10 dic 2013

El río (fragmento)

Flannery O’Connor



El niño estaba triste y lánguido en medio de la oscura sala de estar, mientras su padre le ponía un abrigo de cuadros escoceses. Aunque todavía no había sacado la mano derecha por la manga, su padre le abrochó el abrigo y le empujó hacia una pálida mano con pecas que lo esperaba en la puerta medio abierta.

—No está bien arreglado —dijo en voz alta alguien en el vestíbulo.

—Bueno, entonces, por el amor de Dios, arréglelo —dijo el padre—. Son las seis de la mañana.

Estaba en bata de dormir y descalzo. Cuando llevó al niño a la puerta e intentó cerrarla, un esqueleto pecoso con un abrigo largo verde y un sombrero de fieltro le dijo:

—¿Y el billete del niño y el mío? Tendremos que tomar el tranvía dos veces —dijo ella.

Él fue otra vez al dormitorio a traer dinero y, cuando volvió, el chico y ella estaban en mitad de la habitación. Ella estaba mirándolo todo.

—Si tuviera que venir alguna vez a quedarme contigo, no soportaría el olor de esas colillas mucho rato —dijo sacudiendo el abrigo del chico.

—Aquí tiene el dinero —dijo el padre.

Se dirigió hacia la puerta, la abrió del todo y se quedó allí esperando.

Después de contar el dinero, se lo metió en algún sitio del abrigo y se acercó a una acuarela que estaba colgada cerca del tocadiscos.

—Sé la hora que es —dijo ella mirando las líneas negras que cruzaban manchas de colores violentos—. Tengo que saberlo. Mi turno empieza a las diez de la noche y no acaba hasta las cinco de la mañana y tardo una hora en venir en el tranvía hasta la calle Vine.

—Oh, ya veo —dijo él—. Bueno, lo esperamos de vuelta esta noche, ¿sobre las ocho o las nueve?

—Quizás más tarde —dijo ella—. Vamos a ir al río a una curación. Este predicador no viene por aquí a menudo. Yo no hubiera pagado por esto —dijo señalando con la cabeza el cuadro—. Yo misma podría haberlo pintado.

—De acuerdo, señora Connin. La veremos luego —dijo dando unos golpecitos en la puerta.

Una voz apagada dijo desde el dormitorio:

—Tráeme una bolsa de hielo.

—¡Qué pena que la mamá esté enferma! —dijo la señora Connin—. ¿Qué le pasa?

—No lo sabemos —contestó él en voz baja.

—Le pediremos al predicador que rece por ella. Ha curado a mucha gente. El Reverendo Bevel Summers. Quizás ella debiera verlo algún día.

—Tal vez —dijo él—. Hasta esta noche.

Y se metió en el dormitorio y dejó que se marcharan ellos solos.

El niño pequeño la miró en silencio, con la nariz y los ojos húmedos. Tenía cuatro o cinco años. Su cara era alargada, con la barbilla prominente y los ojos, medio cerrados; estaban a gran distancia uno del otro. Parecía mudo y paciente, como una oveja vieja que espera que la saquen.

—Te gustará este predicador —dijo ella—, el Reverendo Bevel Summers. Tienes que oírlo cantar.

La puerta del dormitorio se abrió de pronto y el padre asomó la cabeza y dijo:

—Adiós, chico. ¡Que te diviertas!

—Adiós —dijo el niño pequeño, y saltó como si le hubieran disparado.

La señora Connin le echó otra mirada a la acuarela. Luego salieron al vestíbulo y llamaron al ascensor.

—Yo misma podría haberlo pintado —dijo ella.

Fuera, la mañana gris estaba bloqueada a ambos lados por los edificios vacíos y oscuros.

—El día va a aclarar más tarde dijo ella—. Ésta es la última vez que podremos tener una predicación en el río este año. Límpiate la nariz, cariño.

El niño empezó a restregarse la nariz con la manga, pero ella lo detuvo.

—Eso no está bien —le dijo—. ¿Dónde tienes el pañuelo?

El chico se metió las manos en los bolsillos y fingió buscarlo mientras que ella esperaba.

—Algunas personas no se preocupan de cómo te mandan a la calle —murmuró a su propia imagen que se reflejaba en el espejo de la ventana de una cafetería.

Se sacó del bolsillo un pañuelo de flores rojas y azules, se inclinó y empezó a limpiarle la nariz.

—Ahora sopla —dijo.

Y el niño sopló.

—Te lo dejo prestado. Guárdatelo en el bolsillo.

El chico lo dobló y lo guardó en su bolsillo cuidadosamente. Caminaron hasta la esquina y se apoyaron en la pared de una farmacia para esperar el tranvía. La señora Connin se subió el cuello del abrigo, de manera que rozaba con la parte de atrás de su sombrero. Sus párpados empezaron a bajar y parecía que se podía quedar dormida contra la pared. El niño pequeño le apretó un poco la mano.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella con voz soñolienta—. Sólo sé tu apellido. Tenía que haber preguntado cómo te llamas.

El chico se llamaba Harry Ashfield y nunca antes se le había ocurrido cambiarse el nombre.

—Bevel —dijo.

La señora Connin se separó de la pared.

—¡Qué coincidencia! —dijo—. ¡Ya te he dicho que así es como se llama también ese predicador!

—Bevel —repitió el chico.

Se quedó mirando al niño como si se hubiera convertido en una maravilla para ella.

—Ya verás cuando te lo presente —dijo—. No es un predicador normal. Es un curandero. Sin embargo, no pudo hacer nada por el señor Connin. El señor Connin no tenía fe, pero dijo que por una vez iba a probar cualquier cosa. Tenía retortijones en la barriga.

El tranvía apareció como un punto amarillo al final de la calle desierta.

—Ahora está en el hospital —dijo ella—. Le han quitado un tercio del estómago. Yo le digo que le tiene que dar gracias a Jesús por lo que le han dejado, pero él dice que no le tiene que dar gracias a nadie. ¡Dios mío! —murmuró ella—. ¡Bevel!

Se acercaron a las vías del tranvía.

—¿Me curará? —preguntó el niño.

—¿Qué te ocurre?

—Tengo hambre.

—¿No has desayunado?

—No tuve tiempo de tener hambre —dijo el chico.

—Bueno, cuando lleguemos a casa nos tomaremos algo los dos —dijo ella—. Yo también tengo hambre.

Se montaron en el tranvía y se sentaron unos pocos asientos detrás del conductor. La señora Connin puso a Bevel sobre sus rodillas.

—Ahora sé un buen chico y déjame dormir un poco. No te muevas de aquí.

Echó la cabeza hacia atrás y, mientras el niño la miraba, fue cerrando gradualmente los ojos y abriendo la boca. Se le veían unos pocos dientes largos y dispersos, algunos de oro y otros más oscuros que su cara; empezó a silbar y a soplar como un esqueleto musical. No había nadie más en el tranvía, sólo ellos y el conductor, y, cuando el niño vio que ella estaba dormida, sacó el pañuelo de flores, lo desdobló y lo examinó cuidadosamente. Luego lo volvió a doblar, se desabrochó una cremallera del forro del abrigo y lo escondió allí. Poco después se quedó dormido.

2 dic 2013

El diente de ballena

Jack London



En los primeros días de las islas Fidji, John Starhurst entró en la casa-misión del pueblecito de Rewa y anunció su propósito de propagar las enseñanzas de la Biblia a través de todo el archipiélago de Viti Levu. Viti Levu quiere decir «País grande», y es la mayor de todas las islas del archipiélago. Aquí y allá, a lo largo de las costas, viven del modo más precario un grupo de misioneros, mercaderes y desertores de barcos balleneros.

La devoción y la fe progresaban muy poco, nada, y algunas veces los al parecer convictos arrepentíanse de un modo lamentable. Jefes que presumían de ser cristianos, y eran por tanto admitidos en la capilla, tenían la desesperante costumbre de dar al olvido cuanto habían aprendido para darse el placer de participar del banquete en el que la carne de algún enemigo servía de alimento. Comer a otro o ser comido por los demás era la única ley imperante en aquel país, la cual tenía trazas de perdurar eternamente en aquellas islas. Había jefes como Tanoa, Tuiveikoso y Tuikilakila, que se habían comido cientos de seres humanos. Pero entre estos glotones descollaba uno, llamado Ra Undreundre.

