10 dic 2013

El río (fragmento)

Flannery O’Connor



El niño estaba triste y lánguido en medio de la oscura sala de estar, mientras su padre le ponía un abrigo de cuadros escoceses. Aunque todavía no había sacado la mano derecha por la manga, su padre le abrochó el abrigo y le empujó hacia una pálida mano con pecas que lo esperaba en la puerta medio abierta.

—No está bien arreglado —dijo en voz alta alguien en el vestíbulo.

—Bueno, entonces, por el amor de Dios, arréglelo —dijo el padre—. Son las seis de la mañana.

Estaba en bata de dormir y descalzo. Cuando llevó al niño a la puerta e intentó cerrarla, un esqueleto pecoso con un abrigo largo verde y un sombrero de fieltro le dijo:

—¿Y el billete del niño y el mío? Tendremos que tomar el tranvía dos veces —dijo ella.

Él fue otra vez al dormitorio a traer dinero y, cuando volvió, el chico y ella estaban en mitad de la habitación. Ella estaba mirándolo todo.

—Si tuviera que venir alguna vez a quedarme contigo, no soportaría el olor de esas colillas mucho rato —dijo sacudiendo el abrigo del chico.

—Aquí tiene el dinero —dijo el padre.

Se dirigió hacia la puerta, la abrió del todo y se quedó allí esperando.

Después de contar el dinero, se lo metió en algún sitio del abrigo y se acercó a una acuarela que estaba colgada cerca del tocadiscos.

—Sé la hora que es —dijo ella mirando las líneas negras que cruzaban manchas de colores violentos—. Tengo que saberlo. Mi turno empieza a las diez de la noche y no acaba hasta las cinco de la mañana y tardo una hora en venir en el tranvía hasta la calle Vine.

—Oh, ya veo —dijo él—. Bueno, lo esperamos de vuelta esta noche, ¿sobre las ocho o las nueve?

—Quizás más tarde —dijo ella—. Vamos a ir al río a una curación. Este predicador no viene por aquí a menudo. Yo no hubiera pagado por esto —dijo señalando con la cabeza el cuadro—. Yo misma podría haberlo pintado.

—De acuerdo, señora Connin. La veremos luego —dijo dando unos golpecitos en la puerta.

Una voz apagada dijo desde el dormitorio:

—Tráeme una bolsa de hielo.

—¡Qué pena que la mamá esté enferma! —dijo la señora Connin—. ¿Qué le pasa?

—No lo sabemos —contestó él en voz baja.

—Le pediremos al predicador que rece por ella. Ha curado a mucha gente. El Reverendo Bevel Summers. Quizás ella debiera verlo algún día.

—Tal vez —dijo él—. Hasta esta noche.

Y se metió en el dormitorio y dejó que se marcharan ellos solos.

El niño pequeño la miró en silencio, con la nariz y los ojos húmedos. Tenía cuatro o cinco años. Su cara era alargada, con la barbilla prominente y los ojos, medio cerrados; estaban a gran distancia uno del otro. Parecía mudo y paciente, como una oveja vieja que espera que la saquen.

—Te gustará este predicador —dijo ella—, el Reverendo Bevel Summers. Tienes que oírlo cantar.

La puerta del dormitorio se abrió de pronto y el padre asomó la cabeza y dijo:

—Adiós, chico. ¡Que te diviertas!

—Adiós —dijo el niño pequeño, y saltó como si le hubieran disparado.

La señora Connin le echó otra mirada a la acuarela. Luego salieron al vestíbulo y llamaron al ascensor.

—Yo misma podría haberlo pintado —dijo ella.

Fuera, la mañana gris estaba bloqueada a ambos lados por los edificios vacíos y oscuros.

—El día va a aclarar más tarde dijo ella—. Ésta es la última vez que podremos tener una predicación en el río este año. Límpiate la nariz, cariño.

El niño empezó a restregarse la nariz con la manga, pero ella lo detuvo.

—Eso no está bien —le dijo—. ¿Dónde tienes el pañuelo?

El chico se metió las manos en los bolsillos y fingió buscarlo mientras que ella esperaba.

—Algunas personas no se preocupan de cómo te mandan a la calle —murmuró a su propia imagen que se reflejaba en el espejo de la ventana de una cafetería.

Se sacó del bolsillo un pañuelo de flores rojas y azules, se inclinó y empezó a limpiarle la nariz.

—Ahora sopla —dijo.

Y el niño sopló.

—Te lo dejo prestado. Guárdatelo en el bolsillo.

El chico lo dobló y lo guardó en su bolsillo cuidadosamente. Caminaron hasta la esquina y se apoyaron en la pared de una farmacia para esperar el tranvía. La señora Connin se subió el cuello del abrigo, de manera que rozaba con la parte de atrás de su sombrero. Sus párpados empezaron a bajar y parecía que se podía quedar dormida contra la pared. El niño pequeño le apretó un poco la mano.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella con voz soñolienta—. Sólo sé tu apellido. Tenía que haber preguntado cómo te llamas.

El chico se llamaba Harry Ashfield y nunca antes se le había ocurrido cambiarse el nombre.

—Bevel —dijo.

La señora Connin se separó de la pared.

—¡Qué coincidencia! —dijo—. ¡Ya te he dicho que así es como se llama también ese predicador!

—Bevel —repitió el chico.

Se quedó mirando al niño como si se hubiera convertido en una maravilla para ella.

—Ya verás cuando te lo presente —dijo—. No es un predicador normal. Es un curandero. Sin embargo, no pudo hacer nada por el señor Connin. El señor Connin no tenía fe, pero dijo que por una vez iba a probar cualquier cosa. Tenía retortijones en la barriga.

El tranvía apareció como un punto amarillo al final de la calle desierta.

—Ahora está en el hospital —dijo ella—. Le han quitado un tercio del estómago. Yo le digo que le tiene que dar gracias a Jesús por lo que le han dejado, pero él dice que no le tiene que dar gracias a nadie. ¡Dios mío! —murmuró ella—. ¡Bevel!

Se acercaron a las vías del tranvía.

—¿Me curará? —preguntó el niño.

—¿Qué te ocurre?

—Tengo hambre.

—¿No has desayunado?

—No tuve tiempo de tener hambre —dijo el chico.

—Bueno, cuando lleguemos a casa nos tomaremos algo los dos —dijo ella—. Yo también tengo hambre.

Se montaron en el tranvía y se sentaron unos pocos asientos detrás del conductor. La señora Connin puso a Bevel sobre sus rodillas.

—Ahora sé un buen chico y déjame dormir un poco. No te muevas de aquí.

Echó la cabeza hacia atrás y, mientras el niño la miraba, fue cerrando gradualmente los ojos y abriendo la boca. Se le veían unos pocos dientes largos y dispersos, algunos de oro y otros más oscuros que su cara; empezó a silbar y a soplar como un esqueleto musical. No había nadie más en el tranvía, sólo ellos y el conductor, y, cuando el niño vio que ella estaba dormida, sacó el pañuelo de flores, lo desdobló y lo examinó cuidadosamente. Luego lo volvió a doblar, se desabrochó una cremallera del forro del abrigo y lo escondió allí. Poco después se quedó dormido.

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