2 sept 2014

El robo

Katherine Anne Porter



Tenía el bolso en la mano cuando entró. Parada en medio de la habitación, sujetándose el albornoz y arrastrando una toalla húmeda con una mano, examinó el momento inmediatamente anterior y recordó todo con claridad: sí, lo había abierto y lo había vaciado esparciendo su contenido sobre el banco, después de secarlo con el pañuelo.

Había tenido la intención de coger el tren elevado, así que buscó en su bolso para asegurarse de que llevaba el dinero y se alegró al encontrar cuarenta centavos en el monedero. Se disponía a pagar su propio billete, por más que Camilo acostumbrara, al verla subir las escaleras, echar una moneda en la máquina, antes de dar un pequeño empujón al molinete y hacerla pasar con una reverencia. Camilo, sirviéndose de alguna que otra solución intermedia, se las había arreglado para hacer efectiva una colección bastante completa de pequeñas atenciones, dejando pasar por alto las gentilezas mayores y más molestas. Había caminado con él hasta la estación bajo una lluvia torrencial, porque sabía que era casi tan pobre como ella y, cuando él insistió en coger un taxi, fue firme y dijo: «Sabes que, sencillamente, no es posible». Él llevaba un sombrero de un hermoso tono bizcocho —nunca se le ocurría comprar nada de un color práctico— y justo aquel día lo había estrenado, así que la lluvia lo estaba estropeando. Ella pensaba: «¡Qué desastre! ¿Dónde conseguirá otro?». Lo comparó con los sombreros de Eddy: aunque parecían tener exactamente siete años y haberse quedado fuera bajo la lluvia, los lucía con la corrección despreocupada y espontánea propia de Eddy. Camilo era muy diferente; si se ponía un sombrero raído, continuaba siendo un sombrero raído, y eso le desanimaba. Si no hubiese temido que Camilo se ofendiera, puesto que insistía en llevar a cabo sus pequeñas ceremonias hasta el punto que se había fijado, le hubiera dicho al salir de casa de Thora: «Vete a casa. Puedo llegar perfectamente a la estación yo sola».

—Está escrito que debemos mojarnos esta noche —dijo Camilo—, así que hagámoslo juntos.

Al pie de la escalera del andén, ella trastabilló; ambos habían bebido bastantes cócteles en casa de Thora.

—Al menos —dijo ella—, Camilo, hazme el favor de no subir estas escaleras en tu estado, porque en cuanto vuelvas a bajarlas, te romperás inevitablemente el cuello.

Él le dedicó tres rápidas reverencias —era español— y desapareció de un salto en la lluviosa oscuridad. Ella se quedó observando a aquel joven tan agradable, pensando que a la mañana siguiente, sobrio, miraría su sombrero estropeado y sus zapatos empapados y posiblemente la relacionara con su desgracia. Mientras le observaba se detuvo en la esquina, se quitó el sombrero y lo escondió bajo el abrigo. Ella sintió que le había traicionado al mirarle, porque a él le hubiese humillado la sola idea de que ella sospechara siquiera que había tratado de salvar su sombrero.

La voz de Roger sonó detrás de ella, por encima del estruendo metálico de la lluvia que caía sobre el techado de la escalera, intentando averiguar qué hacía ella bajo la lluvia a aquellas horas de la noche y preguntándose si se creía un pato. Su largo e imperturbable rostro chorreaba agua y señalaba con la mano un bulto saliente en la pechera de su abrigo abotonado.

—Un sombrero —explicó—. Vamos, cojamos un taxi.

Se acomodó al brazo con que Roger le rodeó los hombros, con el gesto intercambiaron una mirada llena de antiguas y entrañables asociaciones; entonces ella miró por la ventanilla la lluvia que cambiaba las formas y los colores de todo. El taxi iba haciendo eses para eludir los pilares del tren elevado, patinando ligeramente en cada curva.

—Cuanto más patina —dijo ella—, más serena me siento, así que realmente debo de estar borracha.

—Debes de estarlo —contestó Roger—. Este pájaro es un maníaco homicida. A mí no me iría nada mal tomarme ahora un cóctel.

El tráfico les detuvo en el cruce de la calle Cuarenta y la Sexta Avenida, y tres muchachos pasaron ante el morro del taxi. Bajo los globos de luz, parecían alegres espantajos, todos muy delgados y con trajes muy raídos de corte descuidado y corbatas chillonas. Tampoco andaban muy sobrios, y mientras discutían estuvieron un momento tambaleándose ante el automóvil. Se acercaron unos a otros inclinándose, como si se dispusieran a cantar, y el primero dijo: «Cuando me case, no me casaré por casarme, me casaré por amor, ¿vale?», y el segundo respondió: «¡Eh! Ve y dile esas tonterías a ella, ¿por qué no?», y el tercero soltó una especie de risotada y dijo: «¡Al infierno con este tío! ¿Qué demonios le pasa?», y el primero contestó: «¡Ah! Callaos, idiotas, ya tengo bastante». Entonces chillaron, cruzaron la calle como pudieron, golpeando al primero en la espalda y dándole empujones.

