27 sept 2013

Microrrelatos


La fe y las montañas
Augusto Monterroso

Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios. Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.

La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.



Final para un cuento fantástico
I.A. Ireland

-¡Que extraño! -dijo la muchacha avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
-¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.



Un creyente
George Loring Frost

Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo: 
- Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas? 
- Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted? 
- Yo sí -dijo el primero y desapareció.



El beso y el adiós
Ramón de Peñaflor

– Ha llegado el momento de separarnos, amor. Te prometo que algún día serás mía definitivamente... -musitó Sebastián con un suspiro, tras estamparle un cálido y prolongado beso con toda la pasión de que pudo hacer acopio. 
La magia de aquel sublime instante fue rota sin miramientos por el tiránico vozarrón del dependiente: 
– ¡Hágame el favor de no babear las revistas si no las va a comprar!


Mensaje
Thomas Bailey Aldrich

Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta.


El sueño
Luis Mateo Díez

Soñé que un niño me comía. Desperté sobresaltado. Mi madre me estaba lamiendo. El rabo todavía me tembló durante un rato.


Justicia
Jaime Muñoz Vargas

Hoy los maté. Ya estaba harto de que me llamaran asesino.



Cuento de horror
Juan José Arreola

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.



El dinosaurio
Augusto Monterroso

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.



El emigrante
Luis Felipe G. Lomelí. 

-¿Olvida usted algo?
- Ojalá.

11 sept 2013

Ocho consejos de Kurt Vonnegut para escribir una buena historia

1. Utiliza el tiempo de un desconocido total de forma que él o ella no sienta que ha perdido el tiempo.

2. Dale al lector al menos un personaje al que pueda apoyar emocionalmente.

3. Todos los personajes deberían querer algo, aunque solo sea un vaso de agua.

4. Todas las frases deben hacer una de estas dos cosas — desvelar al personaje o avanzar en la acción.

5. Empieza tan cerca del final como sea posible.

6. Sé sádico. Da igual cuán dulces e inocentes sean tus personajes principales, haz que les ocurran cosas terribles para que el lector pueda ver de qué están hechos.

7. Escribe para satisfacer solo a una persona. Si abres una ventana y haces el amor al mundo, por así decirlo, tu historia cogerá neumonía.

8. Dales a tus lectores tanta información como sea posible tan pronto como sea posible. A la mierda con el suspense. Los lectores deberían tener tal comprensión de qué es lo que está ocurriendo, dónde y cómo, que deberían de ser capaces de terminar la historia por ellos mismos si las cucarachas se comieran las últimas páginas.




10 sept 2013

Malos Hábitos

Levantarse temprano



Jorge Ibargüengoitia
Texto Publicado en: Instrucciones para vivir en México, compilado por Guillermo Sheridan. México: Editorial Joaquín Mortiz, 1990.



El viernes pasado encontré en Revista de Revistas un artículo escrito por mi buen amigo Loubet que es una especie de oda a los que se levantan temprano. Además de bien escrito está bien ilustrado. Allí aparecen los panaderos, los lecheros, los barrenderos, los que van a hacer ejercicio en Chapultepec, los niños que piden aventón para llegar a clase de siete, etcétera.

Esta lectura, unida a la circunstancia de que hoy tuve que levantarme a las cinco de la mañana, me han hecho recapacitar y llegar a la conclusión de que francamente, levantarse temprano no sólo es muy desagradable, sino completamente idiota.

Ahora comprendo que los últimos veinte años los he pasado en un mundo dado a la molicie.

—Paso por ti cuando reviente el alba. Es decir, a las nueve y media de la mañana —dicen mis amigos.

Pues sí, un mundo dado a la molicie del que no pienso salir.

Los efectos de madrugar son de muchas índoles, pero todos ellos corrosivos de la personalidad. Hay quien se levanta temprano a fuerzas, se para frente al espejo a bostezar y a arreglarse el cabello y la cara con el objeto de dar la impresión de que se lavó. Este intento generalmente es patético. Si alcanza lugar sentado en el camión que lo lleva al trabajo se duerme sobre el hombro del vecino, desayuna en la esquina del lugar donde trabaja unos tamales, o bien dos huevos crudos metidos en jugo de naranja -que es una mezcla que produce cáncer en el intestino delgado- pasa la mañana sintiéndose infeliz, trabajando un poquito y quitándose las lagañas; se va de bruces en el camión de regreso, a las seis de la tarde.

Los que se levantan temprano a fuerzas constituyen un grupo social de descontentos, en donde se gestarían revoluciones si sus miembros no tuvieran la tendencia a quedarse dormidos con cualquier pretexto y en cualquier postura. En vez de revolucionar, gruñen y dicen que el destino les hizo trampa.

Los que madrugan por gusto son peores.

—Yo siento que la cama materialmente me avienta a las cinco de la mañana.

—Mal veo despuntar el sol, brinco de la cama, abro la ventana y pregunto “¿solecito, solecito, qué quieres de mí hoy?”

—Cuando me estoy rasurando oigo el canto del primer jilguero, después, un regaderazo con agua helada, me seco con una toalla especial de ixtle para que me abra el poro, y por último mi té de boldo. Quedo como nuevo.

Esta clase de gente tiene la costumbre de salir a la calle de noche y caminar con paso vivaz por el centro del asfalto —le temen a la banqueta, porque creen que hay gente agazapada en los zaguanes, lista para asaltarlos; no se dan cuenta de que los asaltantes están dormidos a esa hora— dejan a su paso una estela de agua de Colonia o talco desodorante que queda flotando en el ambiente hasta que pasa el primer autobús. Van a misa de cinco, a la Adoración Nocturna, a hacer ejercicio, a pasear un perro desmañanado, o, peor todavía, a despertar al velador del edificio para que les abra el despacho.

Son por lo general, gente de dinero y creen que la fortuna que tienen se las concedió Dios nomás por el gusto que le da verlos levantarse temprano. Aconsejan esta práctica saludable a todo el que encuentran -en realidad no tienen otro tema de conversación, inventarían refranes si pudieran, como no pueden, repiten el consabido de “al que madruga, Dios le ayuda”, que es una afirmación que carece de fundamento histórico.

Esta clase de personajes también tiene la tendencia a obligar niños a que les piquen la panza con el dedo.

—Mira niño, es como de fierro. Aprende: estoy así porque me levanto temprano. Tengo sesenta años y mírame.

Llegan a los sesenta como jóvenes, dando brinquitos y mueren de sesenta y uno, víctimas de una trombosis cuádruple.

Los que inventaron que es bueno levantarse temprano son los que determinaron que los turnos de trabajo cambien rayando el sol, que los fusilamientos se lleven a cabo al amanecer, que se reparta la leche al alba, que no se permita la entrada de carga después de las siete de la mañana, etcétera. En resumen son los únicos responsables de que la ciudad empiece a funcionar a una hora de la que nada bueno puede esperarse.



(18-vii-72)

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