25 oct 2012

La confesión de un crimen

William Faulkner



En el vasto salón del Prado aún no había gente. Era temprano; las cinco y media nada más. A falta de personas formales los niños tomaban posesión del paseo, utilizándolo para los juegos del aro, de la cuerda, de la pelota, pío campo, escondite, y otros no menos respetables, tan respetables, por lo menos, y por de cantado más saludables, que los del ajedrez, tresillo, ruleta y siete y media con que los hombres se divierten. Y si no temiera ofender las instituciones, me atrevería a ponerlos en parangón con los del salón de conferencias del Congreso y de la Bolsa, seguro de que tampoco habían de desmerecer.

El sol aún seguía bañando una parte no insignificante del paseo. Los chiquillos resaltaban sobre la arena como un enjambre de mosquitos en una mesa de mármol. Las niñeras, guardianas fieles de aquel rebaño, con sus cofias blancas y rizadas, las trenzas del cabello sueltas, las manos coloradas y las mejillas rebosando una salud, que yo para mí deseo, se agrupaban a la sombra sentadas en algún banco, desahogando con placer sus respectivos pechos henchidos de secretos domésticos, sin que por eso perdiesen de vista un momento (dicho sea en honor suyo) los inquietos y menudos objetos de su vigilancia. Tal vez que otra se levantaban corriendo para ir a socorrer a algún mosquito infeliz que se había caído boca abajo y que se revolcaba en la arena con horrísonos chillidos: otras veces llamaban imperiosamente al que se desmandaba y le residenciaban ante el consejo de doncellas y amas de cría, amonestándole suavemente o recriminándole con dureza y administrándole algún leve correctivo en la parte posterior, según el sistema y el temperamento de cada juez.

Esperando la llegada de la gente, me senté en una silla metálica de las que dividen el paseo, y me puse a contemplar con ojos distraídos el juego de los chicos. Detrás de mí estaban sentadas dos niñas de once a doce años de edad, cuyos perfiles—lo único que veía de ellas—eran de una corrección y pureza encantadoras. Ambas rubias y ambas vestidas con singular gracia y elegancia: en Madrid esto última no tiene nada de extraordinario porque las mamás, que han renunciado a ser coquetas para sí, lo continúan siendo en sus hijas y han convenido en hacerse una competencia poco favorable a los bolsillos de los papás. Me llamó la atención desde luego la gravedad que las dos mostraban y el poco o ningún efecto que les causaba la alegría de los demás muchachos. Al principio creí que aquella circunspección procedía de considerarse ya demasiado formales para corretear, y me pareció cómica; pero observando mejor, me convencí de que algo serio pasaba entre ellas, y como no tenía otra cosa que hacer, cambié de silla disimuladamente y me acerqué cuanto pude a fin de averiguarlo.

La una estaba pálida y tenía la vista fija constantemente en el suelo: la otra la miraba de vez en cuando con inquietud y tristeza. Cuando me acerqué guardaban silencio, pero no tardó en romperlo la primera exclamando en voz baja y con acento melancólico:

—¡Si lo hubiera sabido, no saldría hoy a paseo!

—¿Por qué?—repuso la segunda.—De todos modos algún día os habíais de encontrar.

La primera no replicó nada a esta observación y callaron un buen rato. Al cabo la segunda dijo poniéndole una mano sobre el hombro:

—¿Sabes lo que estoy pensando, Asunción?

—¿Qué?

—Que debías decírselo todo. Lola es buena niña, aunque tenga el genio vivo. ¿No te acuerdas cuando nos pegamos y nos arañamos porque le quité de ser la mamá?… Ya ves que le pasó en seguida…

—Sí, pero esto es muy distinto.

—Ya lo sé que es distinto… pero debes decírselo.

—¡Ay! No me mandes eso, por Dios, Luisa… de seguro no me vuelve a decir adiós, y se lo cuenta en seguida a sus papás.

—¿Y no será peor que se lo cuente otra persona?… ¡Hay niñas más mal intencionadas!… Elvira lo sabe ya… no sé quién se lo ha dicho…

Profunda debió ser la impresión que esta noticia causó en el ánimo de Asunción, porque no volvió a despegar los labios y siguió escuchando consternada las razones de su amiga, que las amontonaba de un modo incoherente, pero con resolución.

El paseo se iba poblando poco a poco. El sol no se enseñoreaba ya sino de uno de los ángulos del salón: al retirarse dejaba claro y nítido el ambiente, en el cual resaltaban con admirable pureza el obelisco del Dos de Mayo y las agujas del museo de Artillería y de San Jerónimo. Los pequeños retrocedían ante la invasión de los grandes a los parajes más apartados, donde establecían nuevamente sus juegos. Un chico rubio, vestido de marinero, con cara de desvergonzado, se quedó fijo delante de nuestras niñas contemplándolas con insistencia, y no hallando al parecer conveniente la gravedad que mostraban, se puso a hacerlas muecas en son de menosprecio. Luisa, al verse interrumpida en su discurso, se levantó furiosa y le tiró por los cabellos. El chico se alejó llorando.

Al cabo de un rato, cuando ya me disponía a dejar la silla para dar algunas vueltas, oí exclamar a Luisa:

—¡Calla… calla… me parece que ahí viene Lola!

Asunción se estremeció la cabeza vivamente.

—Sí, sí, es ella,—continuó Luisa.—Viene con Pepita y con Concha y Eugenia… Es el primer domingo que viene después de la muerte de su hermano… ¡No te pongas así, niña!… No te asustes… verás, yo lo voy a arreglar todo.

