Impotente para crear un átomo, para sacar de la nada el más débil de los esfuerzos, el hombre tiene el don sublime de organizar las energías que le rodean. Las obliga a ensanchar el reino de la inteligencia, a integrarse activamente en una concepción del mundo más y más alta; las obliga a humanizarse. Por encima de las flechas de las catedrales asoman las puntas de los pararrayos; mas guardémonos de reír: esto proclama que la centella ya no es de Dios. Del mismo modo que la energía química de los alimentos se transforma, al pasar por nuestra sustancia, en el más prodigioso conjunto de fenómenos, las energías naturales engendran, al pasar por los mecanismos humanos como pasa el viento por las cuerdas de un arpa, la armonía anunciadora del universo futuro. El ejército de las fuerzas humanizadas aumenta sin cesar, y rinde poco a poco al inmenso caos de lo desconocido. El hombre es el eje en torno del cual comienzan a girar las cosas, agrupándose en figuras imponentes y simbólicas. Estamos en el primer día del génesis, pero es nuestro espíritu, y no otro, el que flota sobre las aguas.
No obstante tan luminosas promesas, ¡cuán pequeño es lo que poseemos si lo comparamos con lo que todavía está por poseer! Las gemas han salido de sus antros para brillar sobre el cuerpo de las mujeres, y las rocas han abandonado su inmemorial asiento para convertirse en viviendas humanas; el hierro, el carbón y el otro están con nosotros; mas, ¿qué es lo que conocemos del planeta? Hemos arañado en escasos puntos su epidermis, y nos abruma, casi intacto, su redondo y colosal misterio. Ignoramos los más formidables metales, las más extrañas materias. Si hoy nos desconcierta el radio, ¿qué no nos aturdirá mañana? ¿Qué es lo que sabemos de ese monstruoso ser que se estremece en los terremotos y respira por los cráteres? ¿Qué palabras no arrancaremos con el tiempo a la espantosa voz de los volcanes?
Desde el corazón de los montes va nuestra imaginación a la superficie de los mares, y nos asombramos del inútil y perenne batallar de las ondas. Sobre una extensión cinco veces mayor que la que cubren los continentes reunidos, no hay un metro de líquido que no suba, baje, se vuelque y palpite sin descanso. Y cuando el huracán se desata y su caprichosa energía se ha mudado en olas descomunales que se empinan marchando, preciso es aguardarlas en la costa, y verlas estallar contra los acantilados sombríos, haciendo temblar entre una tempestad de espuma las raíces de las montañas, para sentir lo incalculable de esta fuerza que se acaba a sí misma. Y como si no fuese bastante este derrochar sin freno, la blanca luna levanta diariamente hacia ella la masa de las aguas, en una aspiración gigantesca cuyo aliento no acertamos a aprovechar.
Toda la vida terrestre: brisas y ríos, selvas cerradas, praderas sin fin; la fiera que huye con oblicuo salto; el pájaro que teje su nido, y el insecto que zumba sobre la flor; los días, que cambian con las estaciones; las estaciones, que se matizan según los climas, y las razas humanas, que en ritmo impenetrable, sienten, piensan y se reproducen; todo lo que se mueve, luce y combate es para el sabio una forma del calor solar. Por eso, hemos de inducir las maravillas que se pierden en los desiertos calcinados de África, Asia y Australia, sobre cuyas arenas infecundas derrama el sol cada día sus ardientes cascadas de luz. Pero tal calor desaparecido, ¿qué es al lado del que fluye constantemente a través del espacio, precipitándose en la nada? Nuestro globo es un grano de polvo que brilla en el vacío; recoge una parcela de energía, mientras la casi totalidad se esparce en una inmensa circular oleada, que se debilita a medida que se abre, hasta desvanecerse en las orillas del infinito.
Soñemos con los soles inaccesibles, y soñemos también con otras energías: las que nos rozan sin vernos, o nos acarician y quizá nos matan, las innominadas habitantes de la sombra. Ayer ignorábamos que existía la electricidad, esa alma de la materia. ¡Que todo lo que vamos descubriendo nos sirve de sonda para lo que aún ignoramos! No pretendamos envolver con los sentidos, pobre red de cinco hebras, la enigmática realidad. Los más nobles pensadores, despreciando el frívolo escepticismo de los que no ven más allá de su microscopio, escuchan con religioso silencio los pasos de la Idea, que viene acercándose, y lo esperan todo de lo que no nos ha engañado nunca.
Tengamos conciencia de nuestro destino. Alcemos nuestra ambición hasta tocar el firmamento con la frente. Que nuestra mano o nuestro pensamiento detenga la naturaleza que pasa. Mas no nos equivoquemos y creamos que nuestras armas son perfectas, y nosotros mismos, dignos enteramente de la lucha divina.
Corazones generosos laten bajo andrajos de mendigo. Talentos insignes agotan sus facultades en la miserable caza del pan. El genio muere desesperado o no nace. Los gérmenes sucumben. La mole de la imbecilidad y de la maldad generales es demasiado pesada. Antes de escalar el cielo y de encarcelar las energías del abismo, hay que libertar esas otras energías sagradas que sufren en el fondo de la sociedad. Es necesario que extiendan las alas, y que reinen sobre el mundo, como reina el espíritu sobre la carne, en aquellos que son algo más que carne. Entonces, miraremos las tinieblas cara a cara, y diremos:
«Somos la verdad».
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