Vivía en Takiraki, y registraba cuidadamente sus banquetes. Una hilera de piedras colocadas delante de su casa marcaba el número de personas que se había comido. La hilera tenía una extensión de doscientos cincuenta pasos y las piedras sumaban un total de ochocientas setenta y dos, representando cada una de ellas a una de las víctimas. La hilera hubiera llegado a ser mayor si no hubiese sucedido el que Ra Undreundre recibió un estacazo en la cabeza en una ligera escaramuza que hubo en Sorno Sorno, a continuación de la cual fue servido en la mesa de Naungavuli, cuya mediocre hilera de piedras alcanzó tan sólo el exiguo total de ochenta y ocho.

Los pobres misioneros, atacados por la fiebre, trabajaban arduamente esperando que el fuego de Pentecostés iluminara las almas de los salvajes. Pero los caníbales de Fidji se resistían a dejarse civilizar mientras tuvieran provisiones abundantes de carne humana. Por aquella época fue cuando John Starhurst proclamó su intención de enseñar la Biblia de costa a costa y su propósito de penetrar en las montañas del interior, al norte de Río Rewa. Los maestros indígenas lloraban silenciosamente.

Sus compañeros misioneros trataron en vano de disuadirlo. El rey de Rewa le advirtió que seguramente los montañeses le aplicarían en cuanto lo vieran el kaikai -esto es, que se lo comerían-, y que el rey de Rewa, como cristiano, no tendría más remedio que declarar la guerra a los montañeses, que lo vencerían, a él se lo comerían y luego entrarían a saco en Rewa, y por tanto esta guerra costaría cientos de víctimas. Más tarde, una comisión de jefes indígenas de allí mismo se entrevistaron con él.

Starhurst los escuchó pacientemente, pero no cambió un ápice su decisión y modo de pensar. A sus compañeros los misioneros les dijo que él no tenía vocación de mártir, pero que estaba seguro de que enseñando la Biblia en todo el Viti Levu no hacía más que cumplir un mandato divino, y que se creía el escogido por Dios para tal fin.

Los mercaderes apelaron a objeciones y grandes argumentos para disuadirle de la idea, a todo lo cual él contestó:

-Sus observaciones no tienen para mí valor alguno, están inspiradas en el temor de los daños que en sus mercaderías se puedan causar. Ustedes están muy interesados en ganar dinero y yo en salvar almas. Hay que salvar a los habitantes de estas islas negras.

John Starhurst no era un fanático. Él hubiera sido el primero en negar esta imputación. Era un hombre eminentemente sano y práctico, estaba seguro de que su misión iba a ser un gran éxito, pues tenía la certeza de que la luz divina alumbraría las almas de los montañeses, provocando una sana revolución espiritual en todas las islas. En sus suaves ojos grises no había destellos de iluminado, pero sí se veía una inalterable resolución emanada de la fe que tenía en el Poder Divino, que era quien le guiaba.

Un hombre tan sólo aprobó la decisión de Starhurst. Era Ra Vatu, quien lo animaba en secreto y le ofreció guías hasta las primeras estribaciones de las montañas. El corazón de Ra Vatu, que había sido uno de los indígenas de peores instintos, comenzaba a emanar luz y bondad. Ya había hablado en varias ocasiones de querer convertirse en lotu (cristiano), y hubiera tenido acceso a la pequeña capilla de los misioneros a no ser por sus cuatro mujeres, a las cuales quería conservar; pero había asegurado a Starhurst que sería monógamo tan pronto como su primera mujer, que a la sazón estaba muy enferma, muriese.

John Starhurst comenzó su gran empresa por el río Rewa en una de las canoas de Ra Vatu. A distancia, recortándose la silueta en el cielo, divisábanse las montañas. en las que se veían varias columnitas de humo.

Starhurst las contemplaba con cierta impaciencia. Algunas veces rezaba en silencio, otras uníase a sus rezos un maestro indígena que lo acompañaba. Narau, que así se llamaba, eralotu desde hacía siete años, que su alma había sido salvada del infierno por el doctor James Eliery Brown, el cual lo había conquistado con unas plantas de tabaco, dos mantas de algodón y una gran botella de un licor balsámico. A última hora, y después de cerca de veinte horas de solitaria meditación, Narau había tenido la inspiración de acompañar a Starhurst en su viaje de predicación por las montañas inhospitalarias.

-Maestro, con toda seguridad te acompañaré -le había anunciado.

El misionero lo abrazó con gran alegría; no cabía duda de que Dios estaba con él, ya que con su ejemplo había decidido a un hombre tan pobre de espíritu como Narau, obligándolo a seguirle.

-Yo realmente no tengo valor, soy el más débil de los siervos del Señor -decía Narau durante la travesía del primer día de viaje en canoa.

-Debes tener fe, mucha fe -replicaba animándole Starhurst.

Otra canoa remontaba aquel mismo día el río Rewa, pero con una hora de retraso a la del misionero, y tomaba grandes precauciones para no ser vista. Iba ocupada por Erirola, primo mayor de Ra Vatu y su hombre de confianza. En un cestito, y siempre a la mano, llevaba un diente de ballena. Era un ejemplar magnífico; tenía seis pulgadas de largo, de bellísimas proporciones, y el marfil, con los años, había adquirido tonalidades amarillentas y purpúreas. El diente era propiedad de Ra Vatu, y en Fidji, cuando un diente de esa calidad intervenía en las cosas, éstas salían siempre a pedir de boca, pues es esta la virtud de los dientes de ballena. Cualquiera que sea el que acepta este talismán, no puede rehusar lo que se le pida antes o después de la entrega, y no hay un solo indígena capaz de faltar al compromiso que al aceptarlo contrae. La petición puede ser desde una vida humana hasta la más trivial de las alianzas o peticiones.

Más allá, río arriba, en el pueblo de un jefe llamado Mongondro, John Starhurst descansó al final del segundo día de canoa. A la mañana siguiente y acompañado por Narau, pensaba salir a pie hacia las humeantes montañas, que ahora, de cerca, eran verdes y aterciopeladas. Mongondro era viejo y pequeño, de modales afables y aspecto de elefantiasis; por tanto, ya la guerra con sus turbulencias no le atraía. Recibió al misionero con cariñosas demostraciones, lo sentó a su mesa y discutió con él de materias religiosas. Mongondro tenía espíritu muy inquisitivo y rogó a Starhurst que le explicase el principio del mundo. Con verdadera unción y palabra precisa, relatole el misionero el origen del mundo de acuerdo con el Génesis, y pudo observar que Mongondro estaba muy afectado. El pequeño y viejo jefe fumaba silenciosamente una pipa y, quitándola de entre sus labios, movió tristemente la cabeza.

-No puede ser -dijo-. Yo, Mongondro, en mi juventud era un excelente carpintero, y aun así tardé tres meses en hacer una canoa, una pequeña canoa, muy pequeña. ¡Y tú dices que toda la tierra y toda el agua la ha hecho un solo hombre...!

-Ya lo creo; han sido hechas por Dios, por el único Dios verdadero -interrumpió Starhurst.

-¡Es lo mismo -continuó Mongondro- que toda la tierra, el agua, los árboles, los peces, los matorrales, las montañas, el sol, la luna, las estrellas, hayan sido hechos en seis días! No, no y no. Ya te he dicho que en mi juventud era muy hábil y tardé tres meses en hacer una pequeña canoa. Esa es una historia para chicos, pero que ningún hombre puede creer.

-Yo soy un hombre -dijo el misionero.

-Seguro, tú eres un hombre; pero mi oscuro entendimiento no puede adivinar lo que tú piensas y crees.

-Pues yo te aseguro que creo firmemente que todo fue hecho en seis días.

-Eso dices tú, eso dices -replicaba humildemente el viejo caníbal.

Cuando John Starhurst y Narau se fueron a dormir, entró en la cabaña Erirola, el cual, después de un discurso diplomático, entregó el diente de ballena a Mongondro.

El jefe lo examinó; era muy bonito y deseaba poseerlo, pero adivinando lo que le iban a pedir no quiso aceptarlo y se lo devolvió a Erirola con grandes excusas.

Al amanecer del día siguiente, Starhurst se dirigió a pie, calzado con sus hermosas botas altas de una sola pieza, precedido de un guía que le había proporcionado Mongondro, hacia las montañas. Seguíale el fiel Narau, y una milla detrás y procurando no ser visto iba Erirola, siempre con el cesto en el que llevaba guardado el famoso diente de ballena. Durante dos días fue siguiendo los pasos del misionero y ofreciendo el diente a todos los jefes de los pueblos por donde pasaban, pero ninguno quería aceptarlo, pues la oferta era hecha tan inmediatamente después de la llegada del misionero que, sospechando todos la petición que les iban a hacer a cambio del diente, rechazaban el magnífico presente.