Asunción, en efecto, había empalidecido y estaba clavada e inmóvil en la silla como una estatua. Pronto divisé un grupo de niñas de su misma edad que se aproximaba; en el centro venía una completamente enlutada, morenita, con grandes ojos negros y profundos que debía de ser la causante de los temores de Asunción. Luisa se levantó a recibirlas y echó una carrerita para cambiar con ellas buena partida de besos cuyo rumor llegó hasta mis oídos. Asunción no se movió. Al llegar, todas la saludaron con efusión, no siendo por cierto la menos expansiva la enlutada Lolita. Después de cambiadas las primeras impresiones, observé que Luisa hacía señas a Asunción en ademán de pedirle algo, y que Asunción lo negaba, también por señas, pero con energía. Luisa, sin embargo, se resolvió a hacer lo que pretendía a despecho de su amiga, y llegándose a Lola, le dijo:

—Mira, Asunción tiene que decirte una cosa; ve a sentarte junto a ella.

Lolita se vino hacia la melancólica niña y le preguntó cariñosamente tocándole la cara:

—¿Qué tienes que decirme, Chonchita?

La pobre Asunción, completamente abatida, no contestó nada; visto lo cual por su amiga, tomó asiento al lado, y la instó con mucha viveza para que le contase lo que la ponía tan triste.

—Mira, Lola,—comenzó con voz temblorosa y casi imperceptible,—después que te lo diga ya no me querrás.

Lola protestó con una mueca.

—No, no me querrás… Dame un beso ahora… Después que te lo diga, no me darás ningún otro…

Lolita se manifestó sorprendida, pero le dio algunos besos sonoros.

—Mañana hace un mes que murió tu hermano Pepito… Yo sé que has tenido una convulsión por haber visto la caja… A mí no me han dejado ir a tu casa porque decían que me iba a impresionar, pero toda la tarde la pasé llorando… Luisa te lo puede decir… Lloraba porque Pepito y yo éramos novios… ¿no lo sabías?

—¡No!

—Pues lo éramos desde hacía dos meses. Me escribió una carta y me la dio un día al entrar en tu casa: salió de un cuarto de repente, me la dio y echó a correr. Me decía que desde la primera vez que me había visto le había gustado, que podríamos ser novios si yo le quería, y que en concluyendo la carrera de abogado, que era la que pensaba seguir, nos casaríamos. A mí me daba mucha vergüenza contestarle, pero como a Luisa le había escrito también Paco Núñez declarándose, yo por encargo de ella le dije un día en el paseo: «Paco, de parte de Luisa, que sí,» y a la otra vuelta Luisa le dijo a Pepito: «Pepito, de parte de Asunción, que sí». Y quedamos novios. Los domingos cuando bailábamos en tu casa o en la mía, me sacaba más veces que a las demás, pero no se atrevía a decirme nada… A pesar de eso, una vez bailando, como estaba triste y hablaba poco, le pregunté si estaba enfadado, y él me contestó: «Yo no me enfado con nadie, y mucho menos contigo». Yo me puse colorada… y él también… Todos los días por la tarde iba a esperarme a la salida del colegio; se estaba paseando por delante hasta que yo salía y después me seguía hasta casa…

Aquí Asunción cesó de hablar, y Lola, que la escuchaba con tristeza y curiosidad, aguardó un rato a que continuase, y viendo que no lo hacía, le preguntó:

—Pero, ¿por qué me decías que después de contármelo no iba a darte más besos y todas aquellas cosas? Al contrario, ahora te quiero más… mira como te quiero.

Y Lolita al decir esto le daba apasionados besos.

—Espera, espera… no me beses… ¿De qué murió tu hermano? ¿No dijeron los médicos que había muerto de una mojadura que había cogido?

—Sí.

—Pues esa mojadura, Lola… la cogió por causa mía… Sí, la cogió por causa mía… Una tarde en que estaba lloviendo a cántaros, fue a esperarme al colegio… Le vi por los cristales metido en un portal… en el portal de enfrente… no traía paraguas. Cuando salimos yo me tapé perfectamente porque la criada había traído uno para mí y otro para ella… Pepito nos siguió a descubierto. Llovía atrozmente… y yo en vez de ofrecerle el paraguas y taparme con el de la criada, le dejé ir mojándose hasta casa… Pero no fue por gusto mío, Lola… por Dios, no lo creas… fue que me daba vergüenza…

Al decir estas palabras, le embargó la emoción, se le anudó la voz en la garganta y rompió a sollozar fuertemente. Lolita se la quedó mirando un buen rato, con ojos coléricos, el semblante pálido y las cejas fruncidas; por último se levantó repentinamente y fue a reunirse con sus amigas que estaban algo apartadas formando un grupo. La vi agitar los brazos en medio de ellas narrando, al parecer, el suceso con vehemencia, y observé que algunas lágrimas se desprendían de sus ojos, sin que por eso perdiesen la expresión dura y sombría. Asunción permaneció sentada, con la cabeza baja y ocultando el rostro entre las manos.

En el grupo de Lolita hubo acalorada deliberación. Las amigas se esforzaban en convencerla para que otorgase su perdón a la culpable. Lolita se negaba a ello con una mímica (lo único que yo percibía) altiva y violenta. Luisa no cesaba de ir y venir consolando a su triste amiga y procurando calmar a la otra.

El sol se había retirado ya del paseo, aunque anduviese todavía por las ramas de los árboles y las fachadas de las casas. La estatua de Apolo, que corona la fuente del centro, recibía su postrera caricia; los lejanos palacios del paseo de Recoletos resplandecían en aquel instante como si fuesen de plata. El salón estaba ya lleno de gente.

