Cuando en su día los Beni Kinda, «la tribu más numerosa de Yemen», acudieron a Medina para islamizarse, Mahoma le dijo a su jefe, Ash’ash:
—Si tuviera una hermana o una hija libre para casarse, te la entregaría yo mismo.
Buscó entonces entre el resto de las jóvenes jerárquicamente más destacadas. Um Ferwa, la hermana de su amigo Abú Bekr, era joven y libre. Mahoma se la dio como esposa a Ash’ash.
A la muerte de Mahoma, lo mismo que tantas tribus árabes, los Beni Kinda se dijeron: «¡Mahoma ha muerto, el islam ha muerto!».
Y regresaron todos a su primera y total libertad.
De manera que el matrimonio de Ash’ash con la hermana de Abú Bekr, ahora califa, se rompió.
Una fortaleza se alza en el cercano desierto del Hadramaut.
Los Beni Kinda esperan establecerse en aquella región, pues tienen que huir de un fuerte ejército musulmán al mando de Mohadyir ibn Omeya e Ikrima, dos de los once generales designados por Abú Bekr, además de Jalid, para reprimir la ridda, la disidencia de casi toda Arabia.
Hubo numerosos enfrentamientos entre el ejército musulmán y los Beni Kinda. De éstos, los que no resultaron muertos resolvieron encerrarse, con mujeres y niños, en aquella imponente fortaleza.
Su jefe, Ash’ash, se dispone a entablar la última batalla. Tratos con Mohadyir. Éste promete que respetará la vida de diez hombres que él designe. Ash’ash da diez nombres, mas olvida el suyo. Mohadyir, terrible, anuncia que él, el jefe, será ejecutado. Ikrima, más humano, se interpone y propone acompañar personalmente a la embajada —Ash’ash y sus compañeros— hasta Medina, donde será el califa quien decida el perdón.
Durante ese tiempo mujeres, niños y ancianos serán reducidos a esclavitud: es la ley acostumbrada en la guerra de entonces.
Entre aquellas familias que perderán la libertad se encuentra una mujer cuyo nombre desconocemos y que es hija de No’man, hijo de el-Dyamm. Se distingue por una belleza excepcional, o por alguna otra cualidad, como los dones de la poesía, de la sabiduría o de la inteligencia. Sólo se hace una precisión especial: algunos años antes, su padre se sentía tan orgulloso de ella que en el momento de su conversión al islam experimentó la necesidad de hacer de ella un elogio ditirámbico ante el propio Jefe de los Creyentes (o acaso lo juzgó conveniente).
Mahoma, viendo en ello una indirecta —o quizá lo hizo por política, para aliarse con más fuerza con los Beni Kinda—, le respondió:
—¡Tráemela para que la despose!
Así, la hija de No’man, de los Beni Kinda, iba a casarse con el Profeta. No’man fue a buscarla y la llevó a Medina: viaje nupcial por el que toda la tribu, numerosa y recientemente islamizada, debió de sentirse honrada.
Cuando presenta a la joven a su augusto esposo, No’man, padre poco modesto, cree necesario añadir a su hija otra cualidad además de aquellas que ya ha ensalzado:
—Apóstol de Dios, mi hija goza de una virtud que, según creo, nadie posee: nunca tuvo fiebre, nunca estuvo enferma.
Mahoma, superado por esta ingenua presunción paterna, o presa de un oscuro presentimiento, siente un rechazo hacia aquel ser:
—¡No necesito a esta mujer! —exclama, y piensa (o declara)—: la gracia de Dios se manifiesta también en la fiebre y en la enfermedad, enviadas como adversidades a las criaturas.
Así, la joven de los Beni Kinda, apenas entregada al Profeta como esposa, es repudiada por éste antes de la consumación del matrimonio. Los Beni Kinda siguieron siendo musulmanes hasta la muerte del Profeta. Después apostataron, como tantas otras tribus. Posiblemente, si la hija de No’man hubiera tenido en Medina los honores reservados a las viudas de Mahoma, habrían permanecido en el seno del islam.
La hija de No’man conservó su belleza y sus demás méritos: uno de los dos generales enviados al Hadramaut, Ikrima, la vio y se casó con ella. La desposa, pues, como musulmana, desde luego no como apóstata. Probablemente está enamorado de ella.