—Locos —comentó Roger—, absolutamente locos.

Dos muchachas se deslizaron por allí, con impermeables transparentes, uno verde, el otro rojo, y las cabezas inclinadas en sentido contrario a la lluvia. Una de ellas le decía a la otra: «Sí, lo sé todo, pero ¿qué hay de mí? Tú siempre lo lamentas por él...», y corrían agitando sus patitas de pelícanos.

El taxi retrocedió de pronto y volvió a avanzar.

—Hoy he recibido una carta de Stella —dijo Roger al cabo de un rato—. Estará en casa el veintiséis, así que supongo que ya ha tomado una decisión y todo está arreglado.

—Yo también he recibido hoy una especie de carta —dijo ella— que ha tomado las decisiones por mí. Creo que es hora de que tú y Stella hagáis algo definitivo.

Cuando el taxi se detuvo en la esquina de la calle Cincuenta y tres Oeste, Roger le dijo:

—Si me das diez centavos, tendré el importe exacto.

Ella abrió el bolso y le dio una moneda, y él dijo:

—Qué bonito es ese bolso.

—Es un regalo de cumpleaños —le dijo ella—, me gusta. ¿Cómo va tu espectáculo?

—Oh, supongo que todavía en cartel. No me acerco por allí. Todavía no se ha concretado nada. Me he propuesto seguir como hasta ahora y que ellos lo tomen o lo dejen. Ya está bien de discusiones.

—Sin duda se trata de resistir, ¿verdad?

—Resistir es la parte más dura.

—Buenas noches, Roger.

—Buenas noches. Deberías tomar una aspirina y meterte en la bañera con agua caliente, parece que estés incubando una gripe.

—Lo haré.

Subió las escaleras con el bolso bajo el brazo; y en el primer rellano Bill oyó sus pasos y asomó la cabeza con el pelo revuelto y los ojos rojos.

—Por el amor de Dios, entra y tómate algo conmigo. Tengo malas noticias. Estás completamente empapada —dijo Bill, mirando sus pies mojados.

Bebieron dos copas, mientras Bill contaba cómo el director había desechado su obra tras haber escogido elenco teatral dos veces y haber hecho tres ensayos.

—Yo no digo que sea una obra maestra, sólo dije que sería un buen espectáculo. Y él dijo: «Sólo que no funciona, ¿se da cuenta? Necesita un médico». Así que estoy atascado, absolutamente varado —dijo Bill, otra vez al borde del llanto—. He estado llorando entre copa y copa —y continuó preguntándole si se daba cuenta de que su mujer lo estaba arruinando con sus extravagancias—. Le envío diez dólares todas las semanas de mi desgraciada vida, por más que no estoy obligado a hacerlo. Me amenaza con la cárcel si no la obedezco, pero no puede encerrarme. ¡Dios, que lo intente, después de haberme tratado como lo hizo! No tiene derecho a pensión y lo sabe. Sigue diciendo que lo necesita para el bebé y yo sigo enviándoselo porque no soporto ver sufrir a nadie. Así que me he atrasado en los pagos del piano y del tocadiscos...

—Bueno, de todas maneras, tienes una bonita alfombra —dije ella.

Bill la miró y se sonó la nariz.

—La conseguí en Ricci por noventa y cinco dólares —dijo— Ricci me contó que había pertenecido a Marie Dressier y costaba mil quinientos dólares, pero tiene una quemadura, que he ocultado bajo el diván. Un precio imbatible.

—Sí —dijo ella.

Estaba pensando en su bolso vacío y en que no recibiría el cheque por su última reseña antes de tres días y en que su acuerdo con el restaurante de los bajos no podía durar mucho si no pagaba algo a cuenta.

—No es momento para hablar de esto —continuó—, pero esperaba que ya tuvieses esos cincuenta dólares que me prometiste por mi escena en el tercer acto, aunque no salga adelante. De todas maneras, ibas a pagarme el trabajo con dinero de tu anticipo.

—¡Jesús misericordioso! —exclamó Bill—, ¿tú también? —Soltó un fuerte sollozo, o quizá fuera hipo, en su pañuelo húmedo—. Después de todo tu parte no era mejor que la mía. Piénsalo.

—Pero cobraste algo —dijo ella—. Setecientos dólares.

—Hazme un favor, ¿quieres? Tómate otra copa y olvídalo. No puedo pagarte, sabes perfectamente que no puedo, si pudiera lo haría, pero sabes que estoy en un aprieto.

—Entonces déjalo —se encontró diciendo, casi a su pesar.

Hubiese querido mostrarse totalmente firme al respecto. Volvieron a beber sin hablar y ella se marchó a su apartamento en el piso de arriba.

Allí, ahora lo recordaba con toda claridad, había sacado la carta del bolso, antes de abrirlo completamente para que se secara.

Se había sentado y había leído la carta otra vez, pero había frases que exigían varias lecturas, pues tenían vida propia y separada de las demás y, cuando trataba de leer pasándolas por alto, se movían siguiendo el movimiento de sus ojos. No podía escapar de ellas. «Pensando en ti más de lo que quisiera... sí, hasta he hablado de tí... por qué estabas tan ansiosa por destruir... aun cuando pudiera verte ahora, no lo haría... no vale la pena todo este abominable... el fin...»