Después de discutir con violencia y de rechazar enérgicamente las proposiciones conciliadoras, Lolita se encerró en un silencio sombrío. Al ver esta muestra de debilidad, las amigas apretaron el asedio, enviando cada cual un argumento más o menos poderoso; sobre todo Luisa, era incansable en formar silogismos, que alternaba sin cesar con súplicas ardientes.

Al fin Lolita volvió lentamente la cabeza hacia Asunción. La pobre niña seguía en la misma postura, abatida, ocultando siempre el rostro con las manos. Al verla, debió pasar un soplo de enternecimiento por el corazón de la irritada hermana; destacose del grupo, y viniendo hacia ella, la echó los brazos al cuello diciendo:

—No llores, Chonchita, no llores.

Pero al pronunciar estas palabras lloraba también. La cabecita rubia y la morena estuvieron un instante confundidas. Rodeáronlas las amigas, y ni una sola dejó de verter lágrimas.

—¡Vamos, niñas, que nos están mirando!—dijo Luisa.—Enjugad las lágrimas y vamos a pasear.

Y en efecto, llevándose el pañuelo a los ojos, ella la primera, con rostro sereno y risueño se mezclaron agrupadas entre la muchedumbre; y las perdí muy pronto de vista.

19 oct 2012

Las flores del argelino

Marguerite Duras



Es domingo por la mañana, las diez, en el cruce de las calles Jacob y Bonaparte, en el barrio de Saint-Germain-des-Prés, hace diez días.

Un joven que viene del mercado de Buci avanza hacia este cruce. Tiene veinte años, viste muy miserablemente, y empuja una carretilla llena de flores: es un joven argelino, que vende flores a escondidas, como vive. Avanza hacia el cruce Jacob-Bonaparte, menos vigilado que el mercado, y se detiene allí, aunque bastante inquieto.

Tiene razón. No hace aún diez minutos que está allí –no ha tenido tiempo de vender ni un solo ramo– cuando dos señores “de civil” se le acercan. Vienen de la calle Bonaparte. Van a la caza. Nariz al viento, husmeando el aire de este hermoso domingo soleado, prometedor de irregularidades, como otras especies, el perdigón, van directo hacia su presa.

¿Papeles?

No tiene papeles de autorización para entregarse al comercio de flores.

Así, pues, uno de los dos señores se acerca a la carretilla, desliza debajo su puño cerrado y -¡eh!, ¡qué fuerte es!- de un solo puñetazo vuelca todo el contenido. El cruce se inunda de las primeras flores de la primavera (argelina).

Ni Eisenstein, ni nadie están ahí, para captar la imagen de las flores por el suelo, que mira el joven argelino de veinte años, escoltado a uno y otro lado por los representantes del orden francés. Los primeros coches que transitan por allí, y esto no puede impedirse, evitan destrozar las flores, esquivándolas instintivamente mediante un rodeo.

Nadie en la calle, excepto, sí, una mujer, una sola:

– ¡Bravo!, señores –exclama–. Ven ustedes, si se hiciera eso cada vez, nos libraríamos pronto de esta chusma. ¡Bravo!

Pero viene del mercado otra mujer, que iba tras ella. Mira, tanto las flores como al joven criminal que las vendía, y a la mujer jubilada, y a los dos señores. Y sin decir palabra, se inclina, recoge unas flores, se acerca al joven argelino, y le paga. Después de ella, llega otra mujer, recoge y paga. Después de ésta, llegan otras cuatro mujeres, se inclinan, recogen y pagan. Quince mujeres. Siempre en silencio. Aquellos señores patalean.

Pero, ¿qué hacer? Esas flores están en venta y no se puede impedir que se quiera comprarlas.

Apenas han pasado diez minutos. No queda ni una sola flor por el suelo.

Después de esto, los citados señores pudieron llevarse al joven argelino al puesto de policía.

11 oct 2012

El origen del mal


León Tolstoi



En medio de un bosque vivía un ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban. Es más, por concesión divina o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el lenguaje de las fieras y hasta podía conversar con ellas.

En una ocasión en que el ermitaño descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí, para pasar la noche, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. A falta de otra cosa para hacer y con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del mal.

-El mal procede del hambre -declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el tema-. Cuando uno come hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le viene en gana y las cosas se le antojan de color de rosa. Pero, amigos, si durante días no se prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa la naturaleza. ¡Qué desasosiego! ¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible tener un momento de descanso. Y si vislumbro un buen pedazo de carne, me abalanzo sobre él, ciegamente. Ni palos ni piedras, ni lobos enfurecidos serían capaces de hacerme soltar la presa. ¡Cuántos perecemos como víctimas del hambre! No cabe duda de que el hambre es el origen del mal.

El palomo se creyó obligado a intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.

-Opino que el mal no proviene del hambre, sino del amor. Si viviéramos solos, sin hembras, sobrellevaríamos las penas. Más ¡ay!, vivimos en pareja y amamos tanto a nuestra compañera que no hallamos un minuto de sosiego, siempre pensando en ella "¿Habrá comido?", nos preguntamos. "¿Tendrá bastante abrigo?" Y cuando se aleja un poco de nuestro lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un gavilán la haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera. Empezamos a buscarla por doquier, con loco afán; y, a veces, corremos hacia la muerte, pereciendo entre las garras de las aves de rapiña o en las mallas de una red. Y si la compañera desaparece, uno no come ni bebe; no hace más que buscarla y llorar. ¡Cuántos mueren así entre nosotros! Ya ven que todo el mal proviene del amor, y no del hambre.

