27 ago 2012

Alta traición


Sabina Berman



Este joven llamado Ángel (y ésta no intenta ser una metáfora, puesto que Ángel se llamaba el joven), solía pasearse por el contorno ovalado de un parque de jacarandás y palmeras gigantes llamado México (y éste tampoco es un intento de alegoría, puesto que el parque aún así se llama), con pasos pensativos, los rulos negros cayéndole en el rostro, en un abrigo de fieltro negro, dos tallas demasiado grande, y con un libro en la mano, de poesía, claro.

Se sentaba en una banca y leía un poema de poco en poco, aquilatando en su inteligencia cada frase, cada palabra, cada coma, cada espacio en blanco.

Y luego sonreía, como si fuera feliz. Y lo era.

Una tarde, sentados a la mesa del comedor, el padre de Ángel le dijo a la madre de Ángel:

—Tal vez exageramos en la adoración al llamarle a nuestro hijo Ángel.

—No exageramos —dijo la madre—. Es nuestro único hijo, pásame la azúcar.

Le pasó la azucarera y observó a su señora servirse tres cucharadas copeteadas de azúcar en el café con leche.

—Sí, exageramos —concluyó el padre—. Y ahora mira cómo ha resultado el muchacho.

—¿Cómo ha resultado? —preguntó, curiosa, la madre.

—Un maricón —murmuró rápido el padre, y la palabra le dolió en el corazón.

El padre fue al médico, no a preguntar sobre su corazón dolido, sino a preguntar cómo podía saber si su hijo era o no un maricón biológico.

El viejo y astuto médico respondió:

—Ángel no es nada aún, es un púber, con unos pelitos en el lugar del bigote. Es una barra de barro en espera de una impronta: de una forma que le dé sentido.

—Seré preciso —advirtió el viejo doctor, de un lado del escritorio. Y el padre, sentado del otro lado, aguzó el oído.

—Ángel necesita realidad. Ángel necesita a una mujer desnuda. Y seré ahora aún más preciso. Antes de que le suceda nada por azar en ese parque, Ángel necesita introducir su pene en el agujero vaginal entre las piernas de una mujer desnuda.

Esa tarde el padre llegó a la casa y vio que su hijo Ángel, en mangas de una camisa blanca, a la mesa vestida de mantel blanco del comedor, tomaba del frutero de plata con una mano una ciruela y con la otra mano un chabacano y los ponía en el mantel blanco, lado a lado, y los miraba, a la ciruela, roja, y al chabacano, naranja, detenidamente.

Enervado, el padre le ordenó:

—Levántate, nos vamos.

—¿Cuándo? —preguntó Ángel girando la cabeza llena de rulos.

—Ahora mismo.

Y de inmediato llevó a Ángel a una casa de citas.

En el espantoso vestíbulo de entrada, de muebles forrados de terciopelo rojo y barato, Ángel pudo elegir entre seis mujeres voluptuosas de pestañas falsas y una niña, o casi, flaca y de rostro lavado.

Previsiblemente eligió a la casi niña.

Su padre lo llevó a una esquina del vestíbulo, le metió en la bolsa del abrigo negro un rollo de billetes y le dijo, en secreto:

—Para que pagues en persona, como todo hombre que se respeta le paga a su puta.

Subieron pues al dormitorio los dos púberes, la casi niña primero y luego Ángel, que subió mirando sus zapatos subir por los peldaños.

Él se sentó en una silla, junto a una mesa, y la casi niña se plantó ante él para hacer su trabajo. Se desvistió de a poco a poco, primero el vestido, luego el portabustos, luego las medias, luego la delgada braga.

Y como Ángel, que la observaba, no sentía mucho, de hecho sentía nada, sacó de una bolsa interior de su abrigo un libro, y lo abrió.

La casi niña, confundida, lo pensó un rato antes de preguntarle qué demonios leía.

—Alta traición, de José Emilio Pacheco —dijo Ángel.

—Ah —dijo ella, como si eso le dijera algo.

Y Ángel volvió a leer el poema, ahora en voz alta.

Y la casi niña juntó las manecitas y dijo:

—¡Qué coincidencia! Ese poema lo pude haber escrito yo.

Eso sentía ella de su país. Eso sentía de la vida.

—Además —dijo— me hizo sentir, ¿cómo decirlo?, me hizo de verdad sentir.

—Léeme otro —pidió la casi niña.

Y se sentó del otro lado de la mesa, desnuda y muy interesada.

Y él le leyó otro poema a la casi niña.

Y otro más.

Y ella preguntó por el significado de algunas palabras.

Y él leyó otro poema más.

Y entonces sonó el teléfono. Era la madama.

La madama le ordenó a la casi niña que despachara al cliente porque otro subiría en 10 minutos.

La casi niña le pidió a Ángel que se fuera, Ángel cerró su libro, y entonces ella, pensándolo aprisa, le ofreció un trato.