Íbanse internando demasiado en las montañas, y Erirola optó por dirigirse, aprovechando pasos secretos y directos, a la residencia del Buli de Gatoka, rey de las montañas. El Buli no tenía noticias de la llegada del misionero, y como el diente era un soberbio y bello talismán, fue aceptado con grandes muestras de júbilo por parte de todos los que lo rodeaban. Los asistentes estallaron en una especie de aplauso al posesionarse del diente el Buli y grandes voces cantaban a coro:

-¡A, woi, woi, woi! ¡A, woi, woi, woi! ¡A tabua levu! ¡Woi, woi! ¡A mudua, mudua, mudua!

-Pronto llegará aquí un hombre blanco -comenzó a decir Erirola tras una breve pausa-. Es un misionero y llegará de un momento a otro. A Ra Vatu le gustaría tener sus botas, pues quiere regalárselas a su buen amigo Mongondro, y también desearía que los pies se quedasen dentro de las botas, pues Mongondro es un pobre viejo y tiene los dientes estropeados. Asegúrate, gran Buli, de que los pies se queden dentro. El resto del misionero se puede quedar aquí.

La alegría del regalo del diente se aminoró con tal petición, pero ya no había medio de rehusar, estaba aceptado.

-Una pequeñez como es un misionero no tiene importancia -replicó Erirola.

-Tienes razón, no tiene importancia -dijo en alta voz el Buli-. Mongondro, tendrás las botas; vayan ustedes tres o cuatro y tráiganme al misionero, teniendo cuidado de que las botas no se estropeen o se vayan a perder.

-Ya es tarde -exclamó Erirola-. Escuchen, ya viene.

A través de la maleza espesísima, John Starhurst, seguido de cerca por Narau, apareció. Las famosas botas se le habían llenado de agua al vadear el río y arrojaban finísimos surtidores a cada paso que daba. En la mirada del misionero se leía la voluntad y el deseo de vencer. Tan convencido estaba de que su misión era inspiración divina, que no tenía ni la más ligera sombra de miedo, a pesar de que sabía que era el primer hombre blanco que se había atrevido a penetrar en los inexpugnables dominios de Gatoka.

John Starhurst vio al Buli salir de su casa seguido de su séquito de montañeses.

-Te traigo buenas nuevas -dijo saludando el misionero.

-¿,Quién ha sido el que te ha enviado? -preguntó el Buli sorda y pausadamente.

-Dios.

-Ese nombre es nuevo en Viti Levu -replicó el Buli-. ¿De qué islas, pueblos o chozas es jefe ese que tú dices?

-Es el jefe de todas las islas, pueblos, chozas y mares -contestó solemnemente Starhurst-. Es el supremo dueño y señor de cielo y tierra, y yo he venido aquí a traerte su palabra.

-¿Me envía por tu conducto dientes de ballena? -replicó insolentemente el Buli.

-No; pero mucho más valioso que los dientes de ballena es...

-Entre jefes esa es la costumbre -interrumpió el Buli-. Tu jefe o es un negro despreciable o tú eres un gran idiota, por haberte atrevido a venir a estas montañas con las manos vacías. Mira, fíjate: otro mucho más generoso ha venido a verme antes que tú.

Y diciendo esto, le mostró el diente de ballena que acababa de aceptar de manos de Erirola. Narau empezó a desfallecer y a sentirse angustiado.

-Es el diente de ballena de Ra Vatu -le dijo al oído a Starhurst-. Lo conozco muy bien, y ahora sí que no tenemos salvación.

-Un obsequio muy estimable -contestó el misionero pasándose la mano por sus largas barbas y ajustándose las gafas-. Ra Vatu se las ha arreglado de modo que seamos bien recibidos.

Pero Narau no las tenía todas consigo y disimuladamente empezó a alejarse de Starhurst, olvidando sus promesas de fidelidad hechas al empezar la temeraria aventura.

-Ra Vatu será lotu dentro de muy poco tiempo -empezó a decir el misionero-, y yo he venido a que tú también te hagas lotu.

-No necesito nada de ti -contestó orgullosamente el Buli- y es mi decisión que mueras hoy mismo.

El Buli hizo una seña a uno de sus montañeses, quien avanzó haciendo filigranas en el aire con su maza de guerra. Narau, viendo el pleito perdido, corrió a ocultarse entre unas chozas donde estaban las mujeres y los chicos; pero John Starhurst se abalanzó hacia su ejecutor por debajo de la maza y consiguió rodearle el cuello con sus brazos. En esta ventajosa posición comenzó a argumentarle. Defendía su vida, ya lo sabía, pero la defendía sin nerviosidades ni miedo.

-Cometerás un pecado muy grande si me matas -decía a su verdugo-. Yo no te he hecho ningún daño ni a ti ni al Buli.

Tan bien agarrado estaba al cuello del montañés, que los demás no se atrevían a dejar caer sus mazas por miedo a equivocarse de cabeza.

-Soy John Starhurst -continuó con calma-. He estado trabajando tres años, sin aceptar remuneración alguna, en las islas Fidji. He venido aquí para el bien de ustedes, ¿por qué me quieren matar? Mi muerte no beneficiará a ningún hombre.

El Buli echó una mirada a su diente de ballena. Estaba bien pagada la muerte del misionero. Éste se encontraba rodeado de una masa de salvajes desnudos que hacían grandes esfuerzos por acercarse a la presa. El cantó fúnebre predecesor del banquete de carne humana empezó a dejarse oír, adquiriendo tales tonalidades que ahogaban por completo la voz del misionero. Tan hábilmente plegaba éste su cuerpo al del montañés, que no había medio de asestarle el golpe de gracia.

Erirola sonreía y el Buli se exasperaba.

-¡Fuera ustedes! -gritó-. Heroica historia para que la vayan contando por la costa una docena de hombres como ustedes, y un misionero sin armas tan débil como una mujer puede más que todos juntos.

-¡Oh, gran Buli, y podré más que tú también! -gritó Starhurst, dominando a duras penas el griterío de los salvajes-. Mis armas son la Verdad y la Justicia, y no hay hombre que las resista.

-Ven hacia mí entonces -contestó el Buli-. La mía no es más que una pobre y miserable maza de guerra, y, según tú dices, no es capaz de vencerte.

El grupo separose de él, y John Starhurst quedó solo frente al Buli, que se apoyaba en su enorme y nudosa maza guerrera.

-Ven hacia mí, hombre misionero, y vénceme -gritaba el rey de las montañas, desafiándolo.

-Aun así, te venceré -contestó John, limpiando los cristales de sus gafas y guardándolas cuidadosamente mientras avanzaba.

El Buli levantó la maza.

-En primer lugar, te diré que mi muerte no te proporcionará provecho alguno.

-Dejo la respuesta a mi maza -contestó el Buli.

Y a cada tema que el misionero tocaba, respondía en la misma forma, sin dejar de observarle con atención para prevenirse del habilidoso abrazo. Entonces, y únicamente entonces, comprendió John Starhurst que su muerte era inevitable; pero llevado de su arraigada fe, se arrodilló y empezó a invocar al cielo, como si esperase algún milagro:

-Perdónalos, que no saben lo que hacen -decía como si estuviese en contacto con la Divinidad-. ¡Dios mío, ten compasión de Fidji! ¡Oh Jehovah, óyenos! ¡Por Él, por tu hijo, compadécete de Fidji! ¡Tú eres grande y Todopoderoso para salvarlos! ¡Sálvalos, oh Dios mío! ¡Salva a los pobres caníbales de Fidji!

El Buli, impaciente, dijo:

-Ahora te voy a contestar.

Levantó la maza sobre la cabeza del misionero, asiéndola con las dos manos. Narau, que estaba escondido, oyó el golpe del mazo contra la cabeza y se estremeció intensamente.

Después, la salvaje y fúnebre sinfonía volvía a resonar en las montañas, y comprendió Narau que su amado maestro había muerto y que su cuerpo era arrastrado a la hoguera para ser condimentado. Escuchó y percibió las palabras de la fúnebre canción:

¡Arrástrame suavemente, arrástrame suavemente!

¡Soy el campeón de mi patria! 
¡Da las gracias, da las gracias!