-No; el mal no viene ni del hambre ni del amor -arguyó la serpiente-. El mal viene de la ira. Si viviésemos tranquilos, si no buscásemos pendencia, entonces todo iría bien. Pero, cuando algo se arregla de modo distinto a como quisiéramos, nos arrebatamos y todo nos ofusca. Sólo pensamos en una cosa: descargar nuestra ira en el primero que encontramos. Entonces, como locos, lanzamos silbidos y nos retorcemos, tratando de morder a alguien. En tales momentos, no se tiene piedad de nadie; mordería uno a su propio padre o a su propia madre; podríamos comernos a nosotros mismos; y el furor acaba por perdernos. Sin duda alguna, todo el mal viene de la ira.

El ciervo no fue de este parecer.

-No; no es de la ira ni del amor ni del hambre de donde procede el mal, sino del miedo. Si fuera posible no sentir miedo, todo marcharía bien. Nuestras patas son ligeras para la carrera y nuestro cuerpo vigoroso. Podemos defendernos de un animal pequeño, con nuestros cuernos, y la huida nos preserva de los grandes. Pero es imposible no sentir miedo. Apenas cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de terror. El corazón palpita, como si fuera a salirse del pecho, y echamos a correr. Otras veces, una liebre que pasa, un pájaro que agita las alas o una ramita que cae, nos hace creer que nos persigue una fiera; y salimos disparados, tal vez hacia el lugar del peligro. A veces, para esquivar a un perro, vamos a dar con el cazador; otras, enloquecidos de pánico, corremos sin rumbo y caemos por un precipicio, donde nos espera la muerte. Dormimos preparados para echar a correr; siempre estamos alerta, siempre llenos de terror. No hay modo de disfrutar de un poco de tranquilidad. De ahí deduzco que el origen del mal está en el miedo.

Finalmente intervino el ermitaño y dijo lo siguiente:

-No es el hambre, el amor, la ira ni el miedo, la fuente de nuestros males, sino nuestra propia naturaleza. Ella es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo.

4 oct 2012

Cuento del joven marinero

Isak Dinesen 
(Karen Blixen)



El bricbarca Charlotte había zarpado de Marsella y navegaba rumbo a Atenas, con tiempo gris y mar gruesa, después de tres días de fuerte temporal. Un pequeño marinero llamado Simón, en la cubierta mojada y balanceante, se sujetaba a un obenque y miraba hacia las nubes viajeras y la verga del mastelerillo del palo mayor.

Un ave, buscando refugio en el mástil, se había enredado las patas en una driza suelta de algún aparejo, y forcejeaba allá arriba tratando de liberarse. El chico de la cubierta podía verla aletear y agitar la cabeza de un lado a otro.

Por su propia experiencia en la vida, había llegado a la convicción de que en este mundo cada cual debía cuidar de sí mismo, y no esperar ayuda de los demás. Pero aquella lucha muda, mortal, le tenía fascinado desde hacía más de una hora. Se preguntaba qué clase de ave sería. En los últimos días habían venido a posarse numerosas aves en las jarcias del bricbarca: golondrinas, codornices y un par de halcones peregrinos; le parecía que esta vez se trataba de un halcón peregrino. Recordaba que hacía muchos años, en su país, cerca de la casa, vio una vez un halcón peregrino posado en una piedra, a poca distancia, y echar a volar. A lo mejor era la misma ave. Pensó: «Es como yo. Antes estaba allá y ahora está aquí.»

Esto despertó en él un sentimiento de simpatía y de tragedia, siguió mirando al ave con el corazón en un puño. No estaba presente ninguno de los marineros para reírse de él, empezó a pensar cómo podía trepar por las jarcias para ayudar al halcón. Se echó el pelo hacia atrás, se subió las mangas, miró por toda la cubierta y empezó a trepar. Tuvo que detenerse un par de veces en el aparejo oscilante.

Al llegar a lo alto del mástil comprobó que era, efectivamente, un halcón peregrino. Cuando su cabeza llegó a la altura del ave, ésta dejó de debatirse, y le miró con ojos furiosos, desesperados, amarillos. Tuvo que sujetarla con una mano mientras sacaba el cuchillo y cortaba la driza. Se asustó al mirar hacia abajo; pero a la vez pensó que no se lo había ordenado nadie, que era su propia aventura, y esto le produjo una sensación orgullosa, tranquilizadora; como si el mar y el cielo, el barco, el ave y él mismo fueran todo uno. Justo cuando la hubo liberado, el ave le dio un picotazo en el pulgar, de manera que le hizo sangre, y estuvo a punto de soltarla. Se enfadó con ella y le dio un cachete; a continuación se la metió en el interior de la chaqueta y bajó.

Cuando llegó a la cubierta, se encontraban allí el piloto y el cocinero mirando; le preguntaron a voces a qué había subido al mástil. Él estaba tan cansado que tenía lágrimas en los ojos. Sacó el halcón y lo enseñó, mientras éste permanecía quieto en sus manos. El piloto y el cocinero se echaron a reír y se fueron. Simón dejó el ave en el suelo, retrocedió, y se quedó mirándola. Al cabo de un rato pensó que no sería capaz de levantarse de la resbaladiza cubierta, así que la cogió otra vez y fue a colocarla sobre un rollo de lona. Poco después empezó a ordenarse las plumas, dio dos o tres violentos aletazos y de repente echó a volar. El chico pudo seguir su vuelo por encima de los surcos de agua gris. Pensó: «Allá vuela mi halcón.»

Cuando regresó el Charlotte, Simón se enroló en otro barco; y dos años más tarde era un avispado marinero de la goleta Hebe, fondeada en Bodo, en la costa norte de Noruega, donde había entrado a cargar arenque.

