—¡No más fotografía! —prorrumpo.Y con objeto de cerciorarme, huyo hasta la ventana, entreabro las vidrieras, espío.
Casi simultáneamente, advierto a mi espalda unos pasos blandos, muy lentos, como los de quien camina sobre una pradera. No distingo forma humana, pero los pasos siguen sonando a lo largo de mi biblioteca. Ora se aproximan a los anaqueles repletos de libros; ora a mi mesa de trabajo; se alejan; luego cesan imprevistamente, cual si “aquello” se detuviera y examinara algo. Otros pasos más fuertes y menos lentos suceden a los primeros: son más pesados desde luego, mucho más violentos, como producidos por un gigante malhumorado que gastara botas con clavos. Sigue lloviendo torrencialmente, y el viento que penetra por la ventana abierta cierra de golpe la puerta del aposento. Puesto que la fortaleza es sumamente sonora, el estruendo repercute en todos los rincones:
—Bum… Buuuuum… Bum…
Y los pasos persisten. Y yo comprendo aterrado que no estoy solo en la estancia.
Los pasos siguen, digo, cada momento más numerosos y diversos. Unos son de mujer, indudablemente; otros, de hombre; los hay también de cuadrúpedos, de niño. ¿Acaso una multitud de seres incomprensibles se ha dado cita en mi casa?
Verifico un esfuerzo desesperado, con la intención de liberarme de todo aquello, arrojándome por la ventana. Voy a hacerlo, en efecto, cuando aparece allí una mano enguantada que se aferra con angustia al marco. Doy un salto atrás, olvidado por completo de otras cosas. Busco el revólver en mi mesa, y aparece en la ventana otra mano compañera de aquella — enguantada, igual—. Asoma un brazo; el otro; después un sombrero negro —como los guantes— con el ala caída. Estalla un relámpago en el firmamento, sucedido por un horrísono estruendo. Se sacude la casa igual que un barco. Yo me mantengo en mi sitio, alerta, emboscado tras del sillón, con el revólver enfilado hacia el sombrero negro. Pero el hombre que pugna por entrar desmaya incomprensiblemente. Desaparece una mano; el brazo; poco a poco el sombrero; la otra mano… y escucho el golpe de un cuerpo que choca contra algo espantosamente sonoro.
Los pasos, adentro, continúan más y más implacables, y yo no me decido a moverme, temeroso de tropezar con alguien. Entonces, reparo con espanto en la alfombra que está poblada de huellas frescas y trozos de barro. Empero no se percibe el más inocente suspiro.
—¿Disparo? —pienso instintivamente.
Aprieto el gatillo y se escucha un ¡ay! dolorido, seguido de roncos estertores. Los pasos, a una, cesan totalmente, y yo presiento a mil seres horribles inclinados sobre el cuerpo de la víctima, reprochándome el crimen con sus miradas descompuestas.
Atisbo a un lado y otro, mas nada anormal ha sucedido. El herido prosigue quejándose con voz cada vez más débil, y, afuera, la borrasca sacude los montes. De súbito, advierto un arroyo de sangre negruzca que se va extendiendo por la alfombra en dirección a la puerta… Alocado por semejante sucesión de pavorosos acontecimientos, vuelvo a disparar sobre el herido que sangra. El herido enmudece. Lo he matado sin duda. Pero, simultáneamente, un libro cae del estante, rodando como una pelota. Echo a correr tras de él y lo sujeto con la punta del zapato. No tiene páginas; no resta de él sino la cubierta. Y es mío. Es mi primer libro. También está tinto en sangre.
Comprendo sin ningún titubeo:
“Lo he matado.”
Luego aquellos seres que me acechan, aquellos monstruos infernales que me rondan son mis libros. Mis libros todos.
¡Cincuenta!