A continuación, una sola voz cantaba:

¿Dónde está el hombre valiente?

Cien voces contestaban a coro:

¡Será arrastrado a la hoguera y asado!

Y cantaba de nuevo la voz que había interrogado:

¿Dónde está el hombre cobarde?

Y las cien voces vociferaban:

¡Se ha ido a contarlo, se ha ido a contarlo!

Narau gemía angustiado. Las palabras de la canción salvaje eran ciertas. Él era el cobarde; ya no le restaba más que huir, correr... ir a contar lo sucedido.

24 nov 2013

El gesto de la muerte

Jean Cocteau



Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.




La muerte en Samarra
Gabriel García Márquez



El criado llega aterrorizado a casa de su amo.

-Señor -dice- he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.

El amo le da un caballo y dinero, y le dice:

-Huye a Samarra.

El criado huye. Esa tarde, temprano, el señor se encuentra a la Muerte en el mercado.

-Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza -dice.

-No era de amenaza -responde la Muerte- sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá.




Salomón y Azrael
Yalal Al-Din Rumi



Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos.

Salomón le preguntó:

-¿Por qué estás en ese estado?

Y el hombre le respondió:

-Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada impresionante, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo suplico, que me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma!

Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Y, al día siguiente, el profeta preguntó a Azrael:

-¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese hombre, que es un fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria.

Azrael respondió:

-Ha interpretado mal mi mirada. No lo miré con cólera, sino con asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India, y me dije: ¿Cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a la India?

28 oct 2013

Continuidad de los parques

Julio Cortázar



Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

21 oct 2013

La historia según Pao Cheng

Salvador Elizondo



En un día de verano, hace más de tres mil quinientos años, el filósofo Pao Cheng se sentó a la orilla de un arroyo y se puso a adivinar el futuro en el caparazón de una tortuga. El calor y el murmullo del agua, sin embargo, pronto hicieron vagar sus pensamientos. Olvidándose poco a poco de las manchas en la concha de tortuga. Pao Cheng comenzó a inferir la historia del mundo a partir de ese momento. “Como las hondas de este arroyuelo, así corre el tiempo. Este pequeño cauce crece al fluir; pronto se convierte en gran caudal hasta que desemboca en el mar, cruza el océano, asciende en forma de vapor hacia las nubes, vuelve a caer sobre la montaña con la lluvia y luego desciende otra vez convertido en este mismo arroyo…” Éste era, más o menos, el curso de sus ideas y así, después de haber intuido la redondez de la tierra, su movimiento en torno al sol, la traslación de los demás astros y la rotación propia de la galaxia y del mundo: “¡Bah! –exclamó–, este modo de pensar en las estrellas me aleja de la Tierra de Han y de sus hombres que son el centro inmóvil y el eje en torno al que giran todas las humanidades que existen…” Y al pensar en los hombres volvió a pensar en la historia. Desentrañó, como si estuvieran grabados en el caparazón de la tortuga, los grandes acontecimientos futuros, las guerras, las migraciones, las pestes y las epopeyas de todos los pueblos a lo largo de los milenios. Ante los ojos de su imaginación caían las grandes naciones y nacían las pequeñas que después se hacían grandes y poderosas antes de caer a su vez. Surgieron también todas las razas y las ciudades habitadas por ellas que se alzaban un instante majestuosas y luego caían por tierra para confundirse con la ruina y la escoria de las generaciones. Una de estas ciudades entre todas las que existían en ese porvenir imaginado por Pao Cheng llamó poderosamente su atención; su divagación se hizo más precisa en cuanto a los detalles que la componían, como si esa ciudad encerrara el enigma directamente relacionado con su persona. Aguzó la mirada interior y trató de penetrar todos los accidentes de esa topografía increada. La fuerza de su imaginación era tan grande que se sentía caminar por sus calles; levantaba la vista azorado ante la grandeza de las construcciones y la belleza de los monumentos. Largo rato paseó Pao Cheng por aquella ciudad mezclándose con sus habitantes ataviados con extraña vestiduras y que hablaban una lengua lentísima, incomprensible, hasta que, de pronto, se detuvo ante una casa en cuya fachada parecían estar inscritos los signos de un misterio que lo atraía irresistiblemente. Por una de las ventanas del edificio pudo vislumbrar un hombre que estaba escribiendo. En ese momento Pao Cheng sintió que allí pasaba algo que le interesaba íntimamente. Cerró los ojos y acariciándose la frente perlada de sudor con las puntas de sus dedos alargados trató de penetrar con el pensamiento en el interior de esa habitación en la que el hombre estaba escribiendo. Por un esfuerzo de la imaginación se elevó del pavimento y cruzó el reborde de la ventana que estaba abierta, por la que se colaba una brisa fresca que hacía temblar la cuartillas, cubiertas de incomprensibles caracteres, que yacían apiladas sobre la mesa. Conteniendo la respiración, Pao Cheng se acercó al hombre cautelosamente y se asomó por encima de sus hombros. El hombre no hubiera notado su presencia pues parecía absorto en su tarea de cubrir aquellas hojas de papel con esos signos cuyo significado todavía escapaba al entendimiento de Pao Cheng. De vez en cuando el hombre se detenía, miraba pensativo por la ventana, aspiraba un pequeño cilindro blanco que ardía en un extremo y arrojaba una bocanada de humo azulado por la boa y por las narices; luego volvía a escribir. Pao Cheng miró las cuartillas que yacían en desorden. Comenzó a descifrar las palabras que estaban escritas en ellas y su rostro se nubló. Un escalofrío de terror cruzó, como la reptación de una serpiente venenosa, el fondo de su cuerpo. “Este hombre está escribiendo un cuento”, se dijo. Pao Cheng volvió a leer las palabras escritas sobre las cuartillas. “El cuento se llama La historia según Pao Cheng y trata de un filósofo de la antigüedad que un día se sentó a la orilla de un arroyo y se puso a pensar en…” “¡Luego yo soy el recuerdo de ese hombre y si es hombre me olvida moriré!...”

El hombre, no bien había escrito sobre el papel las palabras “…si ese hombre me olvida moriré”, se detuvo, volvió a aspirar el cigarrillo y mientras dejaba escapar el humo por la boca su mirada se ensombreció como si ante él cruzara una nube cargada de lluvia. Comprendió en ese momento que se había condenado a sí mismo, para toda la eternidad, a seguir escribiendo la historia de Pao Cheng, pues si su personaje era olvidado y moría, él, que no era más que un pensamiento de Pao Cheng, también desaparecía.

27 sept 2013

Microrrelatos


La fe y las montañas
Augusto Monterroso

Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios. Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.

La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.



Final para un cuento fantástico
I.A. Ireland

-¡Que extraño! -dijo la muchacha avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
-¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.



Un creyente
George Loring Frost

Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo: 
- Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas? 
- Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted? 
- Yo sí -dijo el primero y desapareció.



El beso y el adiós
Ramón de Peñaflor

– Ha llegado el momento de separarnos, amor. Te prometo que algún día serás mía definitivamente... -musitó Sebastián con un suspiro, tras estamparle un cálido y prolongado beso con toda la pasión de que pudo hacer acopio. 
La magia de aquel sublime instante fue rota sin miramientos por el tiránico vozarrón del dependiente: 
– ¡Hágame el favor de no babear las revistas si no las va a comprar!


Mensaje
Thomas Bailey Aldrich

Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta.


El sueño
Luis Mateo Díez

Soñé que un niño me comía. Desperté sobresaltado. Mi madre me estaba lamiendo. El rabo todavía me tembló durante un rato.


Justicia
Jaime Muñoz Vargas

Hoy los maté. Ya estaba harto de que me llamaran asesino.



Cuento de horror
Juan José Arreola

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.



El dinosaurio
Augusto Monterroso

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.



El emigrante
Luis Felipe G. Lomelí. 

-¿Olvida usted algo?
- Ojalá.

11 sept 2013

Ocho consejos de Kurt Vonnegut para escribir una buena historia

1. Utiliza el tiempo de un desconocido total de forma que él o ella no sienta que ha perdido el tiempo.

2. Dale al lector al menos un personaje al que pueda apoyar emocionalmente.

3. Todos los personajes deberían querer algo, aunque solo sea un vaso de agua.

4. Todas las frases deben hacer una de estas dos cosas — desvelar al personaje o avanzar en la acción.

5. Empieza tan cerca del final como sea posible.

6. Sé sádico. Da igual cuán dulces e inocentes sean tus personajes principales, haz que les ocurran cosas terribles para que el lector pueda ver de qué están hechos.