—No me pagues todo —propuso—. Págame nada más la mitad. Creo que es lo justo.

Ángel dividió a la mitad el fajo de billetes y le dio una mitad, luego fue a una librería y con la otra mitad se compró otro libro, de poesía, claro.

Las obras completas de Jorge Luis Borges. Un volumen grueso, verde y oneroso.

Por la noche el padre de Ángel llamó por teléfono a la casa de citas y pidió hablar con la casi niña, y le preguntó sin preámbulos si su hijo había tenido o no una erección.

—Su hijo es un toro —dijo la casi niña.

—¿De veras? —dijo el padre.

—Su hijo tiene una verga del tamaño de un toro —le confirmó la casi niña.

—¿De veras? —insistió el padre.

—Señor, ¿cómo se lo explico? Le juro que su hijo es una pesadilla, porque coge y coge y coge, y no se cansa de coger, como si fuera un toro, cabroncísimo.

Al otro día, a la mesa del desayuno, el padre, muy sonriente, le preguntó algo a Ángel, con discreción, porque la madre estaba presente.

—Ángel, ¿con que como un toro?

Ángel parpadeó sin entender, lo que angustió al padre, que juzgó el parpadeo un acto afeminado.

—Escúchame, Ángel —insistió el padre en el asunto—, ¿quieres repetir la, ya sabes, la faena?

—Me gustaría mucho —dijo Ángel por fin comprendiendo—. Me gustaría repetirla cada semana, si es posible.

El padre terminó feliz su jugo de naranja y la madre, feliz, se llevó el vaso vacío al fregadero de la cocina.

Así, cada semana el padre le dio un fajo de billetes a su hijo. Y cada semana Ángel leyó poesía en el cuarto de la casi niña. Y la casi niña soñó por unas semanas estudiar en la universidad nacional la carrera de filosofía y letras. Y Ángel fue acumulando libros para una biblioteca íntima de poesía que con los años abarcaría seis mil ejemplares, en español unos, en inglés otros, en francés los menos.

En cuanto a la pregunta de si Ángel sería o no heterosexual, la vida la disipó mucho antes.

Todavía joven, pero ya con un bigote rudo, una tarde Ángel caminaba por el contorno ovalado del Parque México, en su abrigo de fieltro negro y con un libro en la mano, de poesía, claro, cuando se tropezó con un perro labrador, cuya dueña, una ingeniera mecánico eléctrica, de pelo corto y modales firmes, vaqueros gastados y camiseta negra, se lo llevó a charlar en un café del mismo parque y una hora después se lo llevó al piso donde vivía sola, es decir: sola y con el perro labrador.

Encerró al labrador en la terraza y volvió a la sala.

Ahí, ante Ángel, sentado a una silla a un lado de una mesa, la ingeniera se desvistió en tres movimientos gimnásticos. Se sacó para arriba la camiseta negra, se sacó por abajo los vaqueros gastados y de una patada los lanzó hasta un perchero.

Y como Ángel se había petrificado viendo aparecer la desnudez de ella, ella luego desvistió a Ángel.

Bueno, cogieron como venados. De pie. Doblados uno sobre otro. Él encaramado sobre las nalgas de ella, temblorosos los dos, él metiéndole y sacándole la verga dura y sobándole los senos pequeños con las manos, hasta eyacular y caer al piso como un joven guerrero herido.

(O para decirlo en un registro no épico, sino de nuevo zoológico y más honesto: Ángel le soltó los pequeños senos y cayó al suelo como cae al suelo un venado exhausto, luego de haber eyaculado.)

Se casaron. Tienen un hijo. Le llamaron Pedro.

Gracias a la firmeza de su esposa, Ángel dejó de titubear entre estudiar cine o estudiar lingüística, y finalmente estudió física cuántica. Es investigador emérito de un centro de estudios de partículas subatómicas y sutilísimas.

Por lo demás, la ingeniera mecánico eléctrica padece de celos de una prostituta cara que da cita en una elegante casona al borde del Parque México.

—Que ahí voy a leer poesía —se defiende, furioso, Ángel, y se va a zancadas a su biblioteca y cierra de un golpazo la puerta.

La puerta que ella reabre para gritar:

—Cuéntaselo a tu madre. Ella es la idiota, no yo.

Pero tal vez sí es un poco idiota la ingeniera, por lo menos en lo que se refiere al amplio abanico que puede desplegar el deseo erótico.

Esto es lo que pasa cada lunes. En un cuarto de paredes blancas y cortinas blancas y tapete blanco, con una cama siempre tendida con sábanas de lino egipcio, blancas, sentado a una mesa en cuyo otro borde también se sienta su amiga, Ángel lee, mientras la tarde se vuelve noche, pausando entre una oración y otra, a veces entre una palabra y la siguiente, poesía.

Los pies desnudos de él en un taburete, donde se mezclan con los pies desnudos de ella.

Y nada más eso hacen, él y ella (leer poesía), pero tampoco nada menos.

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