A los grandes mercados de arenque de Bodo acudían barcos de todos los rincones del mundo: había barcos suecos, finlandeses y rusos: un bosque de mástiles; y en la playa, un tumultuoso y heterogéneo despliegue de vida, donde se oían muchas lenguas y se suscitaban tremendas peleas. Se habían instalado puestos de venta en la playa, y los lapones, gente pequeña y amarilla, de movimientos sigilosos y ojos vigilantes, a la que Simón no había visto en la vida, bajaban a vender artículos de piel adornados de cuentas. En abril, el cielo y el mar eran tan claros que resultaba difícil mantener la vista frente a ellos —salados, infinitamente anchos y poblados de chillidos de aves—, como si alguien estuviese afilando incesantemente cuchillos invisibles en todas partes, arriba en el cielo.

Simón estaba asombrado de la claridad de estas noches de abril. No sabía geografía, y no lo atribuía a la latitud, sino que lo consideraba un signo de buena voluntad del Universo, un favor. Simón había sido toda su vida bajo de estatura para su edad, pero este último invierno había dado un estirón y se había hecho fuerte de miembros. Esta suerte, pensaba, debía de proceder de la misma fuente que la bondad del tiempo, de una nueva benevolencia del mundo. Había estado necesitado de este estímulo, dado que era tímido por naturaleza; ahora no pedía más. El resto consideraba que era cosa suya. Se movía lentamente, orgullosamente.

Una tarde bajó a tierra con permiso, y se acercó al puesto de un pequeño comerciante ruso, un judío que vendía relojes de oro. Todos los marineros sabían que eran de falso metal y que no funcionaban, aunque los compraban y los exhibían con ostentación. Simón estuvo contemplando un buen rato estos relojes, pero no compró ninguno. El viejo judío exhibía diversas mercancías en su puesto; entre ellas, una caja de naranjas. Simón las había probado en sus viajes; compró una y se la llevó. Quería subir a una colina desde donde poder ver el mar, y comérsela allí.

Siguió andando; y al llegar a las afueras del pueblo vio a una niña con un vestido rojo, de pie al otro lado de una cerca, mirándole. Tendría trece o catorce años; estaba delgada como una anguila, pero tenía una cara redonda, alegre, pecosa y un par de trenzas largas. Se miraron mutuamente.

—¿A quién esperas? —preguntó Simón, por decir algo.

La cara de la niña esbozó una sonrisa extática, presuntuosa:

—Al hombre con quien me voy a casar, naturalmente —dijo.

Había algo en su semblante que hizo que el muchacho se sintiese confiado y feliz; le sonrió un poco.

—A lo mejor soy yo —dijo él.

—¡Ja, ja! —rió la niña—; es unos años mayor que tú, para que te enteres.

—¿Cómo es eso? —dijo Simón—; pues tú no eres tan mayor.

La niña negó con la cabeza solemnemente.

—No —dijo—; pero cuando lo sea, seré guapísima; y llevaré zapatos marrones con tacones y un sombrero.

—¿Quieres una naranja? —preguntó Simón, ya que no podía darle ninguna de las cosas que ella había mencionado. La niña miró la naranja y luego a él.

—Están muy buenas —dijo él.

—Entonces, ¿por qué no te la comes tú? —preguntó ella.

—Yo he comido muchas ya —dijo él—, cuando estaba en Atenas. Aquí, ésta me ha costado un marco.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.

—Me llamo Simón —dijo él—. ¿Y tú?

—Yo, Nora —dijo ella—. ¿Qué quieres a cambio de tu naranja, Simón?

Cuando oyó su nombre en la boca de ella, Simón se volvió audaz.

—¿Quieres darme un beso, a cambio de la naranja? —preguntó.

Nora le miró seria un momento.

—Sí —dijo—; no me importa darte un beso.

Simón notó que le entraba un calor como si hubiese estado corriendo. Cuando la niña extendió la mano para que le diese la naranja, se la cogió. En ese instante la llamó alguien desde la casa.

—Es mi padre —dijo, y trató de devolverle la naranja; pero él no lo consintió—. Pues vuelve mañana —dijo ella—; entonces te daré el beso —y echó a correr. Él se quedó viéndola marcharse, y poco después regresó al barco.

Simón no tenía costumbre de hacer planes para el futuro, y no sabía si volvería para verla o no.

La tarde siguiente tenía que quedarse a bordo, ya que los demás marineros iban a bajar a tierra; pero no le importaba. Decidió sentarse en cubierta conBalthazar, el perro del barco, y practicar con una concertina que se había comprado hacía algún tiempo. El pálido atardecer le rodeaba por todas partes; el cielo tenía un matiz débilmente rosáceo, la mar estaba completamente llana, lechosa; sólo en la estela de los botes que iban a tierra se quebraba en franjas de intenso índigo. Y se sentó a tocar; al cabo de un rato, su propia música empezó a hablarle tan vehementemente que se detuvo, se levantó y miró hacia arriba. Entonces descubrió la luna llena en lo alto del cielo.

El cielo estaba tan claro que apenas hacía falta: era como si hubiese subido allí por propio capricho. Era redonda, grave, presuntuosa. Y entonces comprendió Simón que debía bajar a tierra, costara lo que costase. Pero no sabía cómo ir, ya que los demás se habían llevado la yola. Llevaba mucho rato de pie en la cubierta, pequeña figura solitaria de joven marinero en su barco, cuando vio que se acercaba la yola de un barco que estaba fondeado más afuera y llamó. Averiguó que eran marineros rusos de un barco llamado Anna que iban a tierra. Cuando consiguió hacerse entender, le llevaron con ellos; primero le pidieron dinero por el viaje; luego, riendo, se lo devolvieron. Simón pensó: «Estos creen que voy al pueblo en busca de mujeres. Luego, con cierto orgullo, pensó que tenían razón; aunque al mismo tiempo estaban infinitamente equivocados, y no tenían idea de nada.