7. Escribe para satisfacer solo a una persona. Si abres una ventana y haces el amor al mundo, por así decirlo, tu historia cogerá neumonía.

8. Dales a tus lectores tanta información como sea posible tan pronto como sea posible. A la mierda con el suspense. Los lectores deberían tener tal comprensión de qué es lo que está ocurriendo, dónde y cómo, que deberían de ser capaces de terminar la historia por ellos mismos si las cucarachas se comieran las últimas páginas.




10 sept 2013

Malos Hábitos

Levantarse temprano



Jorge Ibargüengoitia
Texto Publicado en: Instrucciones para vivir en México, compilado por Guillermo Sheridan. México: Editorial Joaquín Mortiz, 1990.



El viernes pasado encontré en Revista de Revistas un artículo escrito por mi buen amigo Loubet que es una especie de oda a los que se levantan temprano. Además de bien escrito está bien ilustrado. Allí aparecen los panaderos, los lecheros, los barrenderos, los que van a hacer ejercicio en Chapultepec, los niños que piden aventón para llegar a clase de siete, etcétera.

Esta lectura, unida a la circunstancia de que hoy tuve que levantarme a las cinco de la mañana, me han hecho recapacitar y llegar a la conclusión de que francamente, levantarse temprano no sólo es muy desagradable, sino completamente idiota.

Ahora comprendo que los últimos veinte años los he pasado en un mundo dado a la molicie.

—Paso por ti cuando reviente el alba. Es decir, a las nueve y media de la mañana —dicen mis amigos.

Pues sí, un mundo dado a la molicie del que no pienso salir.

Los efectos de madrugar son de muchas índoles, pero todos ellos corrosivos de la personalidad. Hay quien se levanta temprano a fuerzas, se para frente al espejo a bostezar y a arreglarse el cabello y la cara con el objeto de dar la impresión de que se lavó. Este intento generalmente es patético. Si alcanza lugar sentado en el camión que lo lleva al trabajo se duerme sobre el hombro del vecino, desayuna en la esquina del lugar donde trabaja unos tamales, o bien dos huevos crudos metidos en jugo de naranja -que es una mezcla que produce cáncer en el intestino delgado- pasa la mañana sintiéndose infeliz, trabajando un poquito y quitándose las lagañas; se va de bruces en el camión de regreso, a las seis de la tarde.

Los que se levantan temprano a fuerzas constituyen un grupo social de descontentos, en donde se gestarían revoluciones si sus miembros no tuvieran la tendencia a quedarse dormidos con cualquier pretexto y en cualquier postura. En vez de revolucionar, gruñen y dicen que el destino les hizo trampa.

Los que madrugan por gusto son peores.

—Yo siento que la cama materialmente me avienta a las cinco de la mañana.

—Mal veo despuntar el sol, brinco de la cama, abro la ventana y pregunto “¿solecito, solecito, qué quieres de mí hoy?”

—Cuando me estoy rasurando oigo el canto del primer jilguero, después, un regaderazo con agua helada, me seco con una toalla especial de ixtle para que me abra el poro, y por último mi té de boldo. Quedo como nuevo.

Esta clase de gente tiene la costumbre de salir a la calle de noche y caminar con paso vivaz por el centro del asfalto —le temen a la banqueta, porque creen que hay gente agazapada en los zaguanes, lista para asaltarlos; no se dan cuenta de que los asaltantes están dormidos a esa hora— dejan a su paso una estela de agua de Colonia o talco desodorante que queda flotando en el ambiente hasta que pasa el primer autobús. Van a misa de cinco, a la Adoración Nocturna, a hacer ejercicio, a pasear un perro desmañanado, o, peor todavía, a despertar al velador del edificio para que les abra el despacho.

Son por lo general, gente de dinero y creen que la fortuna que tienen se las concedió Dios nomás por el gusto que le da verlos levantarse temprano. Aconsejan esta práctica saludable a todo el que encuentran -en realidad no tienen otro tema de conversación, inventarían refranes si pudieran, como no pueden, repiten el consabido de “al que madruga, Dios le ayuda”, que es una afirmación que carece de fundamento histórico.

Esta clase de personajes también tiene la tendencia a obligar niños a que les piquen la panza con el dedo.

—Mira niño, es como de fierro. Aprende: estoy así porque me levanto temprano. Tengo sesenta años y mírame.

Llegan a los sesenta como jóvenes, dando brinquitos y mueren de sesenta y uno, víctimas de una trombosis cuádruple.

Los que inventaron que es bueno levantarse temprano son los que determinaron que los turnos de trabajo cambien rayando el sol, que los fusilamientos se lleven a cabo al amanecer, que se reparta la leche al alba, que no se permita la entrada de carga después de las siete de la mañana, etcétera. En resumen son los únicos responsables de que la ciudad empiece a funcionar a una hora de la que nada bueno puede esperarse.



(18-vii-72)

23 ago 2013

Energías perdidas


Rafael Barrett



Impotente para crear un átomo, para sacar de la nada el más débil de los esfuerzos, el hombre tiene el don sublime de organizar las energías que le rodean. Las obliga a ensanchar el reino de la inteligencia, a integrarse activamente en una concepción del mundo más y más alta; las obliga a humanizarse. Por encima de las flechas de las catedrales asoman las puntas de los pararrayos; mas guardémonos de reír: esto proclama que la centella ya no es de Dios. Del mismo modo que la energía química de los alimentos se transforma, al pasar por nuestra sustancia, en el más prodigioso conjunto de fenómenos, las energías naturales engendran, al pasar por los mecanismos humanos como pasa el viento por las cuerdas de un arpa, la armonía anunciadora del universo futuro. El ejército de las fuerzas humanizadas aumenta sin cesar, y rinde poco a poco al inmenso caos de lo desconocido. El hombre es el eje en torno del cual comienzan a girar las cosas, agrupándose en figuras imponentes y simbólicas. Estamos en el primer día del génesis, pero es nuestro espíritu, y no otro, el que flota sobre las aguas.

No obstante tan luminosas promesas, ¡cuán pequeño es lo que poseemos si lo comparamos con lo que todavía está por poseer! Las gemas han salido de sus antros para brillar sobre el cuerpo de las mujeres, y las rocas han abandonado su inmemorial asiento para convertirse en viviendas humanas; el hierro, el carbón y el otro están con nosotros; mas, ¿qué es lo que conocemos del planeta? Hemos arañado en escasos puntos su epidermis, y nos abruma, casi intacto, su redondo y colosal misterio. Ignoramos los más formidables metales, las más extrañas materias. Si hoy nos desconcierta el radio, ¿qué no nos aturdirá mañana? ¿Qué es lo que sabemos de ese monstruoso ser que se estremece en los terremotos y respira por los cráteres? ¿Qué palabras no arrancaremos con el tiempo a la espantosa voz de los volcanes?

Desde el corazón de los montes va nuestra imaginación a la superficie de los mares, y nos asombramos del inútil y perenne batallar de las ondas. Sobre una extensión cinco veces mayor que la que cubren los continentes reunidos, no hay un metro de líquido que no suba, baje, se vuelque y palpite sin descanso. Y cuando el huracán se desata y su caprichosa energía se ha mudado en olas descomunales que se empinan marchando, preciso es aguardarlas en la costa, y verlas estallar contra los acantilados sombríos, haciendo temblar entre una tempestad de espuma las raíces de las montañas, para sentir lo incalculable de esta fuerza que se acaba a sí misma. Y como si no fuese bastante este derrochar sin freno, la blanca luna levanta diariamente hacia ella la masa de las aguas, en una aspiración gigantesca cuyo aliento no acertamos a aprovechar.

Toda la vida terrestre: brisas y ríos, selvas cerradas, praderas sin fin; la fiera que huye con oblicuo salto; el pájaro que teje su nido, y el insecto que zumba sobre la flor; los días, que cambian con las estaciones; las estaciones, que se matizan según los climas, y las razas humanas, que en ritmo impenetrable, sienten, piensan y se reproducen; todo lo que se mueve, luce y combate es para el sabio una forma del calor solar. Por eso, hemos de inducir las maravillas que se pierden en los desiertos calcinados de África, Asia y Australia, sobre cuyas arenas infecundas derrama el sol cada día sus ardientes cascadas de luz. Pero tal calor desaparecido, ¿qué es al lado del que fluye constantemente a través del espacio, precipitándose en la nada? Nuestro globo es un grano de polvo que brilla en el vacío; recoge una parcela de energía, mientras la casi totalidad se esparce en una inmensa circular oleada, que se debilita a medida que se abre, hasta desvanecerse en las orillas del infinito.

