Almudena Grandes
A veces, la vida es justa.
No ocurre con mucha frecuencia. De hecho, es más común que sea tercamente injusta, pero a veces pasa.
Las dos mujeres se conocieron hace mucho tiempo, mientras colaboraban en un proyecto común. No llegaron a ser exactamente compañeras de trabajo porque nunca vivieron en el mismo lugar y sólo se veían cuando una de ellas viajaba a la ciudad de la otra, pero mantuvieron una relación cordial, a partir de un momento determinado, casi cómplice.
Hace aproximadamente catorce años, las dos coincidieron frente a frente, en unas circunstancias especiales para ambas. Aquella tarde, la madrileña acababa de saber que estaba embarazada, y se encontraba en un estado de euforia característico que la impulsaba a contárselo a todo el mundo. La barcelonesa recibió la noticia con una intensa expresión de melancolía, tan extraña que terminó contando, ella también, una historia muy distinta.
Hacía poco que había decidido quedarse embarazada y creyó haberlo conseguido a la primera, porque a los treinta y cuatro años no podía imaginar otra cosa. Sin embargo, compró un test en la farmacia y no obtuvo resultado. Repitió la prueba y volvió a dar negativo. Se hizo un análisis clásico y, por tercera vez, le dijeron que no había embarazo. Cuando el ginecólogo le explicó que, en su caso, la ausencia de menstruación se debía a una rareza estadística denominada menopausia precoz, no pudo creerlo. Nadie habría podido. Tampoco su compañera madrileña, que aquella tarde vivió su embarazo casi como una culpa.
Pasó el tiempo y la madrileña no dejó de acordarse, casi a diario, de su compañera barcelonesa, hasta que tuvo una niña, pequeña, sana y sonrosada, y volvió a recordarla. Poco después, llegó una buena noticia. En Barcelona, una pareja estaba en lista de espera para adoptar una niña en Bulgaria. Cuando la niña de Madrid aún no andaba, una pequeña búlgara llegó a Cataluña para que las agridulces revelaciones de aquella tarde desembocaran en un plácido y tibio empate.
Las dos mujeres tenían una hija. La de Madrid era un poco mayor, la de Barcelona algo más pequeña, pero las dos lloraban, y daban malas noches, y hacían gracias, y tenían a sus madres con la baba caída. Parecía que esta historia había llegado a su fin, pero cuando quiere, Dios no sólo aprieta, también ahoga. Tanto que, a principios de 2002, cuando la niña de Madrid tenía cinco años, su madre conoció, a través de una amiga común, una tragedia que le puso el corazón en un puño.
En Barcelona ya no había ninguna niña. Aquella preciosidad había enfermado repentinamente con una fiebre altísima, súbita e incomprensible como una maldición. Sus padres se alarmaron, la llevaron corriendo a Urgencias, pero toda su prisa fue poca. La segunda terrible rareza estadística que les partió el corazón se llamaba meningitis. La madre barcelonesa tuvo que paladear la amargura de ver morir a su hija en sus brazos, mientras atravesaba la puerta de un hospital.
Es difícil describir el anonadamiento que semejante tragedia sembró en el espíritu de la madre madrileña, incapaz de asumir la cantidad de desgracia, de injusticia, de mala suerte, que se había cebado en aquella chica tan valiente, tan digna de un destino apacible, una suerte mejor. Cuando volvió a verla, le resultó aún más difícil contárselo, decirle cómo le dolía, lo cerca que se había sentido de ella, estando tan lejos, durante tanto tiempo. Pero la muerte, que siempre es atroz, y siempre injusta, es también, por definición, irremediable. Siguió pasando el tiempo, el proyecto en el que las dos habían coincidido terminó, y en Madrid, una mujer vio crecer a su hija mientras viajaba con frecuencia a Barcelona, para coincidir de vez en cuando con otra mujer con la que no volvió a hablar nunca más de madres, ni de hijas, ni de suerte, ni de desgracia. Hasta hace quince días.
Porque hace quince días, las dos volvieron a encontrarse, y comenzó un nuevo capítulo de esta historia...
-No sé si te han contado que tengo otra hija
-comentó la barcelonesa, con una sonrisa tan ancha como si las dos hubieran vuelto a tener treinta años.
Porque, a veces, la vida es justa. Pasa poco, pero a veces pasa. Hay que sembrar la suerte, eso sí, buscarla con arrojo, con coraje, con la determinación con la que ella había vuelto a rellenar papeles y más papeles, hasta que un formulario terminó en Kazajistán, una remota república ex soviética de Asia Central, donde la estaba esperando un bebé, otra niña, que llegó a Barcelona con diez meses, y cumplió un año, y dos, y tres, y así hasta los seis que está a punto de celebrar un día de estos.
La madre madrileña escuchó la noticia con una emoción que la paralizó en medio de un pasillo, porque no era sólo alegría. Era una alegría químicamente pura, completa, total, sin fisuras de ninguna clase. La alegría por definición.
La niña se llama Violeta, es una monada y, lo que son las cosas, se parece un montón a su madre.
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