Una vez en tierra, le invitaron a beber con ellos, y Simón no quiso decirles que no porque le habían ayudado. Uno de los rusos era un gigantón, grande como un oso; le dijo a Simón que se llamaba Iván. Se emborrachó enseguida, y luego acometió al muchacho con afecto osuno, le manoseó, sonrió y se rió en su cara, le regaló una cadena de reloj de oro y lo besó en ambas mejillas. Simón pensó entonces que él también tenía que regalarle algo a Nora cuando la viese otra vez; y en cuanto pudo dejar a los rusos, se dirigió a un puesto que conocía y compró un pañuelito azul, del mismo color que los ojos de ella.

Era sábado por la tarde, y circulaba mucha gente entre las casas: iban en largas filas, algunos cantando, y todos deseosos de divertirse esa noche. Simón, en medio de esta vida rica y bulliciosa bajo la luna clara, sentía la cabeza alegre con su escapada del barco y la bebida fuerte. Se embutió el pañuelo en el bolsillo; era de seda, cosa que nunca había tocado anteriormente, un regalo para su amiga.

No recordaba el camino a casa de Nora, se perdió, y volvió adonde había empezado. Entonces le asaltó un miedo terrible de llegar demasiado tarde y echó a correr. En un paso estrecho entre dos casas de madera chocó con un hombre corpulento, y descubrió que era Iván otra vez. El ruso cerró los brazos en torno suyo y le sujetó.

—¡Bueno, bueno! —exclamó desbordante de alegría—; al fin te he encontrado, mi pequeño pollito. Te he buscado por todas partes; y el pobre Iván ha llorado porque había perdido a su amigo.

—Suéltame, Iván —exclamó Simón.

—Ah, ah —dijo Iván—; iré contigo y tendrás lo que quieras. Mi corazón y mi dinero son tuyos, todo tuyos; yo también he tenido diecisiete años, también he sido una pequeña ovejita de Dios, y quiero serlo otra vez esta noche.

—¡Suéltame —exclamó Simón—, que tengo prisa!

Iván le sujetaba de tal manera que le hacía daño, mientras le acariciaba con la otra mano.

—Lo siento, lo siento —decía—. Vamos, confía en mí, amiguito mío. Nada nos va a separar. Oigo llegar a los otros: vamos a pasar una noche juntos que la recordarás cuando seas abuelito.

De repente estrujó al muchacho contra sí, como el oso que lleva a un cordero. La odiosa sensación de calor masculino y el corpachón de un hombre pegado a él enloqueció al flaco muchacho. Pensó en Nora, esperándole, como una embarcación esbelta en el aire turbio, mientras él estaba aquí, sufriendo el abrazo caluroso de un animal peludo. Golpeó a Iván con todas sus fuerzas.

—Te mataré, Iván —gritó—, si no me sueltas.

—¡Bah, después me lo agradecerás! —dijo Iván, y empezó a cantar.

Simón hurgó en su bolsillo buscando la navaja y consiguió abrirla. No podía levantar la mano, pero hundió la navaja furiosamente por debajo del brazo del gigantón.

Casi instantáneamente, sintió brotar la sangre y correrle por la manga hacia abajo. Iván dejó de cantar de repente, soltó al muchacho y profirió dos largos y profundos gruñidos. Un segundo después cayó de rodillas.

—Pobre Iván, pobre Iván —gimió.

Cayó de bruces. En ese momento Simón oyó a los otros marineros que se acercaban cantando por el callejón.

Se quedó inmóvil un momento, limpió la navaja y observó que la sangre derramada había formado un charco oscuro debajo del enorme corpachón. Luego echó a correr. Al detenerse un segundo para elegir una dirección, oyó gritar a los marineros sobre su compañero muerto. Y pensó: «Tengo que bajar a la mar y lavarme las manos.» Pero, al mismo tiempo, corría en dirección opuesta. Al cabo de un rato dio con el camino por el que había pasado el día anterior y le pareció familiar, como si lo hubiese recorrido centenares de veces en su vida.

Aflojó el paso para echar una mirada, y de pronto descubrió a Nora al otro lado de la cerca; estaba a muy poca distancia de él, cuando la vio a la luz de la luna. Tambaleante y sin aliento, cayó de rodillas. Durante un momento no pudo hablar.

—Buenas noches, Simón —dijo ella con su vocecita acariciadora—. Hace rato que te estoy esperando —y tras una pausa añadió—: Me he comido la naranja.

—¡Ah, Nora! —exclamó el muchacho—. He matado a un hombre.

Nora se le quedó mirando, pero no se movió.

—¿Por qué has matado a un hombre? —preguntó al cabo de un rato.

—Para llegar aquí —dijo Simón—. Porque intentaba detenerme. Pero era mi amigo —lentamente, Simón se puso en pie—. ¡Me quería! —exclamó; y entonces estalló en lágrimas—. Sí —dijo despacio, pensativo—. Sí, porque tú estarías aquí puntualmente. ¿Puedes esconderme? —preguntó—. Porque me buscarán.

—No —dijo Nora—; no te puedo esconder. Porque mi padre es el párroco de aquí, de Bodo, y seguro que te entregaría, si se enterase de que has matado a un hombre.

—Entonces —dijo Simón—, dame algo para limpiarme las manos.

—¿Qué tienes en las manos? —preguntó ella, y dio un pasito adelante.