Soñemos con los soles inaccesibles, y soñemos también con otras energías: las que nos rozan sin vernos, o nos acarician y quizá nos matan, las innominadas habitantes de la sombra. Ayer ignorábamos que existía la electricidad, esa alma de la materia. ¡Que todo lo que vamos descubriendo nos sirve de sonda para lo que aún ignoramos! No pretendamos envolver con los sentidos, pobre red de cinco hebras, la enigmática realidad. Los más nobles pensadores, despreciando el frívolo escepticismo de los que no ven más allá de su microscopio, escuchan con religioso silencio los pasos de la Idea, que viene acercándose, y lo esperan todo de lo que no nos ha engañado nunca.

Tengamos conciencia de nuestro destino. Alcemos nuestra ambición hasta tocar el firmamento con la frente. Que nuestra mano o nuestro pensamiento detenga la naturaleza que pasa. Mas no nos equivoquemos y creamos que nuestras armas son perfectas, y nosotros mismos, dignos enteramente de la lucha divina.

Corazones generosos laten bajo andrajos de mendigo. Talentos insignes agotan sus facultades en la miserable caza del pan. El genio muere desesperado o no nace. Los gérmenes sucumben. La mole de la imbecilidad y de la maldad generales es demasiado pesada. Antes de escalar el cielo y de encarcelar las energías del abismo, hay que libertar esas otras energías sagradas que sufren en el fondo de la sociedad. Es necesario que extiendan las alas, y que reinen sobre el mundo, como reina el espíritu sobre la carne, en aquellos que son algo más que carne. Entonces, miraremos las tinieblas cara a cara, y diremos:

«Somos la verdad».

18 ago 2013

Los cursis

Pablo Fernández Christlieb
Tomado del libro: La velocidad de las bicicletas



Los cursis creen que la función de las ventanas es tener cortinas, que les encantan, porque es lo que más tela lleva, y la tela es el material de la cursilería; de hecho, visten a sus quinceañeras de cortinas en el clásico color pistache tornasol, y son los únicos que conocen palabras como tul, organdí, tafetán o raso, y no hay problemas si el tul es de nylon. La cursilería es el mal gusto de los buenos sentimientos.

La cursilería es un acto público, y por eso se regalan algún detallito los 14 de febrero y se esmeran en todas las demás fechas programadas para este fin: los bautizos, las declaraciones de amor y las operaciones de amígdalas, en las cuales el objetivo es que los demás admiren lo bonitos que son sus sentimientos de amorz, amistad, ternura y delicadeza. Este tipo de sentimientos son suaves, mullidos y etéreos. O sea, incorpóreas y esponjadas, por lo que las reproducen con hielo seco en sus ceremonias y, por lo demás, las imitan en todos los decorados, desde el merengue del pastel y el peinado de noche hasta las patas de las mesas y los marcos de cuadros, retacados de volutas y contornos regordetes. Se nota el horror que tienen por las aristas y las lineas rectas y se entiende su predilección por los dorados y la pedrería que no escatiman, ya que sería como quitarle roces de sol y perlas de rocío a las nubes de colores nebulosos, como el azulito, el maney pálido y el rosa.

La tela es el artefacto humano que mejor copia las vaporosas cualidades de las nubes en sus orlas, olanes y escarolas, de modo que los cursis adoran todo, incluidos ellos mismos, de drapeados, frunces, moños, satines, cojines, brocados, carpetitas, manteles, vuelos, encajes y perifollos, lo cual los hace sentirse en las nubes. Los muñecos de peluche son su insignia. Y así como todo lo representan con nubes, todo lo hablan con azúcar, porque los buenos sentimientos saben dulce: sus saludo y sus apodos están hechos de mermelada. Una "nube de algodón de azúcar" es su consigna.

Los cursis, sin proponérselo, le atinaron a su símbolo, porque una nube no es una forma: es un exceso de formas, con caireles hasta en los caireles sin que haya indicación de cuanto es bastante. En efecto, desconocen la tenue frontera entre lo suficiente y lo demasiado, y la cruzan con la fineza característica de los hipopótamos. Según ellos, lo único que le falta a un adorno es un adornito más, y por eso le ponen al televisor una figurita de porcelana encima, carpetita de por medio. Los semiólogos saben que un símbolo no puede contener su significado, que no hace falta ponerle a una pared el letrero de "pared", pero los cursis no estudian semiología, así que para que un pastel sea de bodas no basta con que haya unos novios, sino que además hay que ponerle uno noviecitos de azúcar, y se intercambian corazoncitos de amor que dentro dicen amor, entrecomillado. Un recuerdo de algo no es recuerdo si no dice "recuerdo de...".

Esta sobresimbolización  implica que los cursis no expresan afectos, sino que avisan que los expresan. En rigor, no les interesa sentir, sino que se note, de modo que paradójicamente, sus desplantes empalagosos denotan en realidad una ausencia de sensibilidad. Después de indicar sus sentimientos, ya no les hace falta sentir. El exceso de expresividad es el artificio, la sobresensibilidad es la cursilería, cuya hipertrofia se aprecia en el orgullo con el que conservan el hule de sus cubrealfrombras y de los forros de sus sillones. De la misma manera que su reloj de péndulo, sus sensibilidad es de plástico y de pilas  made-in-Taiwan.

Así, la cursilería no trabaja con sentimientos, sino con estatus y posición social, que es para lo único que tienen sensibilidad los cursis. El estatus es la emoción de los insensibles. Gracias a titánicos esfuerzos de superación personal, los cursis han logrado recientemente algunas maravillas, como cambiar las cortinas por persianas, e incluso han aprendido a decir "¡qué cursi!" frente a un corazón de chocolate, pero siempre, de repente, fulgura una mancuerna con perlita, un olán al cuadro, un charol que los delata.

12 ago 2013

12 consejos de Ray Bradbury para los jóvenes escritores

Tomado del sitio Open Culture



1. No empieces escribiendo novelas. Toman mucho. Empieza escribiendo “una cantidad endemoniada de cuentos”, al menos uno por semana. Toma un año para hacerlo. Bradbury asegura que simplemente no es posible escribir 52 malas historias al hilo. Él esperó hasta los 30 para escribir su primera novela, Fahrenheit 451. “Y valió la pena esperar, ¿eh?”

2. Puedes amarlos, pero no remplazarlos. Ten esto en mente cuando inevitablemente intentes, consciente o inconscientemente, imitar a tus escritores favoritos, justo como él imitó a H.G. Wells, Jules Verne, Arthur Conan Doyle y L. Frank Baum.

3. Examina la “calidad” de los cuentos. Él sugiere Roald Dahl, Guy de Maupassant y los menos conocidos Nigel Kneale y John Collier. Nada en el New Yorker de hoy le llenaba el ojo, pues encontraba que esas historias “no tenían metáfora”.

4. Ocupa tu mente. Para acumular los bloques intelectuales de estas metáforas, Bradbury sugería una serie de lecturas nocturnas: un cuento, un poema (pero Pope, Shakespeare y Frost, no la “basura” moderna) y un ensayo. Los ensayos pueden ser de una diversidad de campos, incluyendo arqueología, zoología, biología, filosofía, política y literatura. “Al final de mil noches, ¡Dios!, ¡Estarás lleno de cosas!”

5. Deshazte de los amigos que no creen en ti. ¿Se burlan de tus ambiciones de escritor? La sugerencia es que los despidas sin retraso.

6. Vive en la biblioteca. No vivas en tu “maldita computadora”. Bradbury no fue a la universidad, pero sus insaciables hábitos de lectura le permitieron “graduarse de la biblioteca” a los 28.

7. Enamórate del cine. Preferiblemente del viejo.

8. Escribe con alegría. “Escribir no es un negocio serio”. Si una historia comienza a sentirse como un trabajo, deséchala y comienza una nueva. “Quiero que envidien mi alegría”.

9. No planees ganar dinero. La esposa de Bradbury “hizo un voto de probreza” para casarse con él. Solo hasta los 37 pudieron comprarse un auto.

10. Enlista 10 cosas que amas y 10 cosas que odias. Luego escribe sobre las primeras y “mata” las segundas —también escribiendo sobre ellas. Haz lo mismo con tus miedos.