Cuidadosamente, rompió la carta en tiras pequeñas y las prendió con una cerilla encendida en la chimenea.

A la mañana siguiente, temprano, estaba en la bañera cuando la portera llamó y luego entró diciendo que deseaba examinar los radiadores antes de encender la caldera para el invierno. Después de dar vueltas por la habitación durante unos minutos, se marchó cerrando la puerta con violencia.

Salió del baño para coger un cigarrillo del paquete que tenía en el bolso. El bolso no estaba. Se vistió, preparó café y se sentó junto a la ventana mientras lo bebía. Seguramente la portera había cogido el bolso y sería imposible recobrarlo sin hacer el ridículo y montar un escándalo. Así que lo dejaría correr. A la vez que tomaba esa decisión, en su sangre crecía una ira profunda, casi asesina. Con toda delicadeza puso la taza en el centro de la mesa y bajó con determinación las escaleras, tres largos tramos, un pequeño vestíbulo y un empinado pero breve tramo hasta el sótano, donde la portera con el rostro manchado de polvo de carbón, limpiaba la caldera.

—¿Me hará el favor de devolverme el bolso? No hay dinero dentro. Era un regalo y no quiero perderlo.

La portera se volvió sin incorporarse y clavó en ella unos ojos llameantes, donde se reflejaba la roja luz de la caldera.

—¿Qué quiere decir, su bolso?

—El bolso de tela dorada que usted cogió del banco de madera de mi habitación —dijo—. Tengo que recuperarlo.

—Juro ante Dios que nunca he puesto los ojos sobre su bolso y juro que es la santa verdad —dijo la portera.

—Oh, pues bien, quédeselo —dijo, pero con voz muy amarga—, quédeselo si tanto lo quiere.
Y se marchó.

Recordó que por una cuestión de principios rechazaba la idea de poseer cosas, de modo que nunca en su vida había echado la llave a ninguna puerta, así como su paradójico alarde, por más que sus amigos le advirtieran, de que jamás le habían robado un centavo. Y le había agradado la desnuda humildad de ese ejemplo concreto, destinado a ilustrar y justificar su fe obsesiva, por lo demás vaga y sin fundamento, que le hacía actuar de esa manera desoyendo su deseo en ese caso concreto.

En ese momento sintió que le había sido robado un enorme número de cosas valiosas, materiales o intangibles: objetos perdidos o rotos por su culpa; objetos que había olvidado o dejado en las casas después de una mudanza; libros prestados y no devueltos; viajes que había planeado y no había hecho; palabras que había esperado oír y no había oído, y las palabras con que se proponía responder; alternativas amargas y sustitutos intolerables peores que nada pero ineludibles; el largo y paciente sufrimiento de la amistad moribunda y la oscura e inexplicable muerte del amor... Todo lo que ella había tenido y todo lo que había echado de menos se había perdido junto y se perdía doblemente en ese derrumbe de evocación de pérdidas.

La portera la seguía escaleras arriba con el bolso en la mano y el mismo fuego rojo y profundo temblando en los ojos. La portera le tendió el bolso cuando aún las separaba media docena de escalones.

—No me delate —dijo—. Debí de enloquecer. A veces hago cosas de loca, lo juro. Mi hijo puede decírselo.

Ella cogió el bolso al cabo de un momento y la portera prosiguió:

—Tengo una sobrina que va a cumplir diecisiete años, es muy guapa y pensaba dárselo a ella. Necesita un bolso. Debí de volverme loca, pensé que quizá a usted no le importara, siempre va dejando cosas por ahí y parece no darse ni cuenta.

—Lo eché en falta porque es un regalo que me hizo alguien...

—Él le traería otro si usted perdiera este. Mi sobrina es joven y necesita cosas bonitas, tenemos que dar a los jóvenes una oportunidad. Hay muchachos que van detrás de ella, tal vez quieran casarse con ella. Debería tener cosas bonitas. Ahora mismo las necesita mucho. Usted es una mujer mayor, ha tenido su oportunidad, debe de saber cómo funciona.

Ella le tendió el bolso a la portera, diciéndole:

—No tiene ni idea de lo que está diciendo. Tenga, cójalo, he cambiado de idea. De verdad, no lo quiero.

La portera la miró con odio y dijo:

—Yo tampoco lo quiero ya. Mi sobrina es joven y guapa, no necesita arreglarse para ser atractiva, ¡es joven y guapa vaya como vaya! Supongo que usted lo necesita mucho más que ella.

—En primer lugar, no era suyo —dijo ella, volviéndose—. No debe hablar como si yo se lo hubiese robado.

—No es a mí, sino a ella a quien se lo está robando —dijo la portera, y bajó las escaleras.

Dejó el bolso sobre la mesa, se sentó con la taza de café frío y pensó: no me faltaba razón cuando decía que no tenía miedo a ningún ladrón... salvo a mí misma, que terminaré por dejarme sin nada.

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