Preso de un valor repentino, recorro la biblioteca disparando a diestra y siniestra. El estampido de las detonaciones se confunde con los ayes lastimeros de las víctimas que van cayendo. Pronto la alfombra es un gran lago de sangre en cuya superficie navegan incontables libros sin páginas: unos, azules, amarillos o blancos; otros, negros, grises, verdes. Tengo un puñado de balas sobre la mesa y las voy consumiendo sin tregua. Diez, veinte, sesenta… Cuando las concluyo, alzo los ojos y observo agitadamente el estante. ¡Maldición! Aún queda un libro. Y una angustia desconocida y loca, una especie de borrachera fabulosa, hace que me tambalee. Como si hubiera caído en mitad de una profunda ciénaga, me siento irremisiblemente perdido. Van agonizando a mis pies las víctimas, con quejidos que parten el alma. La casa, gradualmente, como un mar que se tranquiliza, va quedando en suspenso, quieta. El viento también cede. La lluvia se torna más blanda. Aparece la luna, y en mi fortaleza reina una paz tenebrosa.
—¡Estoy perdido, perdido! —exclamo, oteando al superviviente cuyo espíritu presiento fluctuando.
Lenta, cautelosamente, me dirijo al estante. Dudo repetidas veces. Avanzo. Tomo al cabo el volumen entre mis manos. Lo examino: está intacto.
“Y si lo arrojara por la ventana al vacío, ¿se mataría?”
Avanzo, chapoteando en la sangre. Contemplo de cerca el campo; la melancolía húmeda de la noche, las capas de los árboles meciéndose, meciéndose. Me resuelvo y lanzo el libro contra las rocas. Cuando me vuelvo, un hombre pálido, con el sombrero negro sobre las cejas, está frente a mí. Doy un grito, reconociéndole al punto: es el ladrón misterioso de las manos enguantadas. Sonríe ante mi pánico, y yo le pregunto con el acento más tierno del mundo:
—Perdone. ¿Deseaba usted robar alguna cosa?
Me desmayo.
Y cuando sé de mí otra vez, voy a campo traviesa, bajo la luna mágica, en pleno bosque, perseguido por una multitud de seres que aúllan, gimen o blasfeman, enloquecidos por la ansiedad de atraparme.
“¡Son los personajes de mis libros que han escapado! —pienso sin reflexionar—. ¡Se han salvado! ¡Lograron huir a tiempo!”
A lo lejos, mi casa envuelta en llamas ilumina la noche, y yo corro despavorido, saltando arroyos y muros, empalizadas y simas, dejando parte de mis ropas enredadas en los matorrales, desgarrándome los párpados con las ramas de los árboles. Corro en silencio, medio muerto de miedo, casi asfixiado, blanco como un cadáver escapado del sepulcro. Y detrás, a diez o quince pasos, una muchedumbre compacta de monstruos alarga hacia mí sus miembros: son vírgenes desdentadas y sin cabello; hombres famélicos y enlutados; perros sarnosos cubiertos de pústulas y vejigas; resucitados, con los tejidos colgantes y vacíos; microcéfalos lascivos, con las ingles llenas de ronchas; mutilados de uniforme, con las arterias enredadas en los galones; machos cabríos, monjas, serpientes, exvotos, lechuzas, vinateros, átomos… Me persiguen y están a punto de darme alcance, cuando descubro a mis plantas una cavidad impresionante, iluminada tenuemente por la luna. Abajo ruge el mar, contorsionándose. Tiembla un barco en el horizonte. Se alargan las rocas hacia el cielo. Pero no se columbra una estrella. Vacilo ante aquella negrura caótica, mirando con pavor hacia atrás: un círculo de tentáculos erizados o gelatinosos se va estrechando en torno mío. Desgarro mis pulmones con un grito y me precipito al vacío. La velocidad me aturde… no alcanzo a respirar… veo luces, luces, todas gemelas… la atmósfera es cada vez más densa… Algo se dilata…
Transcurre el tiempo.
Y cuando mí cuerpo se estrella contra el lomo de las olas, sumergiéndose en un embudo de espuma, una voz ultrahumana se desploma de las alturas, sobresaltando a los que duermen:
— ¡Histéricoooo!
Abro los ojos con desconfianza y veo al doctor junto a mí; a mi padre, a la madrecita, a mis siete hermanos. Soy aún un adolescente y me duele aquí, aquí en el hombro.
Entonces el doctor me observa preocupadamente, me levanta con cuidado los párpados, me acerca una lamparita que huele a éter, y exclama:
—¡Ha muerto!
Mi familia, en pleno, cae por tierra de rodillas, sollozando o lanzando gritos frenéticos.
Mas, en cuanto a mí, me siento perfectamente.