11. Escribe cualquier cosa vieja que surja en tu mente. Bradbury recomienda “asociación de palabras” para romper cualquier bloqueo creativo, pues “no sabes lo que hay en ti hasta que lo pruebas”.

12. Recuerda. Cuando escribes, lo que estas buscando es que una sola persona llegue y te diga: “Te amo por lo que haces”. O, en su defecto, buscas a alguien que llegue y diga: “No estás tan loco como la gente dice”.

11 ago 2013

El pachuco y otros extremos

Octavio Paz

Tomado del libro: El laberinto de la soledad, Postdata, Vuelta a 'El laberinto de la soledad' 




Muchas de las reflexiones que forman parte de este ensayo [sobre el carácter mexicano] nacieron fuera de México, durante dos años de estancia en los Estados Unidos. Recuerdo que cada vez que me inclinaba sobre la vida norteamericana, deseoso de encontrarle sentido, me encontraba con mi imagen interrogante. Esa imagen, destacada sobre el fondo reluciente de los Estados Unidos, fue la primera y quizá la más profunda de las respuestas que dio ese país a mis preguntas. Por eso, al intentar explicarme algunos de los rasgos del mexicano de nuestros días, principio con esos para quienes serlo es un problema de verdad vital, un problema de vida o muerte. Al iniciar mi vida en los Estados Unidos residí algún tiempo en Los Ángeles, ciudad habitada por más de un millón de personas de origen mexicano. A primera vista sorprende al viajero--además de la pureza del cielo y de la fealdad de las dispersas y ostentosas construcciones--la atmósfera vagamente mexicana de la ciudad, imposible de apresar con palabras o conceptos. Esta mexicanidad--gusto por los adornos, descuido y fausto, negligencia, pasión y reserva--flota en el aire. Y digo que flota porque no se mezcla ni se funde con el otro mundo, el mundo norteamericano, hecho de precisión y eficacia. Flota, pero no se opone; se balancea, impulsada por el viento, a veces desgarrada como una nube, otras erguida como un cohete que asciende. Se arrastra, se pliega, se expande, se contrae, duerme o sueña, hermosura harapienta. Flota: no acaba de ser, no acaba de desaparecer.

Algo semejante ocurre con los mexicanos que uno encuentra en la calle. Aunque tengan muchos años de vivir allí, usen la misma ropa, hablen el mismo idioma y sientan vergüenza de su origen, nadie los confundiría con los norteamericanos auténticos. Y no se crea que los rasgos físicos son tan determinantes como vulgarmente se piensa. Lo que me parece distinguirlos del resto de la población es su aire furtivo e inquieto, de seres que se disfrazan, de seres que temen la mirada ajena, capaz de desnudarlos y dejarlos en cueros. Cuando se habla con ellos se advierte que su sensibilidad se parece a la del péndulo, un péndulo que ha perdido la razón y que oscila con violencia y sin compás. Este estado de espíritu--o de ausencia de espíritu--ha engendrado lo que se ha dado en llamar el "pachuco". Como es sabido, los "pachucos" son bandas de jóvenes, generalmente de origen mexicano, que viven en las ciudades del Sur y que se singularizan tanto por su vestimenta como por su conducta y su lenguaje. Rebeldes instintivos, contra ellos se ha cebado más de una vez el racismo norteamericano. Pero los "pachucos" no reivindican su raza ni la nacionalidad de sus antepasados. A pesar de que su actitud revela una obstinada y casi fanática voluntad de ser, esa voluntad no afirma nada concreto sino la decisión--ambigua, como se verá--de no ser como los otros que los rodean. El "pachuco" no quiere volver a su origen mexicano; tampoco--al menos en apariencia--desea fundirse a la vida norteamericana. Todo en él es impulso que se niega a sí mismo, nudo de contradicciones, enigma. Y el primer enigma es su nombre mismo: "pachuco", vocablo de incierta filiación, que dice nada y dice todo. ¡Extraña palabra, que no tiene significado preciso o que, más exactamente, está cargada, como todas las creaciones populares, de una pluralidad de significados! Queramos o no, estos seres son mexicanos, uno de los extremos a que puede llegar el mexicano.

Incapaces de asimilar una civilización que, por lo demás, los rechaza, los pachucos no han encontrado más respuesta a la hostilidad ambiente que esta exasperada afirmación de su personalidad. Otras comunidades reaccionan de modo distinto; los negros, por ejemplo, perseguidos por la intolerancia racial, se esfuerzan por "pasar la línea" e ingresar a la sociedad. Quieren ser como los otros ciudadanos. Los mexicanos han sufrido una repulsa menos violenta, pero lejos de intentar una problemática adaptación a los modelos ambientes, afirman sus diferencias, las subrayan, procuran hacerlas notables. A través de un dandismo grotesco y de una conducta anárquica, señalan no tanto la injusticia o la incapacidad de una sociedad que no ha logrado asimilarlos, como su voluntad personal de seguir siendo distintos.

No importa conocer las causas de este conflicto y menos saber si tienen remedio o no. En muchas partes existen minorías que no gozan de las mismas oportunidades que el resto de la población. Lo característico del hecho reside en este obstinado querer ser distinto, en esta angustiosa tensión con que el mexicano desvalido--huérfano de valedores y de valores--afirma sus diferencias frente al mundo. El pachuco ha perdido toda su herencia: lengua, religión, costumbres, creencias. Sólo le queda un cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas las miradas. Su disfraz lo protege y, al mismo tiempo, lo destaca y aísla: lo oculta y lo exhibe.

Con su traje--deliberadamente estético y sobre cuyas obvias significaciones no es necesario detenerse--, no pretende manifestar su adhesión a secta o agrupación alguna. El pachuquismo es una sociedad abierta--en ese país en donde abundan religiones y atavíos tribales, destinados a satisfacer el deseo del norteamericano medio de sentirse parte de algo más vivo y concreto que la abstracta moralidad de la "American way of life"--. El traje del pachuco no es un uniforme ni un ropaje ritual. Es, simplemente, una moda. Como todas las modas está hecha de novedad--madre de la muerte, decía Leopardi [poeta y filósofo italiano del siglo XIX]--e imitación.

La novedad del traje reside en su exageración. El pachuco lleva la moda a sus últimas consecuencias y la vuelve estética. Ahora bien, uno de los principios que rigen a la moda norteamericana es la comodidad; al volver estético el traje corriente, el pachuco lo vuelve impráctico. Niega así los principios mismos en que su modelo se inspira. De ahí su agresividad.

Esta rebeldía no pasa de ser un gesto vano, pues es una exageración de los modelos contra los que pretende rebelarse y no una vuelta a los atavíos de sus antepasados--o una invención de nuevos ropajes--. Generalmente los excéntricos subrayan con sus vestiduras la decisión de separarse de la sociedad, ya para constituir nuevos y más cerrados grupos, ya para afirmar su singularidad. En el caso de los pachucos se advierte una ambigüedad: por una parte, su ropa los aísla y distingue; por la otra, esa misma ropa constituye un homenaje a la sociedad que pretenden negar.

La dualidad anterior se expresa también de otra manera, acaso más honda: el pachuco es un clown impasible y siniestro, que no intenta hacer reír y que procura aterrorizar. Esta actitud sádica se alía a un deseo de autohumillación, que me parece constituir el fondo mismo de su carácter: sabe que sobresalir es peligroso y que su conducta irrita a la sociedad; no importa, busca, atrae la persecución y el escándalo. Sólo así podrá establecer una relación más viva con la sociedad que provoca: víctima, podrá ocupar un puesto en ese mundo que hasta hace poco lo ignoraba; delincuente, será uno de sus héroes malditos.

La irritación del norteamericano procede, a mi juicio, de que ve en el pachuco un ser mítico y por lo tanto virtualmente peligroso. Su peligrosidad brota de su singularidad. Todos coinciden en ver en él algo híbrido, perturbador y fascinante. En torno suyo se crea una constelación de nociones ambivalentes: su singularidad parece nutrirse de poderes alternativamente nefastos o benéficos. Unos le atribuyen virtudes eróticas poco comunes; otros, una perversión que no excluye la agresividad. Figura portadora del amor y la dicha o del horror y la abominación, el pachuco parece encarnar la libertad, el desorden, lo prohibido. Algo, en suma, que debe ser suprimido; alguien, también, con quien sólo es posible tener un contacto secreto, a oscuras. Pasivo y desdeñoso, el pachuco deja que se acumulen sobre su cabeza todas estas representaciones contradictorias, hasta que, no sin dolorosa autosatisfacción, estallan en una pelea de cantina, en un "raid" o en un motín. Entonces, en la persecución, alcanza su autenticidad, su verdadera ser, su desnudez suprema, de paria, de hombre que no pertenece a parte alguna. El ciclo, que empieza con la provocación, se cierra; ya está listo para la redención, para el ingreso a la sociedad que lo rechazaba. Ha sido su pecado y su escándalo; ahora, que es víctima, se le reconoce al fin como lo que es: su producto, su hijo. Ha encontrado al fin nuevos padres.