Más tarde Ikrima conduce en persona hasta Medina a Ash’ash y sus diez compañeros. Ash’ash obtiene del califa el definitivo perdón de su vida; más aún, vuelto sinceramente a la práctica islámica, solicita nuevamente en matrimonio a la hermana de Abú Bekr, Um Ferwa. Ya fue su esposo antes y su apostasía trajo la nulidad de la unión. Ahora, con el arrepentimiento, recupera a su mujer.
Mientras tanto, la hija de No’man, esposa de Ikrima, se unió a los suyos en la fortaleza. Nada se puede decir acerca de si apostató o no. Es más verosímil que, por razones tanto de seguridad como de solidaridad, quisiera permanecer unida en la desdicha a su anciano padre y sus otros parientes.
Cuando se entrega la fortaleza a Mohadyir, la joven, como las otras, se ve reducida a la esclavitud.
¿Finge acaso olvidar la tropa musulmana que la cautiva se encuentra bajo la protección marital del ausente Ikrima? Quizá sea una rivalidad latente, pero cada vez más viva, entre ambos jefes, lo que continúa de ese modo: fingiendo creer que la hija de No’man no puede ser para un jefe más que concubina, o simple capricho pasajero...
En los últimos momentos en que el tropel de prisioneros se agrupa ante la fortaleza, un testigo recuerda de pronto a Mohadyir:
—¿No sabes, mi general, que esa mujer, la hija de No’man, fue durante varios días —el tiempo de llegar a Medina— esposa de vuestro Profeta?
Y el desconocido añade, burlón, que después Mahoma la repudió: desconfiaba de una persona que, según No’man, no había estado nunca enferma.
Mohadyir escucha y guarda silencio; sinceramente contrito, decide devolver la libertad a la joven:
—¡No puede ser una esclava! Al menos un día, al menos una hora, fue esposa de Mahoma, ¡que Dios le dé salvación! Es libre. Le debemos respeto y consideración... (Entonces se acuerda de Ikrima.) ¡Naturalmente —concluye, los ojos contraídos por un relámpago de astucia—, ningún hombre en este mundo se habrá de casar ya con ella!
Alrededor de la joven cautiva de alta estatura, envuelta en sus múltiples velos de variados colores, se extiende el vacío del respeto.
Poco después Ikrima regresa de Medina. No encuentra a su mujer, se entera de lo que ha sucedido y desea vivamente recuperarla. La busca en las chozas míseras en que los expulsados se han visto hacinados antes de que se los lleven para venderlos, para servir. Por temor a Mohadyir nadie se atreve a informar a Ikrima: ¿se habrá refugiado en alguna ermita?, ¿ha ido en busca de su anciano padre?, ¿espera que el general Ikrima devuelva, junto con su amor, la protección para los suyos?
Ikrima, claro está, no encuentra más que silencio. Mohadyir y sus agentes parecen estar en todas partes. Y ante su rival, Mohadyir, zalamero, con fingida piedad por el Profeta muerto, argumenta:
—Esa mujer, siquiera un día, siquiera una hora, fue esposa del Profeta. A Dios gracias la salvé de la esclavitud, indigna de ella, pero en lo sucesivo es intocable para cualquier hombre, lo mismo que las otras viudas de Mahoma. Agradécemelo, ya que antes lo ignorabas. Te libro así de un grave pecado.
Ikrima nada puede replicar. Ha salvado a Ash’ash; le ha permitido recuperar la felicidad junto a la hermana del califa, pero al precio de su propio amor, ya perdido para siempre. Tras meditar, Ikrima murmura para sus adentros:
—¡Somos criaturas de Dios y a él volveremos! ¡Que Alá sea alabado y que su Profeta venga en nuestra ayuda!
Así es como la hija de No’man, lejos de la fortaleza, lejos de sus amigos reducidos a esclavitud, desaparece en una noche definitiva. La han repudiado dos veces: una primera por causa de la ruidosa jactancia de su padre (a no ser que el corazón del Profeta retrocediera de veras ante la mención de su vigorosa salud. Como si la perfección de una cualidad no pudiera sino encubrir, en última instancia, una confusa tara.) Una segunda vez por Ikrima, que siente palpitar su corazón por ella, pero que ha de callarse; someterse y callarse...
Silueta de mujer que ha abrazado la libertad y que ha sido doblemente repudiada. Libre por ser doblemente repudiada.
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