Él extendió las manos.

—¿Es tuya esa sangre? —preguntó ella.

—No —dijo Simón—, es del hombre muerto.

Nora retrocedió un paso otra vez.

—¿Me odias ahora? —preguntó él.

—No, no te odio —dijo ella—. Pero ponte las manos en la espalda.

Al hacerlo, Nora se acercó mucho a él, en el otro lado de la cerca, y le echó los brazos alrededor del cuello. Apretó su cuerpo joven contra el de Simón y le besó tiernamente. Simón sintió la cara de ella, fría como la luz de la luna, sobre la suya; y cuando le dejó, le flotaba la cabeza, y no sabía si el beso había durado un segundo o una hora. Nora se enderezó con los ojos muy abiertos.

—Ahora —dijo lenta, orgullosamente— te prometo que jamás me casaré con nadie, en toda mi vida.

El muchacho seguía en el mismo sitio, con las manos en la espalda como si ella se las hubiese atado así.

—Y ahora corre —dijo ella—, porque se acercan.

Se miraron los dos al mismo tiempo.

—No lo olvides, Nora —dijo. Se volvió y echó a correr.

Saltó una cerca, y cuando estuvo entre las casas siguió andando. No sabía adónde ir. Al llegar a un portal del que salía música y ruido de voces, lo traspuso lentamente. El recinto estaba lleno de gente: había baile. Una lámpara colgaba del techo, y brillaba sobre los que estaban bailando; el aire era espeso y marrón a causa del polvo que se elevaba del suelo. Había algunas mujeres, pero muchos de los hombres bailaban unos con otros; y pateaban el suelo serios o riendo. Al poco de entrar Simón, la multitud se retiró hacia la pared para dejar espacio a dos marineros que ejecutaban un baile de su propio país. Simón pensó: «No tardarán en pasar por aquí los hombres del bote, en busca del que ha matado a su compañero; y por mis manos sabrán que he sido yo.» Los cinco minutos que estuvo junto a la pared del local, en medio de los alegres y sudorosos bailarines, fueron de gran importancia para el muchacho. Él mismo se daba cuenta; como si madurase en ese tiempo, y se volviese como los demás. No suplicaba a su destino; ni se quejaba. Aquí estaba él: había matado a un hombre y había besado a una muchacha. No pedía nada más a la vida; ni la vida podía pedir nada más de él. Era Simón, un hombre como los que le rodeaban, e iba a morir, como van a morir todos los hombres.

Sólo tuvo conciencia de lo que pasaba fuera de él cuando vio que había entrado una mujer, y que estaba de pie en el centro de la sala despejada, mirando en torno suyo. Era una vieja ancha y baja de estatura, con ropas laponas, y miraba con dignidad y fiereza como si fuese la dueña de todo el pueblo. Era evidente que la mayoría de los presentes la conocían y que le temían un poco, aunque algunos se reían; el bullicio del baile se apagó al alzar ella la voz:

—¿Dónde está mi hijo? —preguntó con voz chillona, como la de un pajarraco.

Un instante después, sus ojos se clavaron en Simón; avanzó entre la multitud, que se abrió a su paso, alargó una mano huesuda, oscura, vieja y le cogió por el codo.

—Vente a casa conmigo —dijo—. No te hace falta bailar aquí esta noche. Si no, no tardarás en bailar más alto.

Simón retrocedió, porque creía que estaba borracha. Pero al mirarle ella directamente a la cara con sus ojos amarillos, le pareció que la había visto antes y que quizá convenía escucharla. La vieja tiró de él, cruzó la estancia, y Simón la siguió sin rechistar.

—No te ensañes demasiado con el chico, Sunniva —le gritó uno de los presentes—. No ha hecho nada malo; sólo quería ver bailar.

En el mismo instante en que salían por la puerta se produjo una alarma en la calle: una multitud bajaba corriendo; y uno de ellos, al dar la vuelta a la casa, chocó con Simón. Le miró, miró a la vieja y siguió corriendo.

Mientras iban los dos por la calle, la vieja se levantó la falda y le puso el borde en la mano al muchacho.

—Límpiate las manos en mi falda —dijo.

No habían andado mucho, cuando llegaron a una casa de madera y se detuvieron; la puerta era tan baja que tuvieron que inclinarse para pasar. Al entrar la mujer lapona delante, sin soltarle el brazo, el muchacho alzó los ojos un momento. La noche se había vuelto brumosa, había un amplio halo alrededor de la luna.

La vivienda de la vieja era estrecha y oscura, con un único ventanuco; en el suelo había un farol que alumbraba débilmente. Estaba toda llena de pieles de reno y de lobo, y de cuernos de reno, con los que los lapones suelen hacer botones tallados y mangos de cuchillo, y el aire aquí era rancio y sofocante. Tan pronto como estuvieron dentro, la mujer se volvió hacia Simón, le cogió por la cabeza, le hizo una raya en el pelo con sus dedos ganchudos y se lo peinó a la manera de los lapones. Le ajustó un gorro de tapón y retrocedió para mirarle.

—Ahora siéntate en mi taburete —dijo—. Pero primero saca la navaja.

Su voz y su gesto fueron tan autoritarios que el muchacho no tuvo más remedio que hacer lo que decía: se sentó en el taburete incapaz de apartar los ojos de su rostro, que era plano y marrón, y como cubierto de suciedad en su red de finas arrugas. Mientras estaba sentado oyó rumor de gente en el exterior, y detenerse delante de la casa; luego, alguien llamó a la puerta, aguardó un momento y volvió a llamar. La vieja, de pie, se quedó quieta como un ratón.

