Woody Allen
Hace un par de semanas, Abe Moscowitz se murió de un infarto y vino a reencarnar en una langosta. Lo atraparon en la costa de Maine y lo enviaron a Manhattan, donde fue a parar a un tanque de un lujoso restaurante especializado en mariscos. En el tanque había otras langostas, una de las cuales lo reconoció: «¿Abe, eres tú?», preguntó la criatura levantando las antenas.
«¿Quién es? ¿Quién me habla?», dijo Moscowitz, todavía confundido por el místico desbarajuste post-mórtem que lo había transmutado en un crustáceo.
«Soy yo, Moe Silverman», dijo la otra langosta.
«¡A-la-bao!», chilló Moscowitz al reconocer la voz de un antiguo compañero de gin rummy, un juego de cartas.
«Hemos renacido», explicó Moe. «Como un par de langostas de dos libras».
«¿Como langostas? ¿Así es como termino luego de haber vivido una vida justa? ¿En un tanque en Third Avenue?».
«El Señor trabaja de maneras misteriosas», explicó Moe Silverman. «Mira a Phil Pinchuck. El tipo se fue del aire por culpa de un aneurisma, y ahora es un hámster. Se pasa el día corriendo en la estúpida rueda. Durante años fue profesor en Yale. Lo que digo es que a estas alturas le gusta la rueda. Pedalea y pedalea, corriendo hacia ninguna parte, pero con una sonrisa».
A Moscowitz no le gustaba su nueva condición en lo absoluto. ¿Por qué un ciudadano decente como él, un dentista, un hombre a todo que merecía volver a la vida como un águila en pleno vuelo o acurrucado en el regazo —y recibiendo caricias en su pelaje— de una mujer sexy de la alta sociedad habría de regresar ignominiosamente como el plato fuerte en un menú? Era su cruel destino ser delicioso, convertirse en el “Especial del día”, acompañado de una patata asada y un postre. Esto llevó a un debate entre las dos langostas sobre los misterios de la existencia, de la religión, de cuán caprichoso era el universo cuando alguien como Sol Drazin, un pastuzo que ambos conocían del negocio de comida por encargo, había regresado luego de un infarto fatal como un semental que preñaba a unas adorables potrancas de pura raza y recibía por ello altos dividendos. Sintiendo lástima por sí mismo y furioso, Moscowitz nadó de un lado a otro, incapaz de adoptar la resignación budista de Silverman ante la posibilidad de ser servidos a la termidor.
En ese momento, entró en el restaurante y se sentó en una mesa cercana nada más y nada menos que Bernie Madoff. Si Moscowitz se había sentido amargado e irritado con antelación, ahora jadeaba mientras su cola batía el agua con igual fuerza que el motor de un yate Evinrude.
«No me lo puedo creer», dijo, incrustando sus pequeños ojos —que asemejaban semillas de pimiento— en las paredes de cristal. «Ese ladrón que debería estar tras las barras, dando pico y pala en la roca, haciendo chapas de carros, se las agenció para escurrirse de la reclusión de su apartamento y ha venido a agasajarse con una cena de delicadezas marinas».
«No te pierdas la piedra de su inmortal amada», apuntó Moe, echándole un vistazo al anillo y los brazaletes de la señora M.
Moscowitz contuvo su reflujo ácido, una condición que lo perseguía de su vida anterior. «Él es la razón por la que estoy aquí», dijo ya en estado de agitación extrema.
«Dímelo a mí», dijo Moe Silverman. «Yo jugué golf con el hombre en la Florida —dicho sea de paso, el tipo mueve la bola con el pie cuando no estás mirando—».
«Cada mes me enviaba un extracto de cuenta», despotricó Moscowitz. «Yo sabía que esos números lucían demasiado buenos como para ser kosher, y cuando bromeé diciéndole que aquello parecía una estafa Ponzi, se atragantó con su kugel. Tuve que revivirlo con la maniobra de Heimlich. Al final, después de toda esa vida de altura, resulta que el tipo era un fraude y mi valor neto era igual a un quilo prieto. P.D.: Tuve un infarto al miocardio que fue registrado en unos laboratorios de oceanografía en Tokio».
«Conmigo se hizo el duro», dijo Silverman, buscando instintivamente en su carapacho una píldora de Xanax. «Al principio me dijo que no tenía espacio para otro inversor. Mientras más me rechazaba, más quería yo que me aceptara. Lo invité a cenar y como le gustaron los blintzes que cocinó Rosalee, prometió que la próxima vacante sería mía. El día que me enteré que se haría cargo de mi cuenta me emocioné tanto que corté la cabeza de mi esposa en nuestra foto de bodas y puse la suya. Cuando me enteré de que estaba en la ruina, me suicidé saltando del techo de nuestro club de golf en Palm Beach. Tuve que esperar media hora para el salto mortal: era el número doce en la cola».
En ese momento, el capitán escoltó a Madoff hasta el tanque de las langostas, en donde el astuto y fastidioso personaje analizó los diferentes candidatos de agua salada y sus potencialidades en términos de suculencia y señaló a Moscowitz y a Silverman. Una atenta sonrisa apareció en la cara del capitán mientras llamaba a un camarero para que extrajera el par de langostas del tanque.
«¡Esto es el colmo!», gritó Moscowitz, preparándose para la atrocidad suprema. «¡Me despoja de los ahorros de toda una vida y después me devora enchumbado en mantequilla! ¿Qué clase de universo es éste?».
Moscowitz y Silverman, cuya ira alcanzaba dimensiones cósmicas, empezaron a balancear el tanque hasta que lo derribaron de la mesa, rompiendo sus paredes de cristal y empapando el piso de lozas hexagonales. Las cabezas se volvieron mientras el alarmado capitán contemplaba el panorama atónito. Empecinadas en la venganza, las dos langostas se escabulleron rápidamente hacia Madoff. Llegaron a su mesa en un instante y Silverman se le tiró al tobillo. Moscowitz, canalizando la fuerza de un poseso, pegó un brinco desde el suelo y con una de sus tenazas gigantes engrampó fuertemente la nariz de Madoff. Gritando de dolor, el canoso artista de la estafa saltó de la silla en lo que Silverman le estrangulaba el empeine con ambas pinzas. Los comensales no podían dar crédito a sus ojos al reconocer a Madoff, y empezaron a vitorear a las langostas.
«¡Esto es por las viudas y las obras de caridad!», gritó Moscowitz. «¡Gracias a ti, el Hatikvah Hospital es ahora una pista de patinaje!».
Madoff, incapaz de librarse de los habitantes del Atlántico, salió disparado del restaurant y huyó chillando entre el tráfico. Cuando Moscowitz apretó el agarre de tornillo de banco en su tabique y Silverman le atravesó el zapato, persuadieron al tramposo de que se declarara culpable y pidiera perdón por su estafa monumental.
Al final del día, Madoff estaba en el Lenox Hill Hospital, lleno de verdugones y contusiones. Los dos renegados platos fuertes, saciadas sus iras, tuvieron sólo la fuerza suficiente como para dejarse caer en las frías y profundas aguas de Sheepshead Bay, donde, si no me equivoco, Moscowitz vive con Yetta Belkin, a quien reconoció de cuando hacía las compras en Fairway. En vida, ella siempre se había asemejado a un pez platija, y luego de su fatal accidente aéreo había regresado como tal.
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