Por caminos secretos y arriesgados el "pachuco" intenta ingresar a la sociedad norteamericana. Mas él mismo se veda el acceso. Desprendido de su cultura tradicional, el pachuco se afirma un instante como soledad y reto. Niega a la sociedad de que procede y a la norteamericana. El "pachuco" se lanza al exterior, pero no para fundirse con lo que lo rodea, sino para retarlo. Gesto suicida, pues el "pachuco" no afirma nada, no defiende nada, excepto su exasperada voluntad de no ser. No es una intimidad que se vierte, sino una llaga que se muestra, una herida que se exhibe. Una herida que también es un adorno bárbaro, caprichoso y grotesco; una herida que se ríe de si misma y que se engalana para ir de cacería. El "pachuco" es la presa que se adorna para llamar la atención de los cazadores. La persecución lo redime y rompe su soledad: su salvación depende del acceso a esa misma sociedad que aparenta negar. Soledad y pecado, comunión y salud, se convierten en términos equivalentes.

4 ago 2013

Los crímenes de la calle Morgue (Fragmento)

Edgar Allan Poe




La canción que cantaban las sirenas, o el nombre

que adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres,
son cuestiones enigmáticas, pero que no se hallan
más allá de toda conjetura.

Sir Thomas Browne

Las características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticas son en sí mismas poco susceptibles de análisis. Sólo las apreciamos a través de sus resultados. Entre otras cosas sabemos que, para aquel que las posee en alto grado, son fuente del más vivo goce. Así como el hombre robusto se complace en su destreza física y se deleita con aquellos ejercicios que reclaman la acción de sus músculos, así el analista halla su placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar. Goza incluso con las ocupaciones más triviales, siempre que pongan en juego su talento. Le encantan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos, y al solucionarlos muestra un grado de perspicacia que, para la mente ordinaria, parece sobrenatural. Sus resultados, frutos del método en su forma más esencial y profunda, tienen todo el aire de una intuición. La facultad de resolución se ve posiblemente muy vigorizada por el estudio de las matemáticas, y en especial por su rama más alta, que, injustamente y tan sólo a causa de sus operaciones retrógradas, se denomina análisis, como si se tratara del análisis par excellence. Calcular, sin embargo, no es en sí mismo analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, efectúa lo primero sin esforzarse en lo segundo. De ahí se sigue que el ajedrez, por lo que concierne a sus efectos sobre la naturaleza de la inteligencia, es apreciado erróneamente. No he de escribir aquí un tratado, sino que me limito a prologar un relato un tanto singular, con algunas observaciones pasajeras; aprovecharé por eso la oportunidad para afirmar que el máximo grado de la reflexión se ve puesto a prueba por el modesto juego de damas en forma más intensa y beneficiosa que por toda la estudiada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen movimientos diferentes y singulares, con varios y variables valores, lo que sólo resulta complejo es equivocadamente confundido (error nada insólito) con lo profundo. Aquí se trata, sobre todo, de la atención. Si ésta cede un solo instante, se comete un descuido que da por resultado una pérdida o la derrota. Como los movimientos posibles no sólo son múltiples sino intrincados, las posibilidades de descuido se multiplican y, en nueve casos de cada diez, triunfa el jugador concentrado y no el más penetrante. En las damas, por el contrario, donde hay un solo movimiento y las variaciones son mínimas, las probabilidades de inadvertencia disminuyen, lo cual deja un tanto de lado a la atención, y las ventajas obtenidas por cada uno de los adversarios provienen de una perspicacia superior.

Para hablar menos abstractamente, supongamos una partida de damas en la que las piezas se reducen a cuatro y donde, como es natural, no cabe esperar el menor descuido. Obvio resulta que (si los jugadores tienen fuerza pareja) sólo puede decidir la victoria algún movimiento sutil, resultado de un penetrante esfuerzo intelectual. Desprovisto de los recursos ordinarios, el analista penetra en el espíritu de su oponente, se identifica con él y con frecuencia alcanza a ver de una sola ojeada el único método (a veces absurdamente sencillo) por el cual puede provocar un error o precipitar a un falso cálculo.

Hace mucho que se ha reparado en el whist por su influencia sobre lo que da en llamarse la facultad del cálculo, y hombres del más excelso intelecto se han complacido en él de manera indescriptible, dejando de lado, por frívolo, al ajedrez. Sin duda alguna, nada existe en ese orden que ponga de tal modo a prueba la facultad analítica. El mejor ajedrecista de la cristiandad no puede ser otra cosa que el mejor ajedrecista, pero la eficiencia en el whist implica la capacidad para triunfar en todas aquellas empresas más importantes donde la mente se enfrenta con la mente. Cuando digo eficiencia, aludo a esa perfección en el juego que incluye la aprehensión de todas las posibilidades mediante las cuales se puede obtener legítima ventaja. Estas últimas no sólo son múltiples sino multiformes, y con frecuencia yacen en capas tan profundas del pensar que el entendimiento ordinario es incapaz de alcanzarlas. Observar con atención equivale a recordar con claridad; en ese sentido, el ajedrecista concentrado jugará bien al whist, en tanto que las reglas de Hoyle (basadas en el mero mecanismo del juego) son comprensibles de manera general y satisfactoria. Por tanto, el hecho de tener una memoria retentiva y guiarse por «el libro» son las condiciones que por regla general se consideran como la suma del buen jugar. Pero la habilidad del analista se manifiesta en cuestiones que exceden los límites de las meras reglas. Silencioso, procede a acumular cantidad de observaciones y deducciones. Quizá sus compañeros hacen lo mismo, y la mayor o menor proporción de informaciones así obtenidas no reside tanto en la validez de la deducción como en la calidad de la observación. Lo necesario consiste en saber qué se debe observar. Nuestro jugador no se encierra en sí mismo; ni tampoco, dado que su objetivo es el juego, rechaza deducciones procedentes de elementos externos a éste. Examina el semblante de su compañero, comparándolo cuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes. Considera el modo con que cada uno ordena las cartas en su mano; a menudo cuenta las cartas ganadoras y las adicionales por la manera con que sus tenedores las contemplan. Advierte cada variación de fisonomía a medida que avanza el juego, reuniendo un capital de ideas nacidas de las diferencias de expresión correspondientes a la seguridad, la sorpresa, el triunfo o la contrariedad. Por la manera de levantar una baza juzga si la persona que la recoge será capaz de repetirla en el mismo palo. Reconoce la jugada fingida por la manera con que se arrojan las cartas sobre el tapete. Una palabra casual o descuidada, la caída o vuelta accidental de una carta, con la consiguiente ansiedad o negligencia en el acto de ocultarla, la cuenta de las bazas, con el orden de su disposición, el embarazo, la vacilación, el apuro o el temor... todo ello proporciona a su percepción, aparentemente intuitiva, indicaciones sobre la realidad del juego. Jugadas dos o tres manos, conoce perfectamente las cartas de cada uno, y desde ese momento utiliza las propias con tanta precisión como si los otros jugadores hubieran dado vuelta a las suyas.

El poder analítico no debe confundirse con el mero ingenio, ya que si el analista es por necesidad ingenioso, con frecuencia el hombre ingenioso se muestra notablemente incapaz de analizar. La facultad constructiva o combinatoria por la cual se manifiesta habitualmente el ingenio, y a la que los frenólogos (erróneamente, a mi juicio) han asignado un órgano aparte, considerándola una facultad primordial, ha sido observada con tanta frecuencia en personas cuyo intelecto lindaba con la idiotez, que ha provocado las observaciones de los estudiosos del carácter. Entre el ingenio y la aptitud analítica existe una diferencia mucho mayor que entre la fantasía y la imaginación, pero de naturaleza estrictamente análoga. En efecto, cabe observar que los ingeniosos poseen siempre mucha fantasía mientras que el hombre verdaderamente imaginativo es siempre un analista.

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