—No —dijo el muchacho, y se levantó—. Es inútil; es a mí a quien buscan. Será mejor para usted que me deje salir.

—Dame tu navaja —dijo ella. Se la dio, y ella se la pasó por el pulgar; le brotó sangre y dejó que goteara sobre su falda—. Bueno, entrad —gritó.

Se abrió la puerta, entraron dos de los marineros rusos, y se quedaron de pie en el vano; había más gente fuera.

—¿Ha venido aquí alguien? —preguntaron—. Vamos detrás del que ha matado a nuestro compañero, pero se nos ha escapado. ¿Has oído o visto pasar a alguien por aquí?

La vieja lapona se volvió hacia ellos, y sus ojos brillaron como el oro a la luz de la lámpara.

—¿Que si he oído o visto a alguien? —exclamó—. Os he oído a vosotros gritar asesino por todo el pueblo. Nos habéis asustado a mí y a mi pobre muchacho; hasta me he hecho sangre en el dedo cuando recortaba la alfombrilla de piel que estoy cosiendo. El muchacho está demasiado asustado para ayudarme, y se ha echado a perder la alfombrilla. Tendréis que pagármela. Si andáis buscando a un asesino, pasad y registrad mi casa, que ya os conoceré yo cuando volvamos a vernos.

Estaba tan furiosa que bailoteaba y sacudía la cabeza como un ave de presa furiosa.

Entró el ruso, miró por la habitación, la observó a ella, y reparó en su mano y su falda manchadas de sangre.

—No nos eches ninguna maldición, Sunniva —dijo tímidamente—. Sabemos que puedes hacer muchas cosas cuando quieres. Aquí tienes un marco por la sangre que has derramado.

Ella extendió la mano y él le puso una moneda en la palma. Sunniva la escupió.

—Ahora marchaos, y no habrá odio entre nosotros —dijo, y cerró la puerta tras ellos. Se llevó el pulgar a la boca y se lo chupó.

El muchacho se levantó del taburete; se detuvo delante de ella y se quedó mirándola a la cara. Se sentía como si se balancease muy alto, con escasa sujeción.

—¿Por qué me has ayudado? —le preguntó.

—¿No lo sabes? —contestó ella—. ¿Todavía no me has reconocido? Pero sí te acordarás del halcón peregrino atrapado en una driza de tu barco, elCharlotte, cuando navegaba por el Mediterráneo. Aquel día trepaste por las jarcias hasta el mastelerillo para ayudar a aquella ave, en medio de un fuerte ventarrón y con mar gruesa. Aquel halcón era yo. Las laponas volamos a veces así para ver mundo. La primera vez que te vi fue cuando iba camino de África, a ver a mi hermana menor y a sus hijos. Ella es halcón también, cuando quiere. En aquel entonces vivía en Takaunga, en una vieja torre en ruinas que allá llaman minarete.

Se vendó el pulgar con una tira de su falda y se lo mordió.

—Nosotras no olvidamos —dijo—. Te di un picotazo en el pulgar cuando me cogiste; es justo que me diese un corte en el pulgar por ti esta noche.

Se acercó a él, y le frotó suavemente sus dos dedos marrones, como garras, en la frente.

—Así que eres mi muchacho —dijo—, capaz de matar a un hombre antes que llegar tarde a una cita de amor, ¿no? Las hembras de esta tierra estamos muy unidas. Ahora te marcaré en la frente, para que las muchachas lo sepan cuando te miren; y les gustes por eso.

Jugó con el pelo del muchacho, y se lo enroscó en el dedo.

—Ahora escucha, pajarillo mío —dijo ella—. El cuñado de mi bisnieto se encuentra en su barca junto al embarcadero en este momento; va a llevar una remesa de pieles a un barco danés. Él te devolverá a tu barco a tiempo, antes de que llegue tu patrón. La Hebe saldrá mañana por la mañana, ¿no? Pero cuando llegues a bordo, dale mi gorro para que me lo devuelva —sacó la navaja del muchacho, la limpió en su falda y se la tendió—. Aquí tienes tu navaja —dijo—. No se la volverás a clavar a ningún otro hombre; no tendrás necesidad, pues de ahora en adelante navegarás por los mares como un auténtico marinero. Ya tenemos bastantes preocupaciones con nuestros hijos.

El perplejo muchacho empezó a tartamudear unas palabras de agradecimiento.

—Espera —dijo ella—; te haré una taza de café para que te reanime, mientras te lavo la chaqueta.

Puso una vieja olla de cobre en el hogar. Al cabo de un rato, le tendió una bebida caliente, fuerte, negra, en un tazón sin asa.

—Ahora has bebido con Sunniva —dijo—; has sorbido un poco de sabiduría, de manera que en el futuro tus pensamientos no caerán como gotas de agua en la mar salada.

Cuando hubo terminado y dejado la taza, Sunniva le acompañó hasta la puerta y se la abrió. El muchacho se sorprendió al ver que casi había amanecido. La casa estaba tan arriba que podía verse el mar desde allí. Le dio la mano a la vieja para despedirse.

Ella le miró fijamente a los ojos.

—Nosotras no olvidamos —dijo—. Tú me diste un golpe en la cabeza, allá, en lo alto del mástil; así que te lo devolveré —y a continuación le dio una bofetada con todas sus fuerzas, al punto de que la cabeza le daba vueltas—. Ahora estamos en paz —dijo; le dirigió una mirada centelleante, larga, maligna, le empujó suavemente para hacerle trasponer el umbral y le hizo un signo afirmativo con la cabeza.

Así, pues, el muchacho marinero regresó a su barco, que iba a zarpar a la mañana siguiente, y vivió para contarlo.

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